Empieza el Señor a favorecer extraordinariamente al Novicio Bernardo, y los medios de que se valió para este fin la Providencia Divina
Continuaba el Hermano Bernardo los fervores de su noviciado con el método regular, a que se aplican comúnmente todos los novicios. No le pasaba por la imaginación lo que el Señor había de obrar en su alma; pues no le había significado el cielo las singulares y extraordinarias gracias que le tenía preparadas. Pero algunos días antes de la festividad[1] de su gran devoto, el apóstol de las Indias San Francisco Javier, empezó a sentir en la oración algunos fervores desacostumbrados en su espíritu. Apenas se presentaba en la oración, cuando se ilustraba su entendimiento, se inflamaba su voluntad, se recogían todas sus potencias, se adormecían sus sentidos; se deshacía su corazón en ternuras, y las explicaban las dulces lágrimas que destilaban suavemente los ojos. Como estos peregrinos accidentes de espíritu eran desusados en el novicio, empezó a recelarse de ellos[2], temiendo algún engaño. Daba fiel cuenta de todo a sus Maestros de novicios, y aunque le consolaban y aquietaban sus recelos, siempre se turbaba un poco su espíritu con aquellos repentinos favores. Pasaron algunos días continuándose los consuelos y temores en la oración, en la Misa, en la sagrada Comunión y demás ejercicios espirituales hasta el día de San Francisco Javier.
En la festividad de este grande Santo y grande apóstol, esperaba al Novicio la primera gracia extraordinaria y el primer favor más sensible, principio de los innumerables y singularísimos favores, que se habían de continuar y como amontonar en los breves años de su vida. Tuvo una visión imaginaria[3] del Dios Niño en forma de Pescador divino, que con un anzuelo de oro andaba pescando corazones. Le pareció que el Pescador Niño tenía deseos y amorosas ansias de pescar con aquel anzuelo su corazón, y como estaba ya enamorado con las delicias pasadas, se deshacía el novicio porque le prendiese su corazón el celestial anzuelo de Jesús. Si esta primera visión imaginaria del Dios Niño pescador no hubiese dejado en el alma del Hermano Bernardo los sólidos efectos de perfeccionar todas las pequeñas virtudes de su estado, pudiera ser muy sospechosa; porque habían precedido algunas casualidades que pudieran ocasionar engaños a alguna imaginación menos varonil que la suya. Se leía por aquellos días en nuestro refectorio la vida maravillosa del Venerable P. Manuel Padial[4], de nuestra Compañía de Jesús, que murió en Granada a 28 de abril del año 1725 con el olor y fama de santidad esparcida por el orbe. Entre los celestiales favores con que Jesús premió las heroicas virtudes del V. P. Padial, fueron las ternuras deliciosísimas de su divina Infancia.
En muchas imágenes y celestiales formas hería el Niño Dios el corazón de su devotísimo siervo, como se refiere en su historia. Pero la que más frecuente tenía a la vista del alma y del cuerpo fue una laminita que había puesto en la mesa donde estudiaba. Se representaba en ella un hermosísimo Niño Jesús arrojando flechas a un corazón, imagen que flechaba continuamente el corazón del Venerable Padre y este volvía ardientes saetas de amor al Niño Divino que le hería, diciéndole con inexplicables sagradas ternuras: “esposo mío, amor mío; vida de mi alma, alma de mi vida; luz de mis ojos, único centro de mis ansias … amorcico cazador que con la lanza matas”. Estas y semejantes ternuras de amor al Dios Niño se leían por este tiempo en nuestro refectorio del noviciado, y las oía el novicio cuando el Niño pescador se le descubrió por visión imaginaria.
A esta visión sobrenatural pudiera hacer sospechosa otra casualidad para nosotros, y acaso providencia en los designios del Señor para con el novicio que quería favorecer. No sé, ni me acuerdo con qué motivo, llegó a ver el Hermano Bernardo una estampa o pequeña vitela, en que se veía un gracioso Niño Jesús en forma de pescador, que echaba el anzuelo en un estanque para pescar un corazón. La pidió a su Maestro de novicios, porque ya andaba muy herido su corazón de las saetas del Amor que le arrojaba el Niño Dios en la oración y en todos sus ejercicios espirituales. Como el fin de tener esta pobre estampita era poner su corazón no en la imagen, sino en el original, condescendió fácilmente con la petición del novicio.
