Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(III)

Hace el Novicio Votos del Bienio,
y singularísimos favores que recibe en este tiempo

Los desamparos y terribles tentaciones que padeció Bernardo en esta ocasión, fueron para purificar su alma, y disponerla a la estrecha unión con Dios por medio de los votos religiosos. Todas las tribulaciones pasadas terminaron en un favor muy particular. Entre las amorosas delicias que siguieron al desamparo, conoció el novicio (que) había salido vencedor en todo del demonio. Y como ya su espíritu iba cobrando aliento y amorosa familiaridad con el Señor amante, que tanto le favorecía, se atrevió a quejarse amorosamente, como en otro tiempo y en semejante caso la regalada esposa de Jesús, Santa Catalina de Sena. Se quejó, amante, diciéndole:

“¿dónde habéis estado, Jesús, dulce amor mío, todo este tiempo? Y oyó en lo interior estas amorosas palabras: «Ya te dije que estaría en tu corazón, y así en él he estado». Me las dijo el Señor con mucho amor”.

Entró en los ejercicios, que preceden siempre al día felicísimo de los votos del bienio. Fueron sólo tres días, porque habían precedido poco antes los ocho días de ejercicios, que hace todo el noviciado para la renovación, que acostumbra la Compañía (en) el día de los Príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. En los tres días de sus ejercicios hizo el Señor singularísimos favores al novicio. Mas como fueron mayores al tiempo de hacer los votos y después de haberlos hecho, basta decir algunos de este tiempo feliz para su alma.

Llegó el día 12 de julio, en que Bernardo, habiendo satisfecho excelentemente a todas las pruebas y experiencias de su noviciado, había de consagrarse en perfecto holocausto al Señor con los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, que le hacían perfectamente religioso. Se dispuso con los fervores que le inspiró el Señor y con los ejercicios de humillación y penitencia, para lo que pudo conseguir licencia de su maestro de novicios. Todos los tres días practicó con singular espíritu las humillaciones acostumbradas en el refectorio y en la quiete. Tomó rigurosas disciplinas, usó el cilicio, puso en la cama una tabla nudosa[4], que la endureciese más sobre la mucha dureza que tiene siempre un pobre y delgado colchoncillo, a que se reduce la cama más regalada de nuestros novicios.

Estos y semejantes pequeños esfuerzos practicaba Bernardo para disponerse a la función sagrada de sus votos. Pero el amabilísimo Jesús, empeñado ya declaradamente en favorecer a su siervo, dispuso el corazón del novicio con todos aquellos amantes ardores que necesitaba para hacer su sacrificio y para recibir al Señor, que se los comunicaba tan amoroso.

“Al empezar a leer la fórmula de los votos vi en la Sagrada Eucaristía al mismo Jesucristo, que me oía, como Juez en su trono, muy afable. Quedé al principio como fuera de mí, al ver tan gran Majestad, mas no fue tanto que se conociese en lo exterior. Le vi venir y entrar en mi dichosa boca: causó mayor reverencia amorosa, y amor reverente al verle entrar y estar en mi lengua. Después que pasó la Sagrada Forma, me dijo el Señor estas palabras intelectuales: desde hoy me uno más estrechamente contigo por el amor que te tengo”.

Hasta aquí Bernardo, quien dice, que las palabras con que le habló el Señor fueron intelectuales; porque esta fue, según afirma, la primera visión intelectual que tuvo, a la que se siguió también locución intelectual en aquel divino idioma, que sólo entiende el que recibe del Señor tal favor y su inteligencia. El mismo día que tanto favoreció a Bernardo el Hijo divino de María Santísima, esta celestial Reina quiso regalar también a su fiel siervo. Se le apareció llena de hermosura y majestad, acompañada de las dos esclarecidas vírgenes del Carmelo: Santa Teresa de Jesús y Santa María Magdalena de Pazzi, sus especiales devotas. Le regaló mucho María Santísima, y las dos vírgenes seráficas le hablaron en celestial idioma, diciéndole que siempre le serían propicias y como Patronas.

