Vida del beato Bernardo de Hoyos (XI)

Ejercicios Espirituales.

 

 

Con una preparación inmejorable entraba el H. Bernardo a hacer los Ejercicios en enero de 1730. Una lluvia torrencial de gracias y favores, mezclados con hondísimas penas de amor, habíanle dispuesto durante aquella famosa temporada de sus ímpetus que terminó la noche de Navidad, para que su alma fuese como un cáliz purísimo de cariño y de consuelo. Al enfrentarse ahora con la consideración siempre terrible de las verdades eternas, no era miedo lo que experimentaba, sino una seguridad inalterablemente gozosa de que era un privilegiado del Señor. Desde luego, merced a sus esfuerzos de exquisita fidelidad; pero sobre todo, gracias a la explosión de cariño que Dios le manifestaba.

Los Ejercicios se habían retrasado hasta esa fecha, a causa de la terrible epidemia que durante el otoño de 1729 habían sufrido en Medina del Campo. Por eso determinaron hacerlos ahora, cuando hay nieve en las calles y la oscura penumbra de los tránsitos del Colegio invita a la meditación y al recogimiento silencioso.¡Tardes tristes de enero, perfumadas todavía con el recuerdo del Dios Niño, en que el H. Bernardo ansía morir para subir al cielo!.

La meditación del pecado le enciende en deseos vivísimos de reparación. Si pudiera, cogería la tierra entre sus brazos para apretarla contra su corazón y hacerla sentir el latido de su amor fuerte, tan fuerte que le parecería posible compensar con su delicadeza los ultrajes que el Señor recibe.

Pero en medio de todo, no pierde el equilibrio, y tiene buen cuidado en advertir en sus apuntes que el Señor le ha hecho entender con respecto a las faltas pequeñas de sus súbditos fieles. Ni desprecio temerario hacia ellas, ni excesiva congoja y estrechez que sería desconfianza. Comparación humilde que sirve de provecho al alma; pero también, corazón grande, dilatado y magnánimo para que, en humillándose y pidiendo perdón a Dios, no se pasme nadie de verlas en sí, ni se detenga en niñerías que esterilizan muchas veces el esfuerzo.

El H. Bernardo, desde el primer momento hasta el último de los Ejercicios lo pasa en oración ininterrumpida. Que a esto tienden, al fin y al cabo, todos los resortes de la maravillosa máquina ignaciana. A hacer orar, y entregarse a Dios en todo para cumplir sólo su voluntad. Particularmente en almas como ésta, purificadas por completo de las adherencias del mundo que en las demás llegan a formar una capa de barro casi impenetrable al viento pacificador del Espíritu Santo.

El H. Bernardo no hace propósitos nuevos. Se limita a afirmarse más y más en la senda emprendida hace tiempo que conoce ser del agrado de Dios. Lo único que aumenta en él son los afectos, los coloquios ardorosos, los gritos de amor a Cristo, cuando en las meditaciones de la segunda semana, su alma se sumerge en la contemplación del Evangelio. Una cosa hay, sin embargo, que ofrece cierta novedad y es:

 

El amor a la muerte.

 

“¡Oh muerte -exclamaba con frecuencia-, cuán dulce es para mí tu recuerdo!” El Señor le regala con detalles consoladores sobre lo que ha de ser el último momento de su vida en este mundo.

 

Saldrán a recibirle S. Miguel, S. Ignacio, S. Francisco Javier, Sta. Teresa… La Virgen Stma. y Jesucristo recibirán su alma entre las manos para presentársela al Eterno Padre.

 

Y dará comienzo la felicidad sin fin que vendrá como corona tejida con rosas de las que crecen en los jardines de la gloria.

 

Y quiere desprenderse y volar. Teme a la muerte por lo que tiene de muerte y la ama por lo que tiene de vida. Casi no encuentra en su naturaleza humana ni un quejido de protesta contra la violencia que supone la separación del alma y del cuerpo.

 

Porque el cuerpo y el alma tienen ya más de cielo que de tierra. Y cada flor de invierno que ve por aquellos días de Ejercicios en el jardín del Colegio, cada estrella del firmamento, cada mirada de los religiosos sus hermanos, le parecen mensajes radiados por una telegrafía con hilos de amor que Dios Ntro. Señor le envía. Sale de Ejercicios como un ángel que desde el Paraíso se asoma a la tierra.

 

Don Marcelo González Martín.