Este Dios Niño pescador hizo al Hermano Bernardo los mismos celestiales favores, que el suyo cazador al Venerable P. Padial. De cierto, este Niño divino fue por quien empezaron las extraordinarias gracias, visiones, revelaciones, éxtasis, favores y cuantos peregrinos accidentes de un alma, sobremanera favorecida, veremos en la historia que escribo.
Estos dos acasos que he referido, pudieran hacer sospechosa la visión imaginaria del novicio, si la continuación de estupendos favores y el aumento de sus virtudes no nos descubriesen que aquellos acasos fueron medios al divino Amor para empezar a favorecer a su siervo. Pero lo que éste tuvo toda su vida por instrumento más inmediato de la divina Providencia para llenar su alma de favores, fue un papel[5] de un alma favorecida extraordinariamente del Niño Dios por este mismo tiempo. Llegó a manos de su Maestro de novicios y, viendo este que el mismo Dios Niño, al parecer, quería de su novicio algo más de lo que había declarado, se le leyó para inflamar más su corazón ya bastantemente movido.
A la verdad, no se pueden leer los inflamados afectos con que esta alma, favorecida del Dios Niño, desahoga su corazón enamorado sin sentir algunas centellas de este fuego seráfico. Algunas cláusulas del papel dicen así:
“Este Divino Niño no me deja, principalmente ayer por la tarde y noche, porque se me muestra tan hermoso, tan bello, tan lindo, tan benigno, tan dulce, tan sabroso, tan deleitable, tan risueño, tan amante, tan amoroso, tan amable, tan deseable, tan gracioso: todo deseable, elegido entre millares, blanco y colorado, el más hermoso de los hijos de los hombres, me vuelve loco y estoy desatinado”.
“Ya le decía mil veces, y le digo: Niño Divino ¿qué quieres? Hiéreme, mátame, abrásame con tu amor. Niño mío ¿qué quieres? Y de esta suerte pasé la tarde con mil ternuras y coloquios, y aun andando y paseando y atendiendo a la conversación, se me mostraba tan amoroso que todo se me iba en decirle: Niño amante ¿qué quieres? Hiéreme, mátame, abrásame en tu amor. Hiéreme, mátame, abrásame en tu amor. Niño mío ¿qué quieres? Niño bello, amor mío, Niño tierno”.
“Se me partía el corazón, y quisiera correr y desahogarme a solas, porque este corazoncillo no cabía dentro y me daba impetuosos saltos. De esta suerte pasé hasta después de cenar con el Niño bello y amoroso, que me arroba, me hechiza, me encanta y me enamora con la maravilla de su hermosura porque me hería, en uno de sus ojos con su vista divina, como con un dardo de fuego deliciosísimo: me abrasa y me trae muerto con su amor”.
“Después, al dar gracias en la Iglesia[6], se me aumentó mi amor, porque allí estaba mi tierno Jesús. ¡Ay, mi dulce Niño! –le decía–, ¡Ay, mi bien, mi dueño!, ¡Ay, vida mía y mi amor querido! ¿Qué quieres, Niño? Mátame, hiéreme, abrásame con tu amor. Mátame, consúmeme, aniquílame con tu amor. Y porque estaba partido por medio mi corazón, que así le veía y miraba alegre el Niño a mi corazón, yo le decía: ¿Qué quieres, Niño, que ya está partido?; si quieres entrar dentro y estarte conmigo, sea enhorabuena; que yo te tendré conmigo y estaré contigo: viéndole me arrebataba y era imposible no deshacerme con aquel objeto de amor del Niño Jesusico, en quien desean mirarse los ángeles, que ahora entiendo que cómo, aunque ya le tienen sin poderlo ya perder, le desean más y más. Oh dichosos espíritus, ¡qué prisiones tan amorosas las vuestras! Niño mío, –le decía– haz lo que quieres. ¡Oh Niño bello, enteramente deseable, escogido entre millares, Amado mío dulcísimo!”