Cómo estas prodigiosas Santas cumplieron la promesa de ser especiales Patronas de todos los pasos dificultosos de la vida de Bernardo, veremos en adelante muchas veces. Ahora la oferta de las dos Santas confirmó el Señor mismo en una de las muchas apariciones por este tiempo, que por ser semejantes a la primera es forzoso omitir. Como este joven se vio tan frecuentemente favorecido con regaladas visitas del Señor, de su Madre Santísima y de los Santos, empezó a temer no fuesen ilusiones del demonio o fantasías de su imaginación los que tenía por favores sobrenaturales.

Se hallaba afligido con este humilde pensamiento, cuando le sosegó el Señor y le dijo:

“Santa Teresa y Santa María Magdalena de Pazzi te serán especiales Patronas en este punto”.

Sosegaron estas divinas palabras su espíritu; pero lo que le apartaba todos los temores eran los sentimientos, dulzuras y peregrinos accidentes del cielo, que experimentaba siempre que le favorecía el Señor.

Sin querer explicarlos, los explica con una pluma inflamada en los ardores seráficos del amor divino:

“Me ha parecido no detenerme aquí en explicar las dulzuras y suavidades que en el alma pasan siempre que recibe algún favor (aunque siempre que está unida a Dios las experimenta grandes) y por esta causa no digo otra cosa de lo que este día gocé; como también, porque si quisiera decir alguna cosa de lo que pasa entre el alma y su esposo, me dilatara mucho, y al fin no pudiera decir algo según lo que ello es en sí; pues son tales las finezas de amor que este amorosísimo Señor hace a las almas que no son creíbles, sino al que por experiencia lo conociere.

Es un destello de la gloria; es una cosa divina; es un beber de aquellos vinos que, cuando embriagan más, más hábil dejan el alma: es una celestial locura, es un santo desatino, es una cosa sobre las que el no experimentado puede penetrar; y, en fin, es estar el alma gozando de aquellos divinos pechos, recreándose en los brazos de su amado, como uno que, abochornado del mucho calor se echa a la sombra de un árbol; es un deshacerse suavemente, derretirse, abrasarse, encenderse y consumirse, sin acabar, en llamas de amor. Y todos los favores que se pueden decir o explicar, son menos de lo que interiormente pasa.

¡Oh dulcísimo, amabilísimo, amantísimo, suavísimo e infinito esposo y señor de mi alma! Esposo os llamo, Señor; pues vos permitís a una vil criatura como yo estos arrojos de amor. Esposo os llamo y llamaré: ¡Oh (vuelvo a decir) si conociesen los hombres, dejo aparte quien sois Vos, mas por lo menos lo que pierden por ofenderos, qué de otra manera procederían! ¡Divino esposo! No se qué hago, qué digo, ni qué escribo, y no me salgo del propósito; pero permitid que os diga que Vos tenéis la culpa y sois la causa, por llenarme ahora de tales consuelos que me ponen como loco; y pues Vos sois la causa, retiraos un poco, amoroso dueño, y no me hagáis salir del propósito, que es poner aquí alguna generalidad de lo que a mi alma, movido de vuestra bondad, ofrecéis”.

Hasta aquí este feliz joven, cuyas extáticas expresiones no pueden salir de alma que no esté penetrada del amor divino y de pluma no inspirada del Espíritu Santo. En otras muchas ocasiones, de estos principios de su vida extática se esfuerza a querer explicar los gozos, consuelos, delicias, deliquios y finísimos amores, con que se regalaba, derretía y consumía su espíritu. Pero en una de ellas concluye con las palabras del Apóstol: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó ni cabe en entendimiento humano lo que Dios ha preparado para los que le aman”.

Alternaban, digámoslo así, el Hijo divino y la celestial Madre sus regaladas visitas y favores a su amante siervo. La soberana Reina de los cielos quiso ser, por especial título, su dulce Madre todo este mes de agosto. Porque en la devotísima costumbre de nuestra Compañía de tomar los Santos de mes, tocó por suerte a Bernardo la Asunción de Nuestra Señora.

En la oración de la tarde del día primero de este mes daba gracias a María Santísima de la dichosa suerte que le había tocado, y la pedía se dignase tomarle bajo su patrocinio, como también (a) otras dos personas.

“A este tiempo me pareció que nos recibía esta Señora bajo su protección por un modo tal que, sin ser visión o habla, quedé muy cierto, con grandes dulzuras, suavidades y consuelos. Con estos regalos quería también empeñar la Santísima Virgen a su siervo, a que procurase, según su estado, dilatar cuanto pudiese su devoción: y así le dijo el día ocho de este mes, que no dejase de hacer todo lo que condujese a su devoción”.

