Alumno de Teología en Valladolid.
A últimos de septiembre de 1731, llegó el H. Bernardo al Colegio de San Ambrosio de Valladolid, para estudiar Sagrada Teología. La última fase de su vida de estudiante. La más interesante también porque en ella iba a tener lugar la gran revelación. Hasta ahora todo había sido recibir maravillosas gracias personales que resbalaron sobre su alma angelical como caricias del cielo. Atrás quedaban ya Villagarcía y Medina del Campo como un delicioso recuerdo de sus años de niño, primeramente y de alumno de Filosofía después. Particularmente la Capilla del Colegio de Medina iba a echar de menos ahora aquellos diálogos fervorosos del H. Bernardo con su Rey Eterno, Jesucristo. En los Anales de este Colegio, podrán aparecer interminables relaciones de almas puras e inocentes que por allí pasaron. No creo sin embargo, que puedan contarse muchas, más enamoradas del Señor que la del H. Bernardo.
En Valladolid, todo iba a ser a mayor gloria de Dios. Porque todos los favores hasta entonces recibidos, tendrían ahora como máxima expresión el anuncio de una promesa, de la cual Valladolid sería como la caja de resonancia para difundirla por todos los caminos españoles. Aquel septiembre de 1731, Valladolid, ciudad tranquila y pacífica, no podía adivinar que se le entraba por las puertas un joven jesuita que, con el tiempo, ocuparía de tal manera la atención de las almas que aman a Jesucristo.
El nuevo ambiente.
Una especial dulzura sintió en su alma el H. Bernardo, al verse en un Colegio en que tantos siervos de Dios habían recibido ya favores singularísimos de su infinito amor. El recuerdo del P. Agustín de Cardaveraz, tan amigo del H. Bernardo y de tan acusada personalidad espiritual en el Colegio vallisoletano, servíale de incentivo poderosísimo para avanzar en la virtud.
Por si esto fuera poco, la figura gigante del P. La Puente, que vivió allí lo más precioso y heroico de su santa vida, seguía predicando todavía, como si no hubiese muerto, con sus ejemplos y doctrina fecundísima.
Los nuevos condiscípulos, por su gravedad alumnos teólogos, entregados como estaban con más intensidad a la formación que de ellos pedían los futuros ministerios sacerdotales, nunca ya demasiados lejanos, ofrecíanle un marco oportunísimo para el íntimo dasarrollo de sus aspiraciones y propósitos.
Las mismas materias de estudio, con el encanto único que para el corazón y la cabeza brinda la Teología católica, lejos ya las frías disquisiciones filosóficas, se convertían en auxiliares de la idea acariciada por él tanto tiempo. El H. Bernardo, presentía que iba a pasar algo. Sí, el nuevo ambiente del Teologado era tierra abonadísima para seguir instando al Señor tan amorosamente, que algún día pudieran resonar allí en voz alta palabras de Cristo relativas a su reinado en España. ¿Por qué sino, se le fueron los ojos enseguida tras aquella imagen adorable del Salvador que se veneraba en uno de los altares de la Capilla del Colegio? ¿Por qué se le arrebató el corazón de un modo maravilloso cuando se dio cuenta de que era “la imagen más propia del original que él había visto?”
La primera gracia extraordinaria en Valladolid.
El 10 de octubre de este año, festividad de San Francisco de Borja, después de haber comulgado en la Capilla que sirvió de aposento al P. La Puente, vio a Jesucristo sentado en una silla que allí se guardaba como reliquia insigne.
Era la misma en que se había sentado muchas veces el Señor cuando venía a visitar a otra alma privilegiada, la de la Venerable Dª. Marina de Escobar.
Ahora Jesús, con apacible y amabilísimo semblante le daba lecciones al H. Bernardo sobre la nueva vida que iba a empezar. Y le prometía su ayuda divina para los estudios de Teología en que la materia era tan sagrada y el aprovechamiento podía ser tan eficaz. ¡Feliz él, que contaba con Maestro tan sublime para tan sublimes enseñanzas!