“En este tiempo ofreciéndoseme las muchas ofensas que contra mi Niño cometen los hombres, herido de amor y dolor, le decía: ¡Oh Niño hermosísimo! ¿Quién hay que os ofenda?, ¿quién tal hace?, ¿quién te ultraja?, ¿quién hay que te azote?, ¿quién hay que te injurie y crucifique? ¡Ay, que se pierden y te pierden! ¡Oh, quién pudiera hacer que yo te defendiese dentro de este (el mío) corazón abierto y que ya nadie más te ofendiese! ¡Oh, quién pudiera esconderte, mi querido Niño! ¡Oh, si todo mi cuerpo se hiciese menudas partículas e infinitas, y cada una fuese uno y mil serafines para abrasar todo el mundo y todas las almas en tu amor! ¡Oh, si cada una fuese una lengua, que por todo el mundo y a todas las criaturas predicase vuestras alabanzas y todos te conociesen!”
“Algunas veces volvía en mí y, viendo que con la ternura y amor perdía la reverencia a tan sagrada Majestad, solía decirle más. Oh Señor, yo te pierdo el respeto, porque estoy loco con vuestro amor; pero luego volvía como antes: Oh Niño mío, abrásame etc.”.
Hasta aquí algunas palabras del papel que oyó leer Bernardo, enamorado ya del Niño bello, que por aquellos días inmediatos a su santísimo Nacimiento mostró bien que sus delicias son estar con los hijos de los hombres.
Empieza el mismo novicio Bernardo a declararnos con algunas de sus palabras el modo con que el Niño divino empezó a comunicarle sus favoresycelestiales cariños:
“luego que desperté el día de San Francisco Javier, empecé a ejercitar nuevos afectos con el Niño Dios, con cuyo amor la noche antes se empezó a alterar y encender mi corazón. Al llegar a la oración, saltaba mi corazón en júbilos de alegría; y fomentaba la llama de su amor el abrasador de corazones, de suerte que yo le decía: Niño mío, mi amado, querido, y mi esposo, no tanto, que me queme y abrase; mira que no sé de amor y, al mismo tiempo, le decía: Alma de mi vida, Vida de mi alma; Alma y Vida de mi vida y alma, hiere, consume, abrasa, enciende este mi corazón”.
Hasta aquí las palabras del novicio. Estos inflamados afectos y ardores de su pequeño corazón se avivaron más con singulares dulzuras y efectos maravillosos al tiempo de la sagrada Comunión. Sintió unos júbilos, suspensiones y amorosos ímpetus que le arrebataban, de suerte que para divertirlos y que no saliesen a lo exterior, le mandó su Maestro de novicios se esparciese un poco. Consejo que miraba también a divertir la imaginación del novicio, por si aquellos sentimientos que decía, eran sólo de la imaginación recalentada con alguna sensible devoción y fervor, que luego pasa.
Obedeció puntualmente el novicio haciendo los esfuerzos posibles para divertir su imaginación y desechar aquellos deliciosos afectos. Pero, practicando todos los esfuerzos posibles para cumplir con la obediencia, apenas pudo conseguirlo después de tres o cuatro horas. ¡Qué poco sirven los medios de la prudencia humana cuando gobierna las almas el amor divino!
Desde este día de San Francisco Javier se continuaron con más sensible ardor todos los accidentes divinos, que empezaron a hacer impresión en el alma de Bernardo hasta el día del felicísimo Nacimiento de Jesús. En la Comunión de este alegrísimo día se conmovió sagradamente su corazón y, continuando en abrasarle la llama que se había encendido, al tiempo de la lección espiritual[7] del noviciado puso los ojos en el Niño pescador que tenía a la vista.
Quedó absorto, y a este tiempo sintió que el mismo Niño vibraba una saeta a su corazón. Los efectos de este favor fueron una llama de amor[8] que le consumía con dulces suspiros y tiernas lágrimas. Pudo ocultarse esta suspensión, rapto o éxtasis milagroso; porque el amante Niño, que disponía fuese toda interior la vida de Bernardo, esperó para comunicársele a que su compañero de aposento saliese a visitar a los Hermanos novicios en su lección espiritual. Costumbre que observa el Hermano Distributario después que ha corrido un cuarto de hora de esta lección sagrada.
En este tiempo sucedió al novicio lo que hemos referido. Mas el día 29 de diciembre llegó a tales excesos de amor del Dios Niño, que no podía gozarlos sin ardientes exclamaciones.