Pero el día de la Asunción triunfante de María Santísima a los cielos le favorecieron a competencia el Hijo divino y la celestial Madre. En el santo Sacrificio de la Misa, cuando esperaba la infinita dicha de recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, se halló en una muy estrecha unión con el Señor; suspensas divinamente las potencias y sin uso alguno los sentidos, gozó las delicias y consuelos inexplicables que quedan insinuados.

Después de comulgar tuvo la visión intelectual con que Jesús le favorecía frecuentemente en aquel tiempo y, hablándole amorosamente el Señor, le dijo:

“lo que hoy has gozado es algo de lo que hubo en el cielo cuando entró en él mi Madre. Todo lo que me pidieres por su medio, no dudes que lo alcanzarás, si es gloria mía”.

En esta ocasión entendió muchas maravillas de las excelencias de María Santísima.

Estos favores dejaron todo el día el alma de Bernardo con aquellos ardores de amor, que le encendieron las luces de la comunión sagrada. Quiso por la tarde avivarlos más con un rato largo de oración. Estaba en ella del todo extático y arrebatado recibiendo celestiales luces de las grandezas de María Santísima, cuando vio por visión intelectual a la Reina gloriosísima de los cielos, acompañada de las dos vírgenes Teresa y Magdalena de Pazzi. Los gozos de esta visita fueron inexplicables, y el efecto o fruto de ella muy sólido.

Había ido el joven a su oración con el fin piadoso de renovar la carta de esclavitud, que había hecho en una de las festividades de Nuestra Señora y acostumbraba renovar, amante y fervoroso, en todas. Parece que la soberana Reina de los cielos con esta visita quería (digámoslo así) tener anticipado el gusto de la oferta de su fiel siervo y esclavo. Porque luego que Bernardo vio a la celestial Señora, sin saber cómo, se halló su alma movida a ofrecerse en aquel momento por su humilde esclavo.

“Esto era para lo que me visitaba esta Señora, según entendí”.

Se ofreció por esclavo de María Santísima; pero con un idioma divino, que sólo hablan y entienden los ángeles o los hombres angélicos, con aquellas expresivas cifras, que no puedo decir, dice. Y esforzándose a explicar el modo con que hizo su oferta, se explica con el símil de las locuciones intelectuales, con que el Señor se da a entender a las almas. Verdad es que su humildad le compelió a hacer este prefacio humilde: “aunque no sé si es desatino, pero me parece que no”. Conoció que la soberana Reina le admitía benigna y amorosamente por su esclavo y, dejándole absorto en dulzuras, desapareció la visión de nuestra Señora y de las dos Santas.

A tan soberanos favores de Cristo Señor nuestro y de María Santísima eran consiguientes otros de los ángeles que componen la corte de su Rey soberano y su celestial Reina. Estando para comulgar el día de San Bernardo, tuvo la misma visión del Señor en el Santísimo Sacramento, la cual se repetía casi todos los días de comunión, como nos asegura el dichoso joven:

“Vi a su Majestad muy claramente y toda la capilla del Noviciado llena de ángeles en gran número, que adoraban al Señor de ángeles y hombres. Quedé como espantado de tanta gloria, y cuanto más me iba acercando al sacerdote al tiempo de comulgar, crecía más el temor reverente, que en mi alma había”.

Fueron las suavidades de este día tan copiosas en el espíritu de Bernardo, que le hacían prorrumpir en estas extáticas expresiones:

“¡Oh divino Dueño, que me abraso en vivas llamas de amor! Consúmeme con tu amor. ¡Oh si me concedieras morir de esta enfermedad! En verdad, que esta mañana eran tantas vuestras suavidades y delicias, que si Vos, ¡oh amabilísimo esposo! no lo impidieras, no dejaría de apartarse el alma del cuerpo. Señor, detened tantas suavidades, porque me haréis decir locuras de amor”.

