El elegido de Dios.
Muy propio de los planes de Dios es el que frecuentemente no sean conocidos en su totalidad hasta después de ejecutados. Sus caminos no son nuestros caminos. Y no necesita su omnipotencia atemperarse a nuestros procedimientos para conseguir sus fines.
¿Quería el Señor escoger al P. Bernardo para que fuera el Apóstol de la devoción al Corazón de Jesús en España? Hoy ya no nos está permitido dudar de ello. En orden a esta elección singular, Dios había ido preparando aquella alma con gracias y favores inenarrables. Sufrimientos espirituales agudísimos unas veces, regalos embriagadores otras, y siempre gracias eficacísimas para hacerle avanzar por los caminos del amor no habían tenido otro objeto más que disponer su espíritu para el momento trascendental que estaba próximo a llegar. Y sin embargo, el H. Bernardo no tenía ni la más ligera conjetura de lo que iba a suceder.
Más aún; diese la circunstancia sorprendente de que desconocía todo lo relativo a la devoción y culto público al Sagrado Corazón de Jesús. Ni siquiera privadamente había practicado esta devoción con el carácter propio y específico que la distingue. Todo en su vida había sido sintomático y fuertemente expresivo del misterio de amor que estaba próximo. El lenguaje de su piedad, la índole de las apariciones recibidas, las confidencias que Jesucristo le había hecho tantas veces, habían tenido un tono y un estilo que sólo al corazón pertenece. Pero nada había comprendido el joven estudiante. “No había alcanzado -escribe el P. Loyola-todo lo que significaba aquel trueque de corazones, y engaste del suyo en el de Jesús, y herida mística de las tres saetas, con los demás lances tan maravillosos por enero de 1730; tampoco había entendido todo el misterio que el Señor le descubría después, a 6 de agosto del mismo año, en mostrarle su Corazón llagado de amor, y latiendo con dos amorosísimas pulsaciones el día 20, luego en introducirle más de una vez en aquel tabernáculo augusto de la divinidad, y hacerle sentir en él las dulzuras y las penas tan entrañables” a que en sus relaciones de conciencia se había referido.
Como tampoco se le había ocurrido nunca al P. Agustín Cardaveraz -y este si que es un detalle singularísimo- hablarle al H. Bernardo en su correspondencia espiritual de esta devoción que él venía practicando hacía tiempo. ¿Cómo había sido posible esto? El P. Agustín, confidente privilegiado de las gracias que el H. Bernardo recibía, maestro y guía alentador de su espíritu, hombre que captaba finamente el significado inmediato de aquellos favores del cielo, que le hablaba con frecuencia del Corazón adorable de Jesús… y ¡ni siquiera una palabra en sus cartas de esta devoción y esta fiesta que, aunque no establecida todavía en la Iglesia, venía siendo deseada por muchos y celebrada por él mismo en su vida privada llena de piedad y fervor! Cualquiera hubiera dicho, conociendo la intimidad de relaciones de ambos, y la índole de las mismas, que esto debiera haber sido el resultado final lógico de sus confidencias y mutuas exhortaciones.
Parece que Dios quiso complacerse en demostrar con meridiana claridad a cuantos después se fijarían en el hecho maravilloso de la elección del H. Bernardo para apóstol de esta devoción en España, que había sido Él, Él mismo, quien llegado el momento oportuno y supuesta la preparación del Elegido, le confirmaba como tal de un modo rápido y fulgurante y por un procedimiento que hubiera parecido casualidad sino hubiese sido suave y amorosa providencia.
Mayo de 1733. En una carta escrita por el H. Bernardo el día 6 de este mes, primera de las muchas que en adelante enviaría a su Director sobre el tema escribe:
“El P. Agustín, en carta que recibí el miércoles pasado (29 de abril) me pedía le trasladase la institución de la Fiesta del Corpus, y la revelación y dificultades que para ello hubo, como lo refiere el P.Gallifet, en el tomo De Cultu Cordis Iesu : para lo que saqué de la librería este tomo el domingo 3 de mayo. Yo, que no había oído jamás tal cosa, empecé a leer el origen del culto de nuestro amor Jesús, y sentí en mi espíritu un extraordinario movimiento fuerte, suave, y nada arrebatado e impetuoso, con el cual me fui luego al punto delante del Señor Sacramentado a ofrecerme a su Corazón para cooperar cuanto pudiere, a lo menos con oraciones, a la extensión de su culto.
No pude echar de mí este pensamiento hasta que adorando la mañana siguiente al Señor en la Hostia Consagrada, me dijo clara y distintamente que “quería por mi medio extender el culto de su Corazón Sacrosanto, para comunicar a muchos sus dones por su Corazón adorado y reverenciado”. Y entendí que había sido disposición suya especial que mi Hermano, el P. Agustín, me hubiese hecho el encargo, para arrojar con esta ocasión en mi corazón estas inteligencias.” (P. Loyola, Vida, p. 246).
Todo esto sucedió en aquella mañana limpia y soleada del 4 de mayo. Ahora el H. Bernardo empezaba a ver claro sobre los dulces y sabrosos misterios de su vida anterior.