“La tarde del día 29 fui a oración, donde a corto rato conocí en mi corazón un ardor no experimentado y, considerando al tierno Infante en el pesebre vibrándome flechas de amor, hacía con el corazón los mismos movimientos que si verdaderamente las viera venir. Me quedó por tres veces con la misma suspensión del día 25 con gran júbilo del corazón, y le decía: amor, cuyo amor abrasa, enciéndeme, enciéndeme, abrásame, consúmeme de una vez; o dame mayor cuerpo, porque este corazón no cabe en él. Otras veces me quejaba de que no podía sufrir tal ardor, diciendo: no puedo, mi amor, mi Niño, mi querido, no puedo, no puedo. Otras, decía: Niño mío ¿qué quieres? Quieres, quieres el corazón; pues tómale, que tuyo es”.
Hasta aquí algunas de las muchas palabras del novicio enamorado y absorto en el Niño Dios.
Los efectos que dejaban estos favores en el espíritu de Bernardo los notó él mismo para dar cuenta a su Maestro de novicios y examinarlos sólidamente. Cuando salía de esta oración tan regalada, todo le daba en rostro, y tenía amorosas ansias de morirse si fuese la voluntad de Dios.
Deseaba encender a todos sus connovicios y, si pudiese, a todo el mundo en aquellas llamas en que se abrasaba.
“No cometiera una imperfección advertida, aunque me diesen mil muertes”.
Le causaban una profunda humildad, diciendo que otro cualquiera, a quien el Niño Dios hiciese estos favores, fuera más fervoroso y agradecido. Pedía continuamente a su amor Jesús que no permitiese cosa alguna exterior, que todos los favores fuesen entre los dos corazones. Con el Santísimo Sacramento y la Santísima Virgen empezó a tener singular devoción, que se aumentó después hasta el elevado y regaladísimo grado que veremos.
Pero uno de los más sólidos efectos de estos favores, señal cierta de que venían de un Dios Niño, comunicativo de los trabajos en que vivió desde su tierna edad, fue las ansias que empezó a tener el novicio de padecer trabajos por quien tantos regalos le hacía y prometía[9]. Cómo el Señor empezó a regalar al fervoroso novicio con trabajos, aflicciones, penas, tentaciones y desamparos, veremos en el capítulo siguiente.
Desamparos con que el Señor empieza
a probar y purificar al Novicio,
y favores con que premia su fidelidad.
Las ansias que daba el Dios Niño al Hermano Bernardo de padecer algunos trabajos en lugar de los singularísimos favores con que le regalaba, eran indicio de que su Majestad quería enviárselos. Desde los primeros días en que gozó las suavidades y dulzuras que hemos insinuado, le enseñó el Divino Espíritu la sólida máxima de este camino extraordinario. Que no hay señal más cierta en un alma de ser verdadero y seguro el camino de gracias gratis datas, visiones, revelaciones, raptos, locuciones y favores semejantes, que padecer[10] mucho por el Señor mismo, que tan suavemente regala. Este ha sido el orden regular de la Providencia divina con las almas más favorecidas de su amor; y el mismo observó esta amorosa Providencia con nuestro novicio[11].
Apenas había pasado un mes entre las delicias con el Dios Niño, que con ocasión de la dulcísima solemnidad de su Nacimiento le consolaba y le encendía en su amor, cuando se halló como si jamás hubiese tenido el menor sentimiento de dulzura. Por esta sequedad e insensibilidad de espíritu empezaron las amorosas pruebas de Dios en el espíritu de Bernardo. En la oración sentía distracciones, sequedades y tal insensibilidad, como si el corazón fuese de bronce. Le pasaba lo mismo en la Sagrada Comunión y en cuantos ejercicios espirituales practicaba en su estado de novicio. Era muy puntual y exacto en todo, pero en nada hallaba consuelo: y aquel Niño Divino, que le encantaba con su presencia y robaba todos sus afectos, se había ocultado a sus amantes ansias. El mismo Bernardo nos dirá lo que sintió su espíritu en esta primera ausencia y prueba del bellísimo Niño.
Temía que sus culpas fuesen la causa de habérsele ocultado, después de tan singulares favores; y así desahogaba su amante corazón en esta forma:
“Divino Niño, los cielos se han hecho de bronce para mí: si es por mis culpas, los ángeles te den las debidas gracias, porque me quieres castigar aquí para premiarme en el cielo. Mas declárame, amor mío, cuál es la culpa que a esto te ha movido, para que ponga más cuidado en enmendarme. Si es porque tu fino amor quiere probar el mío, hágase tu voluntad. Pero, Niño hermoso, mi esposo y mi amado, ¿cómo es posible que yo pueda vivir sin ti?, porque si tú eres mi vida, ¿cómo he de vivir sin vida? Si tú eres mi alma, ¿cómo he de vivir sin alma? Sin ti es imposible que yo viva”.