Estas amorosísimas delicias causaban en el espíritu de Bernardo las amantes ansias de recibir la sagrada Eucaristía que se pueden pensar. No obstante, se descubrían en su espíritu otros efectos más sólidos que las delicias mismas. Estos eran una humilde resignación a la voluntad del Señor. Deseaba con ansias comulgar un día que, por ser inmediato a otra comunión del noviciado, pendía del arbitrio del Superior que los novicios comulgasen. Dispuso el Superior se omitiese la segunda comunión por tan inmediata a la primera.

Apenas supo Bernardo esta orden, cuando, aunque abrasado en ansias de comulgar, se resignó perfectamente y dijo, amante, al Señor:

“¿Qué sacaría yo de comulgar, si no es vuestra voluntad?; y así, ni por pensamiento quiero otra cosa que lo que Vos queréis”.

Agradó tanto al Señor esta indiferencia de su siervo que, comulgando espiritualmente en la Misa, le dijo:

“más me agrado de tu indiferencia que de que me recibieses”.

Estas palabras divinas imprimieron en su alma grande afecto a esta virtud, que consiguió en el grado eminente, que veremos.

El día del esclarecido doctor de la Iglesia San Agustín empezó el Señor a prevenirle para los grandes trabajos, tentaciones y desamparos que le esperaban.

“Goza ahora, le dijo su Majestad, que de esto mismo se valdrá tu adversario para hacerte guerra”.

Las palabras “goza ahora” significaban los singulares favores que inmediatamente quería hacerle el Señor.

Y así al tiempo de oír Misa vio innumerables ángeles, que asistían al altar y al sacerdote; cuando llegó este a decir las santas palabras: Domine non sum dignus, etc., oyó Bernardo a uno de aquellos celestiales espíritus, que decía con profunda reverencia: “si nosotros no somos dignos, cómo lo serán los mortales”. Se repitió la misma visión el día de la Degollación del Bautista;  y oyó, sin oír, como él se explica, a los ángeles que entonaban el sagrado motete: Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Santo, Santo, Santo, Señor Dios de poder y fortaleza. Entre la multitud de ángeles que veía, distinguió en particular a su santo ángel de guarda, que se le mostró muy afable y benigno, y oyó que le decía el Señor: “A este te he entregado que será tu defensor”.

Concluiré este capítulo con el singularísimo favor que el Señor hizo a su siervo el día 30 de agosto. Salían los novicios la mañana de este día al campo y caminaban teniendo su hora de oración y procurando elevar todo su corazón al cielo, mientras pisaban sus pasos en la tierra. Lo consiguió Bernardo de un modo maravilloso, porque levantando una vez los ojos al cielo, donde buscaba a su amado, sintió que este amabilísimo Señor le disparaba una flecha de su divino amor mucho más activa y penetrante que cuantas había experimentado hasta entonces.

“Con la luz que al tiempo de mirar al cielo se me comunicó, se encendió tanto el alma en deseos de unirse con su amado, que parecía quería salirse del cuerpo, o por mejor decir, llevarle también tras sí; y cierto lo temí según la fuerza de mi espíritu, que me parece me hallaba tan ligero que casi no faltaba cosa. Otro ímpetu como este me dio también en tiempo que iba andando, y no sé cómo no me sucedió cosa exterior”.

Hasta aquí las palabras de Bernardo y alguno de los muchos favores que le comunicaba el Señor en este tiempo. Estos no eran tan estériles ni pasajeros. Dejaban en el alma del joven los sólidos efectos, fructuosas doctrinas y especiales luces, que se omiten ahora por no interrumpir la narración. Al recibir este último favor, le enseñó su divino Maestro Jesús una excelente doctrina sobre los ímpetus de amor que sienten las almas en los favores sobrenaturales, y los explica con el magisterio divino que después veremos.



Sentimientos y favores que el Señor,
María Santísima, y los Santos Ángeles
hicieron al Novicio en los últimos ejercicios
que tuvo en Villagarcía.

Si en todos tiempos gozaba el Hermano Bernardo singulares favores de Dios, empeñado en regalar a su siervo, fueron más particulares en los ejercicios, que se acostumbran en nuestra Compañía. Los que ahora hizo con todos sus connovicios por preparación para salir del noviciado a estudiar la Filosofía, fueron señalados con particulares favores del Señor.

