Los primeros sermones en Campo Grande de Valladolid.
Desde octubre de 1733 a junio del 34, el H. Bernardo estudió el tercer Curso de Teología con el aprovechamiento intelectual que era en él una norma ordinaria. Crece día a día su prestigio dentro de la Compañía porque en todo momento da muestras de un serenísimo equilibrio a la vez que de una piedad profunda y singular. En el Colegio de San Ambrosio unos hablan de él con sumo respeto, otros esperan prudentemente los acontecimientos que arrojen luz definitiva sobre aquella especie de misterio, nadie se precipita temerariamente a tachar de iluso a quien con tanta seriedad espiritual va manifestando lo que pasa por su alma.
Como previniendo las posibles acusaciones ajenas, el propio H. Bernardo se acusa y examina despiadadamente a sí mismo, y aprovecha el silencio fecundo de los días de Ejercicios Espirituales celebrados en octubre, al comenzar el Curso, para preguntarse una y otra vez si será víctima de una quimérica ilusión o realmente es un instrumento elegido por Dios para comunicar a los hombres favores divinos.
Escribe él mismo refiriéndose a estos días: “La consideración de la muerte, en lugar de darme temor, me alegraba y me hacía exclamar: ¡Ven, ven, oh dulce muerte! Pero a lo último, resolvió, como sucedió el año pasado en este ejercicio, sobre el pobre corazón toda la eficacia de la terrible memoria de la muerte, excitando unos pavorosos temores que llenaron de luto y tinieblas toda el alma. Levantáronse las dudas, las sospechas y miedos de estar engañado, y de ser disparates de mi imaginación todas estas cosas; y mirábame en la hora de la muerte acosado de esta turbación y aprehensión de haber estado en desgracia de mi Dios por fingir revelaciones, y vender como palabras divinas las soberbias de mi vanidad; pues toda esta serie de cosas se me representaba como artificio de mi soberbio espíritu”.
Así pasó estos días, en examen continuo de sí mismo, consultando con Dios mediante la oración y con su Director Espiritual en conversaciones sosegadas y atentas. Por fin su alma quedó tranquilizada con las luces recibidas. “Se me aseguró -escribe- que en lo substancial iba bien; que aunque en algunas cosas accidentales se nota el espíritu propio, como sucede cuando se revela una cosa, y la imaginación añade alguna circunstancia (pues, como el alma está ilustrada con la primera luz, cree a veces que es Dios lo que es del natural), sin embargo, el Señor no permite este error en cosa substancial, ni hay aquí ofensa suya en afirmar como revelada de Dios alguna circunstancia que añadió la imaginación, porque el alma así se lo persuadió que por esto convenía que todo pasase por los Padres espirituales, a quienes Dios asiste para que sepan discernir lo precioso de lo vil, etc.”.
Pronto pasó el primer trimestre de aquel curso escolar y, al comenzar el mes de enero de 1734, nuevas ilustraciones y favores del Cielo vinieron a enriquecer su alma de apóstol. Muy pronto se le iba a presentar una ocasión excepcional de desahogar el torrente de su celo por comunicar a los hombres los santos anhelos en que sentía abrasado su corazón. Ya nos hemos referido a ello en otro artículo. Pero conviene repetirlo, para que el piadoso lector de REINARÉ conozca bien los datos históricos que se conservan, tan escasos como gratísimos de recordar, sobre los orígenes de la devoción al Corazón de Jesús en España.
Existe en la Compañía de Jesús la costumbre de que, antes de ordenarse Sacerdotes, los Hermanos Estudiantes empiecen a ejercitar el ministerio apostólico, razón por la cual el H. Bernardo fue designado como uno de los predicadores de la Santa Cuaresma. La piedad de aquellos tiempos, sobre todo en los días que precedían a la conmemoración de los misterios de la Pasión del Señor, había hecho necesario en casi todas las ciudades de España predicar al aire libre, porque el recinto de las Iglesias era demasiado pequeño para contener al numeroso auditorio. El H. Bernardo predicó varios sermones en el Campo Grande y tomó por argumentos la fealdad y estragos del pecado mortal. Todavía no se podía hablar públicamente de la nueva devoción. Pero a él no era posible dejar de orientar sus ideas hacia la gloria del Divino Corazón -nos dicen sus biógrafos– “que la mayor parte de los días los empleó en hacer ver a los pecadores la suma ingratitud de su corazón con el de Jesús, especialmente en el Santísimo Sacramento”. El fruto fue muy abundante.