Hasta aquí el novicio en los primeros días de desamparo y tan en los principios de su maravillosa vida.
Hacía el afligido novicio estos y semejantes afectos con todo el fervor que le inspiraban sus ansias de hallar a su divino Niño; pero sin sentir el menor consuelo. Continuaba en ellos y sentía que, a la violencia de su afecto, se le encendía el rostro, mas el corazón se mantenía en su dureza e insensibilidad. Pasaron algunos días en oscuridad, tinieblas, sequedad de espíritu y otros accidentes interiores del desamparo, que componían una pequeña cruz de su alma[12].
Se volvió a descubrir el Dios Niño y a consolar a Bernardo con todos los cariños amantes que había empezado a experimentar. Cuánto fue el gozo de su espíritu, viendo de nuevo al amorosísimo Jesús, que le colmaba de ternuras, consuelos y delicias en la comunión, oración y demás ejercicios espirituales, se deja conocer bastantemente. Se deshacía en lágrimas, ternuras, coloquios y delicias del cielo: juzgaba el novicio que estaba ya en la gloria y repetía amante: le cogí y no le dejaré[13]. Pero su pequeño espíritu aún era más novicio en esta vida sobrenatural que en la del noviciado. Todos estos consuelos que le comunicaba el Dios Niño eran para disponerle a padecer más por su amor. Y casi desde los principios del año de 1727 hasta el santo tiempo de Cuaresma se alternaron los favores del Señor, con los desamparos, sequedad y algunas pequeñas tribulaciones interiores, que sólo eran preanuncios de las terribilísimas penas que habían de purificar el espíritu de Bernardo.
Cuando llegó la Cuaresma de este año, ya el Señor había fortalecido más el espíritu de su novicio, y así le probó con otras penas más terribles que la privación de los consuelos. En pocas palabras escribió Bernardo esta tribulación, muy agradecido al Señor, que con ella le favorecía. Después de insinuar los singulares favores con que Dios le consolaba, dice:
“no tengo por menor favor, que en algún modo ha querido el dulce Jesús hacerme partícipe de su cruz: de esto no diré sino que, desde el Miércoles de Ceniza hasta el Viernes Santo, padecí vehementísimas tentaciones de rabias, furias, desesperación contra la fe, contra las santas imágenes, blasfemias, y una tentación de impureza que fue la que más me afligió. Se llegaron a estas tentaciones unos dolores de cuerpo agudísimos a mi parecer, son como los que el Padre Godínez[14] llama purificación de espíritu”.
Hasta aquí Bernardo, que compendió en breves palabras las terribilísimas penas que padeció por este tiempo. Mas porque en el discurso de esta historia será preciso descubrir las terribles batallas interiores que venció, las reservo para lugar más oportuno. Pues cuanto hemos visto de favores y penas hasta ahora, no es más que un pequeño indicio de lo que el Señor había de obrar en esta alma dichosa.
No obstante, como en la cuaresma del año 1727 y mucho más en la de 1728, padeció terribilísimos trabajos el novicio, fueron también inexplicables los consuelos, gracias y favores con que el Señor premiaba las victorias de su siervo. El Viernes Santo a la misma hora que el Alma santísima de Cristo bajó triunfante y gloriosa al Limbo de los Santos Padres, sintió Bernardo que desaparecían las espantosas tinieblas en que había estado sepultado su espíritu. Empezó a gozar la serenidad, paz y consuelo, que eran preanuncios de más celestiales favores. Lo que más había (a)congojado el corazón afligido de Bernardo todo el tiempo del desamparo, oscuridad y tentaciones, era temer no hubiese cometido alguna culpa. Por esta causa fue muy singular el gozo que tuvo en la oración de la mañana del alegre día de la Resurrección del Señor. Pues le aseguró su Majestad que no le había ofendido y que había salido victorioso contra el demonio en los terribles asaltos que le había dado en todo aquel tiempo. Estando dando gracias después de comulgar, entre los regalos que insinúa Bernardo, le dijo el Señor: “ámame, que todo soy amable”. Hicieron tal impresión estas palabras en su espíritu, que le suspendieron y dieron a gozar cosas indecibles, como él se explica. Fueron las primeras con que le habló el Señor, y produjeron tan admirables efectos en su alma que siempre que le venían a la memoria, le abrasaban todo en el divino amor. En esta primera habla interior le dio el Señor también discreción[15] para conocer las hablas de su Majestad, y las que el mal espíritu o la imaginación caliente con su natural viveza, o con algún favor del cielo, que pasó puede formar por sí misma. Aquélla, dice, se conoce por los admirables efectos que causa, que son, entre otros, un abrasado amor de Dios; ésta, porque no causa más efecto que una cosa soñada.