Después de la sagrada Comunión del día primero de ejercicios se repitió el favor ya ordinario de ver con visión intelectual a Cristo Señor nuestro en el augustísimo Sacramento, cercado de innumerables ángeles. Distinguió entre todos los espíritus angélicos al santo Ángel de su guarda y le vio por visión intelectual a su lado derecho, dándole a entender el Señor que esta visión y asistencia de su santo Ángel le sería en adelante muy familiar y frecuente. Lo fue tanto, que casi no le perdió de vista en los ocho días de ejercicios más que el tiempo que tomaba la naturaleza para el sueño.

Servía la asistencia y visión del Ángel de la guarda al Hermano Bernardo de celestial estímulo para adorar y amar al augustísimo Sacramento del altar y a María Santísima; pues cuando el Novicio saludaba y adoraba alguna imagen de Nuestra Señora, veía al santo Ángel hacer profunda reverencia a la misma Reina de los cielos. Al ponerse de rodillas delante del Santísimo Sacramento, oyó una voz que le infundía respeto, amor y reverencia y ternura inexplicable diciéndole: “Este Señor es el Rey de los ángeles”. Fue necesario que cesase la visión del Ángel para poder entregarse al sueño; pues los inflamados coloquios con este celestial espíritu le detenían en una vigilia gustosísima.

Apenas despertó Bernardo el día segundo de los ejercicios cuando vio al Ángel en la misma forma; pero esta visión tan deliciosa no le impedía aplicarse a las meditaciones temerosas de las postrimerías. Pensaba con profunda penetración en la gravedad del pecado mortal cuando, espantado de la fealdad de este monstruo más feo que todos los espíritus infernales, exclamó diciendo que quisiera padecer mil infiernos, antes que cometer uno solo; oyó al mismo tiempo una voz del Señor que le dijo: “Cuantas veces pecan los hombres, cuanto es de su parte, me vuelven a crucificar”: sentencia que el Apóstol intima a los Hebreos.

A la vista de la gravedad del pecado se deshacía en inflamados afectos de dolor y amor, viendo –dice– que el Señor hacía tales favores a quien había merecido el infierno. Cuanto más se humillaba y (se) reconocía reo de los castigos del pecado, más le favorecía el Señor llenándole de unos seráficos ardores, que en parte se comunicaban al cuerpo con unas como llamas de fuego, que le encendían de tal suerte, que se abrasaba, aunque dulce y deliciosísimamente. La visión del santo Ángel mantenía a Bernardo en un grande recogimiento interior, aun en las acciones exteriores, y le sentía presente con la familiaridad de amigo y compañero.

Meditando el tercer día en la muerte y en la circunstancia de ser cierta, sintió un grande gozo y unas ansias de morirse, aunque resignadas. Decía al Señor que no quería vivir ni morir, sino que se hiciese su santísima Voluntad; mas, que si fuese voluntad divina que luego muriese, no podría tener noticia de mayor gusto; y exclamaba con el Apóstol:

“¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte, oh mortalidad? ¡Oh Señor! ¡Oh Amor! ¡Oh Dueño! ¡Cuán dulce es para mí tu recuerdo, oh muerte! Volvía a repetir los actos de resignación con la voluntad de Dios, aunque a veces ponéis en tal extremo a mi alma amante, que puedo decir con Santa Teresa:

Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero”.

Con estos y semejantes afectos de amorosas ansias de morir y verse con su amado se encendió de suerte el espíritu de Bernardo, que temió se descubriese el incendio por algunos extremos ruidosos. Quiso el Señor que no sucediese cosa exterior visible: pues, aunque se vio obligado, por desahogar el fuego de su corazón que le abrasaba, (a) prorrumpir en algunos extraños ademanes, como desabrochar aceleradamente el pecho y casi correr, arrojando algunos afectos inflamados, fue donde no pudo ser visto.

“El Señor quiera, escribe en un papel, sea siempre así, y no darme cosa exterior, sino lo que fuere su gloria y desprecio mío”.

Estas dos palabras: gloria de Dios y desprecio suyo, que deseaba Bernardo en todos sus favores, aseguran la solidez de los que recibía. Continuaba la visión del Ángel, y entre mil coloquios y ternuras con que le hablaba, dirigidas al Señor, que le traía muerto de amor, era frecuente decirle: “si encontrareis al que ama mi alma, decidle que me muero de amor”.

