Director de un alma que deseaba ser mejor
Esta pluma mía, pincel de pobres y escasos colores, se dedicó algún tiempo a trazar sobre las páginas de REINARÉ estampas iluminadas de la vida del P. Hoyos. La última apareció en octubre de 1945. Ignoro por qué circunstancias se vino abajo el caballete de mis pinturas. Hoy vuelvo a levantarle. Alguien me ha ayudado con un gesto amabilísimo que yo agradezco. Luce el sol en esta mañana fresca y purísima de febrero en Castilla. Todo invita a tomar otra vez el pincel entre las manos.
En septiembre de 1731 llegó a Valladolid el H. Bernardo para comenzar los estudios de Sagrada Teología en el Colegio de San Ambrosio. Unos días de Ejercicios y enseguida la dedicación más absoluta a las tareas escolares. ¡Qué época tan feliz ésta en la vida del H. Bernardo! Los estudios de Teología por su misma índole, eran un complemento magnífico de su extraordinaria vida interior. En la cátedra de Prima se explicaba aquel año De Concordia gratiae efficacis y en la de Tercia el tratado De Incarnatione. Precisamente las materias que tenían una relación más directa con lo que constituía el centro de su vida espiritual: el Corazón de Cristo y la gracia bendita de su amor a los hombres. Entre favores del Cielo y progresos constantes en las aulas, avanzaba la vida del H. Bernardo, llena de paz y de sosiego.
Ya conocemos al H. Juan, condiscípulo suyo, estudiante muy aprovechado, espíritu finísimo, dotado de singulares condiciones; aunque estudiaba dos años más que Bernardo, llegó a existir entre ambos una santa e irrompible amistad, fruto de su común deseo de perfección. Sucedía que el H. Juan se había descuidado un poco no en la virtud, pero sí en el fervor. Pequeñas imperfecciones e ingratitudes ponían sombra en su alma, que, por lo demás era hermosísima. Su trato con el H. Bernardo vino a ser un poderoso reactivo que le hizo emprender el vuelo hacía la región de la más pura santidad. Paseaban juntos la víspera de la Inmaculada de aquel año, hablando, como siempre, de cosas espirituales. Y fue tanta la conmoción que sufrió en su pecho el H. Juan que, en un momento dado de la conversación, rompió en dulce y copioso llanto. “Me enternecí tanto -escribe el H. Bernardo- que me sucedió lo que jamás he experimentado en semejantes ocasiones, esto es, no poder detener las lágrimas”. Y vuelto hacia su compañero: “¡Ay, H. Juan -le dijo- , que mi Hermano tiene un bello corazón; y es verdad lo que le escribe el P. Loyola en sus cartas, que espera ha de ser un Hermano muy bueno!”.
Resultado de esta amistad y suavísima influencia que poco a poco iba ejerciendo el H. Bernardo sobre su condiscípulo, fue que este se entregó por completo a su dirección y ya no se interrumpió ni un instante el progreso de su espíritu por las vías del amor. Esto no fue un entretenimiento ilusorio y engañoso de dos jóvenes inexpertos. Podría alguien pensarlo “así”, si se tiene en cuenta que el H. Bernardo no tenía más que veinte años. Pero no. Lo único que prueba es la maravillosa vida espiritual que el futuro apóstol del Corazón de Jesús tenía ya dentro de su alma. El H. Bernardo no dio un paso en este sentido sin la expresa autorización de sus Superiores, prudentísimos y exigentes. ¿En qué concepto le tenían para permitirle, a esta edad, una actuación que podía ser tan peligrosa?
Los frutos no se hicieron esperar. El H. Juan se convirtió en un dechado de exquisita virtud. “Todas las imperfecciones pasadas de este Hermano -escribe Bernardo- dependían de abusar de su corazón dócil y bueno, y fácil a cualquier impresión. La delicadeza espero se ha de convertir en esfuerzo de la gracia y las pasiones en instrumentos de las virtudes”.
Es asombrosa la exactitud y maestría espiritual que revelan estas palabras tan sencillas. Y desde luego, “todo ello se vio cumplido muy luego con asombro del mismo H. Juan que sentía ya en su corazón peregrinos efectos, dulzuras y accidentes de amor, que jamás había experimentado, debidos ahora en gran parte a su director, que se los conseguía del cielo con oraciones y ásperas penitencias”.