Desde este feliz día de la resurrección del Señor, apenas hubo alguno en toda la vida de este dichoso novicio, que no recibiese particularísimos favores del cielo, como veremos. Pues los tiempos que interrumpían los favores sensibles, los desamparos que padeció, eran para el espíritu sólido de Bernardo gracias no menos estimables. El día de la Ascensión, contemplando el regocijo que habría en el cielo cuando subió a él el Señor, se sintió tan inflamado que le parecía se acababa su vida dulcemente: desfallecía su alma con celestiales dulzuras que no podía explicar. Le dio a entender el Señor que todos sus gozos, que le parecían incomprensibles, no eran más que una gota de los océanos de gloria que había este día en los cielos. Algunos días antes de la festividad fogosísima de la Venida del Espíritu Santo le dio el Señor grandes deseos de recibir al Divino Espíritu, juntos con una particular luz de su indignidad. Ésta no le desalentaba, y se valió de la poderosa intercesión de su dulce Madre María Santísima, a quien no se niega lo que pide, como decía Bernardo.
“La víspera de la festividad, estando en oración por la mañana, fueron tales los ímpetus y saetas de amor, que cuando venía alguno de estos ímpetus, parece se deshacía el alma, abrasándola en fuego de amor. El cuerpo quedaba como desmayado y, aunque la herida que causan estos ímpetus es en lo profundo del alma, participa el cuerpo bastantemente”.
Estas son algunas palabras del novicio.
Al tiempo de comulgar vino sobre su alma el Espíritu Santo. Pero le dio a entender el Señor, al mismo tiempo, que este singular favor era para consolar, animar y fortalecer su alma, que había de entrar en batalla contra el infierno, con tentaciones y desamparos. Le dejó esta gracia grande conocimiento y confusión de su nada, indignidad y miseria para recibir tal huésped. Como tan bien instruido con las luces y fuego del Espíritu Santo pone los efectos que causó en su alma.
“Lo primero, experimenté una unión más subida y estrecha que la de antes, mayores dulzuras, mayores luces, mayores favores y deseos de padecer”.
Ahora le mostró el Señor por visión imaginaria dos ferocísimos demonios con el símbolo de dos perros grandes como Alanos con las fauces abiertas que, en la fogosidad de su furiosa rabia, parece venían a despedazarle. A esta visión imaginaria acompañó otra intelectual con que conoció la terrible batalla que le esperaba con el infierno todo, y que empezaría el día después de la octava de Corpus[16] a 4 de junio. Profecía que se cumplió puntualmente como veremos. Los tres días de la Venida del Espíritu Santo fueron más continuados los ímpetus, dulzuras y desfallecimientos de su espíritu. Le dio el Señor estos días una gracia infinitamente estimable, que le duró toda la vida. Fue una continua unión con su Majestad en la parte superior de su espíritu, de suerte que en las cosas exteriores y aun en aquellas, a que se aplica intensamente el entendimiento, gozaba las mismas dulzuras que en la oración más retirada y fervorosa.
“Parece que está dividida el alma, y que hay un entendimiento para tratar y habitar en el cielo y otro para tratar y habitar en la tierra”.
Le previno el Señor más particularmente para el tiempo del desamparo con singularísimos favores, con locuciones frecuentes y regaladas, pero intelectuales; pues sola una vez oyó palabras con los oídos materiales. Le descubría lo que había de padecer, y le consolaba prometiéndole su favor y el de los Santos sus devotos, principalmente de la esclarecida virgen Sta. María Magdalena de Pazzi[17]. Le dio el Señor a esta Santa por especialísima abogada en los desamparos y tentaciones, por la grande semejanza que los trabajos interiores de Bernardo tenían con los que padeció esta paciente y amante esposa de Jesús. Pero el favor más provechoso y estimable que le hizo el Señor en este tiempo, fue darle por sí mismo unos medios muy eficaces contra las tentaciones del desamparo. Las escribió como las copio en este lugar, y dicen así:
Medios contra tentaciones dados por Jesucristo.