En el día cuarto se halló tan espantado con la terrible consideración del Juicio particular que, no obstante la fortaleza que comunicaba a Bernardo su santo Ángel, se veía obligado a exclamar: “¿Quién me dará que me escondas en lo profundo del infierno, hasta que pase tu justísimo furor?” Preguntaba a su benignísimo Señor ¿cuál era la causa de poner su serenísimo rostro, que alegra al cielo y tierra, tan airado y severo? A esta pregunta le respondió en lo interior del alma el mismo Señor: “La malicia del pecado”: Palabras que le dieron copiosa materia para engolfarse en la contemplación del atributo de la divina Justicia.

Las luces sobrenaturales que recibía sobre la terribilidad de la Justicia de Dios, le contristaba(n) y (a)congojaba(n) hasta hacer que temblase materialmente todo el cuerpo. Pero lo que contristaba el espíritu de Bernardo más que el infierno y la pérdida de la gloria, era ver todavía el amorosísimo semblante de Jesús tan severo y airado.

“Paréceme que de buena gana estaría padeciendo en el infierno, como decía el Santo Job, mientras pasase su furor”.

Al fin de este día de ejercicios le consoló el Señor, comunicándole muchos dulces sentimientos de su infinita misericordia, que tantas veces había ya experimentado en la variedad de favores que le había hecho.

Los días quinto, sexto y séptimo de ejercicios se continuaron los sentimientos y favores, según las circunstancias, que ocurrían en el espíritu de Bernardo. Recelando si la visión del Ángel de la guarda sería verdadera o falsa, oyó una voz interior del mismo, que le aseguró diciendo: “Yo soy el que te acompaño y no dudes”. Con estas palabras quedó sumamente sosegado.

Se aumentó el consuelo con la sagrada Comunión del quinto día, en que gozó la visión del Señor y de muchos ángeles, distinguiendo en particular al de su guarda. Conoció ahora lo que le había de suceder algunos meses después: pues, admirándose de la dignación del Señor en comunicarle tan inexplicables favores, entendió que se los daba el Señor

“porque todo sería necesario para pelear con el enemigo en el desamparo que me espera, aunque no muy cercano, el cual será bien penoso, al paso que los favores han sido más regalados, y entendí que, de estos mismos favores que el Señor me hace, se ha de valer y tomar armas el demonio para hacerme mayor guerra. Entendí juntamente aquellas palabras, no sé si de San Pablo: «En Cristo sufrirá persecución»”.

Todo esto entendió al mismo tiempo que estaba regalándose con la visión y de su Rey, que había recibido en la Sagrada Eucaristía. Oyó una voz de los ángeles mismos, que le decían: “este es el tiempo más feliz que tienen los mortales, es a saber, cuando el Señor está sacramentado en su pecho”.

Quedó con estos favores y singularmente con los que le comunicó el Santísimo Sacramento, en un amoroso deliquio y éxtasis maravilloso; en el cual, dice:

“quedé como desmayado, y las manos se caían como muertas, y todo el cuerpo quedó como frío y sin sentido en lo exterior, y todo el interior estuvo en una altísima oración”.

En la contemplación del día séptimo le manifestó el Señor algo de la Majestad con que los ángeles y santos bajarán del cielo al valle de Josafat, y tuvo notables sentimientos del gozo de los santos al oír la sentencia: “Venid benditos de mi padre”.

El día siete de septiembre, último de los ejercicios del noviciado, corrió por cuenta de la soberana Reina de los cielos María Santísima instruir y favorecer al Hermano Bernardo. Rezaba este día el Rosario con particularísimo afecto y devoción. Al decir, después del primer decenario, las devotísimas palabras con que según estilo de los novicios se saluda a María Santísima, diciéndola: “Ave filia Dei Patris, etc.”, vio cerca de sí en el aire a la soberana Reina de los serafines, cercada de innumerables ángeles. Esta visión maravillosa le ocasionó un éxtasis que le impedía proseguir la pronunciación de las palabras y le hizo atento a un celestial cántico que cantaban los ángeles, y eran algunas palabras de la antífona de la Natividad de nuestra Señora: “Tu nacimiento fue anuncio gozoso para todo el mundo”; esta melodía de los espíritus angélicos embargó los sentidos a Bernardo de suerte que por entonces le fue imposible concluir la oración vocal del Santo Rosario.

