Temores en el favor
Este es el título con que se conoce uno de los más bellos sonetos de Lope de Vega.
Cuando en mis manos, Rey Eterno os miro
y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto,
y la piedad de vuestro pecho admiro.
Tal vez el alma con temor retiro,
tal vez la doy al amoroso llanto;
que, arrepentido de ofenderos tanto,
con ansias temo y con dolor suspiro.
Volved los ojos a mirarme humanos;
que por las sendas de mi error siniestras
me despeñaron pensamientos vanos.
No sean tantas las miserias nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
Vos le dejéis de las divinas vuestras.
Así exclamaba el gran poeta, lleno de congoja por la torpe infidelidad de su alma a la benevolencia del amor divino.
También Bernardo de Hoyos, el joven estudiante de Teología del Colegio de San Ambrosio, viose un día turbado por muy negros temores, aunque por motivos muy distintos de los que pesaban sobre el espíritu del Fénix de los Ingenios.
Al que haya seguido atentamente la vida del H. Bernardo, forzosamente tiene que haberle asaltado una duda que plantea aguda e inquietante. Es menester resolverla de la manera más tranquilizadora posible, para poder seguir adelante con provecho en el examen de lo que fue su existencia sobre la tierra.
La duda es esta. ¿Cómo es posible ese cúmulo de gracias y favores con que Dios le obsequió mientras vivió en este mundo? ¿Estamos en presencia de un iluso lleno de buena intención, pero con una naturaleza averiada en que la fantasía manda y gobierna a su capricho, o realmente el privilegio de que gozó llegó a ese extremo casi inconcebible de una comunicación continua con Dios, con la Virgen Santísima y con otros moradores del Cielo?
Sabemos ciertamente que sobre la vida de muchos Santos la mano generosa de Dios se ha abierto en regalos exquisitos que asombran al entendimiento humano. Pero una cosa es el favor circunstancial, el estallido de luz, cegador y transitorio, que acusa el paso de Dios sobre las almas en un momento dado, y otra muy distinta la casi permanente revelación en que, sin nubes ni celajes, disipa toda oscuridad, el espíritu de un ser humano se sumerge como si ya no fuera compañero de un cuerpo cuyas plantas siguen posándose sobre la tierra pobre y miserable. Y esto es precisamente lo que sucede en la vida del P. Hoyos. Los favores del Cielo descienden hasta él en una lluvia torrencial e inagotable. Luces, visiones, ímpetus enloquecedores de amar, voces de lo alto, concretísimas advertencias de los Santos a quienes se encomienda, familiar y diaria comunicación con Dios, con Jesucristo, con la Virgen María…¿Cómo se explica todo esto?
No pidamos explicaciones. Si aceptamos que Dios puede “tener sus delicias en estar con los hijos de los hombres”, convengamos en que de muchos modos puede dar realidad a su deseo. El más eminente fue su Encarnación en la tierra. Lograda ésta, merced al soberano arranque de su amor, podrán producirse otras muchas manifestaciones de lo mismo, que siempre serán más pequeñas. A Él sólo pertenece elegir el modo y la persona. El Dios que en el Antiguo Testamento puede escoger a Abraham o a Moisés, pongo por caso, como confidentes suyos y depositarios de sus promesas, a buen seguro que en el Nuevo podrá también hacer objeto de sus señaladísimos favores a aquellas almas en cuya delicadeza quiera Él recrearse. No hablo de la Revelación pública, definitivamente clausurada con Jesucristo y los Apóstoles, sino de esas otras gracias de carácter privado que son como la anticipada conversación de Dios con sus escogidos, aun antes de que estos lleguen a penetrar en las claridades infinitas de la gloria.
Esto supuesto, vemos que no hay nada a priori que se oponga a la posibilidad de que el P. Hoyos haya sido uno de esos seres privilegiados. Lo que Dios hizo con Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, ¿por qué no pudo hacerlo con él? No es el más o el menos lo que aquí hay que medir, sino el hecho y los fundamentos que le hacen aceptable y verosímil. Estos son: de parte del alma favorecida, una vida santa; de parte del Dios que favorece, su voluntad amorosa y el propósito, que no siempre se descubre a primera vista, de ir disponiendo al alma para una misión especialísima.
Ahora bien, la vida del P. Hoyos -esto es incuestionable- es un poema maravilloso de correspondencia a la gracia y de aprovechamiento en el camino del espíritu. La vulgar expresión -¡es un santo de altísima categoría!- está plenamente justificada y sólo espera la palabra decisoria de la Iglesia para que pase a ser inapelable. Y en cuanto a si Dios le quiso preparar para alguna especial misión, creo que huelga el razonamiento. Temerario sería dudar a estas alturas del P. Hoyos como apóstol de la Devoción al Corazón de Jesús escogido por el mismo Dios.
Según esto, los favores divinos con que durante toda su vida fue obsequiado, lejos de parecer inexplicables, están muy en armonía con la misión a que el Señor le destinaba. Si ésta es aceptada por nosotros, lógicamente hemos de aceptar también sin repugnancia cuanto pudiera redundar en una más esperada preparación para la misma.
He aquí por qué ya no dudo. Acepto, por el contrario, con respetuosa humildad los hechos que en su vida se nos narran y pienso en la infinita generosidad de Dios para con las almas santas. Y si todavía pudiera turbarme la sombra de alguna vacilación, veo con gozo que ya el P. Hoyos se planteó a sí mismo la duda y padeció muy serios temores de vivir iluso y engañado. Esto es muy buena señal, porque pone de manifiesto la humilde actitud en que él se colocó y el dominio de la razón serena sobre las fuerzas posiblemente desatadas de la fantasía.
Él dudó, examinó, consultó, oró y hasta lloró con lágrimas y quejidos abundantes. Y logró asegurarse, en cuanto humanamente es posible en esta clase de hechos, de que caminaba por la senda de la verdad. Lo veremos en un próximo artículo.