“Nunca en las tentaciones te muestres sin ánimo; pues no quiere otra cosa tu enemigo para hacerte más guerra. Cuando quisiere impedirte recibirme en la Eucaristía, haz lo que otras veces: que es ir a pedir al superior te mande comulgar, como lo hacía mi sierva (esto es Sta. Magdalena de Pazzi, a quien la Virgen María dio este mismo medio contra esta tentación), y aunque no me sientas en tu corazón cuando me recibas, te he de fortalecer y animar mucho.
Cuando se halle tu parte inferior alborotada (lo cual hace el demonio) no hagas fuerza por hacer con mucho afecto los actos contrarios a las tentaciones, sino con quietud o vocalmente; porque tú quisieras entonces tener el sentimiento que ahora te doy, pero no le hallarás.
Procura que la parte superior de tu alma esté siempre en mí, aunque no lo sentirás.
En las tentaciones torpes, no hay más que paciencia; pues, aunque acudieres a mí, te parecerá no me hallas, mas acude como pudieres. Cuando te halles más libre de esta tentación, renueva el voto de castidad, y pídeme a mí y a mi Madre te ayudemos, y haz todos los actos de aborrecimiento que pudieres.
En las tentaciones de desesperación observa lo dicho, cuando te hallares en lo más fuerte de ella (quiero yo darme más a entender: y así digo que en esto entendí del Señor que, en lo más fuerte de las tentaciones, no me fatigase, sino que tuviese paciencia, y que después hiciese lo que ahora diré; aunque en medio de la tentación no había de dejar los afectos, pero con sosiego) y después acógete a mí, y haz los actos contrarios.
En las tentaciones de blasfemias, que te parecerá dices contra mí, contra mi Madre y Santos, no te inquietes; pues no me ofendes en eso, antes me agradas; porque procuras resistir al enemigo, que te las sugiere; pero procura decir lo contrario con la boca, pues aunque te parezca lo dices de cumplimiento, lo dices de corazón.
En fin, en todas las tentaciones procura desafiar al demonio con ánimo; y no te turbes, pues no quiere él más para persuadirte has consentido en todas sus sugestiones, y de aquí llevarte a la desesperación.
En tus tristezas no hallarás consuelo, sino en aquel que te he prometido (es a saber que antes me había ya el Señor prometido por único consuelo en el desamparo a mi Padre espiritual, y este es de quien me dijo el Señor ahora estas palabras); porque si no me retirase yo, esto es, si te dejase los sentimientos que ahora tienes, no tendrías qué ofrecerme.
Ya te he ofrecido mi ayuda, la de mi Madre y Santos tus devotos.
Hasta aquí las inteligencias que en este día me comunicó el Señor, las cuales me animaron en gran manera[18], y en el desamparo me han servido de mucho.
Lo que le consoló indeciblemente fue una celestial visita que tuvo el día de la octava de Corpus, después de haber comulgado, de la soberana Emperatriz de los cielos María Santísima, su dulce Madre. Le habló esta amabilísima Señora para animarle a padecer, y le dijo:
“que este era el camino por donde había llevado el Eterno Padre a su santísimo Hijo, y que esta probación, –esto es, el desamparo que me esperaba–, era para que mostrase mi amor y su Divino Hijo se uniese más conmigo. Lenguas de serafines necesitaba para poder explicar lo que aquí pasó por mi alma”.
El principal efecto de este singular favor de María Santísima fue dejarle grandes deseos de padecer, viendo que esta era la voluntad del Señor. Efectivamente, padeció en grado más intenso todo el conjunto de penas, tentaciones y desamparos que insinuamos antes, y será preciso repetir después. Lo que se debe admirar como eficaz prueba del espíritu del Padre Bernardo, es que empezó y se acabó este tiempo de terrible probación el mismo día y a la misma hora que había profetizado. Empezó un viernes a cuatro de junio y cesó a ocho del julio siguiente[19].