El mejor profesor de Teología
En los Seminarios y casas de estudio de todo Instituto Religioso, hay un momento ansiosamente deseado por los alumnos: es el de matricularse por primera vez en el curso teológico. Los estudios humanísticos, primer paso en la carrera eclesiástica, son maravillosos e insustituibles para lograr el desarrollo de las facultades del alumno. Pero es lo cierto que tales estudios no están exentos de producir un cierto ambiente de primitiva y elemental ingenuidad, provechosísima desde luego, en que la libre navegación de la fantasía es a todos permitida. El dulce Virgilio y el cáustico Horacio tienen metáforas suficientes para encender las velas de la imaginación.
Vienen después los cursos de Filosofía. Eternos y trascendentales problemas ocupan las mentes de los alumnos, inquietamente jóvenes. Habitúanse éstos a la reflexión y el juicio ponderado. Con frecuencia, el carácter polémico de algunas cuestiones, tan a tono con el dinamismo juvenil, les enreda en discusiones y análisis que se prolongan fuera de las clases en patios y jardines de recreo. Mézclanse el ruido y la agudeza sutil, las palabras en tropel y los dichos sentenciosos.
Pero lo verdaderamente solemne es poder llamarse teólogo. La Teología en nuestra carrera tiene por sí misma algo de meta final y completiva. Los alumnos de Teología miran con cariño a los humanistas; con indulgente benignidad a los filósofos. De los primeros se sienten protectores; con respecto a los segundos, poseedores de una superioridad inmensa. Y es que la Teología es la vida. El rezo enunciado de las tesis de un programa es en este caso algo más que pura disciplina intelectual. El paisaje sobrenatural de la gracia, la persona de Cristo, la constitución y naturaleza de la Iglesia, ofrecen al que se prepara para el Sacerdocio un aspecto de deslumbradora belleza, infinitamente superior al de cualquier otra clase de estudio. No en vano escribía Donoso Cortés: “Si todo se explica en Dios y por Dios, y la Teología es la ciencia de Dios, en quien y por quien todo se explica, la Teología es la ciencia de todo. Si lo es, no hay nada fuera de esta ciencia, que no tiene plural; porque el todo que es su asunto no le tiene. La ciencia política, la ciencia social no existen sino en calidad de clasificaciones arbitrarias del entendimiento humano”. En esta excelsa soberanía de los estudios teológicos radica la gozosa y solemne expectación con que se preparan los alumnos de Seminarios e Institutos Religiosos de cursar los últimos años; en que pueden ya llamarse teólogos.
Todo esto lo decimos para comprender mejor la alegría extraordinaria del P. Hoyos cuando en el otoño de 1731 empezaba a estudiar Sagrada Teología en el Colegio de San Ambrosio de Valladolid. Ahora se hallaba como en su centro. Caminaban a la par el místico y el estudiante, juntos el corazón y la cabeza. Todo su afán de ocuparse únicamente en las cosas de Dios se lograba ahora, incluso en su actividad intelectual. Más que estudiar, vivía. Las clases, aún las de más frío tecnicismo eran para él meditación y avance espiritual. Sus Profesores no eran solamente los sabios padres jesuitas, de rígido bonete suareciano y manos hechas a revolver pergaminos. Había algo más, muchísimo más. Su mejor Profesor de Teología era el mismo Divino Maestro.
“Así lo he empezado a experimentar -dice- en el tiempo de escribir y copiar en clase; pues al mismo tiempo que el maestro dicta, está el Divino Maestro en la cátedra de mi corazón glosando en puntos de amor lo que va escribiendo la pluma”. Y añade, como confirmación de lo que decimos sobre sus estudios no puramente especulativos: “En la clase ‘De Incarnatione’ -que es la de teoría- me declaró el Señor este divino misterio; y en la ‘De Concordia gratiae efficacis’ -que es la de prima- me mostró el secreto de la predestinación. Estas verdades que él me descubre son para llevar hacia si la voluntad; no para el entendimiento como fin: y así no quiere que pueda ya explicar lo que he entendido como en bosquejo, el cual es más claro para el alma que toda la explicación de los doctores”.
Después de esto, yo no me extraño de que sus condiscípulos le vieran frecuentemente en una actitud de celestial y serenísimo contento que de todo su ser se desprendía. No creo que pueda haber mayor motivo de alegría para un alma sana aspirante al Sacerdocio que estudiar Teología y tener por maestro al mismo Jesucristo.
Por lo demás, así hemos oído siempre que deben hacerse estos estudios: con el corazón y la cabeza a la vez. Para ello se necesita, desde luego, tener una cosa que en el P. Hoyos había arraigado profundamente: un vivísimo anhelo de santidad.