En los fervores y afectos de la oración de esta misma tarde repetía con el amor posible las palabras: Ave, filia Dei Patris; oyó entonces en lo interior del alma una celestial voz que le decía: “Hijo mío, mucho me agradas en esto; ten en tu corazón estas palabras, que son un compendio de mis alabanzas”.

“A esta locución soberana se siguió una maravillosa inteligencia de que las palabras Ave filia, etc., eran compendio de las alabanzas de la Reina del cielo; se me explicaron así, aunque lo diré en general, por no detenerme”.

Ave, Filia Dei Patris: ‘Dios te salve, hija de Dios Padre’ es grande alabanza de la Virgen María, porque no sólo fue Hija de Dios como todos los hombres, sino que fue la primogénita y la más querida de todas las otras criaturas. Ave, Mater Dei Filii. ‘Salve Madre del Hijo de Dios’ ya se ve: pues no puede tener mayor dignidad cualquiera pura criatura, y porque en algún modo mereció esta dignidad más que todas las criaturas. Ave, Sponsa Spiritus Sancti, ‘Salve esposa del Espíritu Santo’, porque así como fue la primogénita en la mente del Padre, así fue la primera esposa del Espíritu Santo, la más querida y más amada, en quien se lograron de lleno sus inspiraciones. Ave, Templum et Sacrarium totius beatísimae Trinitatis. ‘Dios te salve templo de la Trinidad, santuario beatísimo’: porque su sagrado vientre fue el templo que se halló más digno de que en él estuviese nueve meses toda la Santísima Trinidad por estar en él la segunda Persona, que es el Verbo. Ave, Virgo purissima: ‘Dios te salve Virgen pura’: porque fue la criatura más pura, y la primera que con voto consagró a Dios su virginidad. Concepta sine labe peccati originalis: porque fue exenta y preservada de la común culpa; gracia que no se ha concedido a otra pura criatura, pues, aunque San Juan fue santificado en el vientre de su madre, María Santísima lo fue en el primer instante de su ser natural; de suerte que primero vivió a la gracia, que a la naturaleza. Aquí pasaron cosas inexplicables”.

Semejantes favores a los referidos, gozó Bernardo en la sagrada Comunión del día de la Natividad de la Emperatriz de los cielos. Vio, al tiempo de comulgar en la capilla del noviciado, los ángeles de guarda de sus connovicios, que cercaban al sacerdote cuando los comulgaba y adoraban a su Rey sacramentado. Oyó unas amorosas palabras del Señor, que le decía: “Ayer te visitó mi Madre, hoy te visito yo; siempre serás mío y Yo tuyo, si no me dejas”.

El santo ángel de su guarda, que le había hecho dulce compañía todo el tiempo de los ejercicios, se le ocultó diciendo: “Contigo me quedo, siempre te seré muy familiar”. Desapareció el ángel y de esta suerte se cumplió puntualmente la promesa de que la asistencia intelectualmente le duraría solo el tiempo de ejercicios. Quedó como en una soledad interior sin la vista del santo ángel;

“pero con tal contento como si no hubiera cesado la visión; pues no tengo deseo de otra cosa, sino de que se cumpla en mí la voluntad divina, porque ¿de qué me serviría aun estar en el cielo (supongo este imposible) si no era la voluntad de Dios?”

En otra de las comuniones siguientes se le mostró una multitud de santos ángeles, entre quien vio y conoció al capitán de todos, San Miguel Arcángel: este Príncipe supremo, de quien Bernardo fue devotísimo, le dijo ahora lo que cumplió benignísimamente después en muchas ocasiones: “Sé muy devoto mío, pues yo sujeté al demonio, para que con mi favor y amparo le sujetes tú”. Desde este instante quedó Bernardo muy especial devoto del Príncipe San Miguel Arcángel, que le favoreció y amparó contra el demonio, como veremos.

Uno de los fines que el Señor tenía en mostrar sus santos ángeles a este angelical joven le declaró el Señor mismo, diciéndole: “¿Sabes por qué te muestro mis ángeles? Porque entiendas que debes habitar más con ellos en el cielo que con los hombres en la tierra”. Y uno de los santísimos fines que Jesús tenía en mostrarle tantas veces su sagrada Humanidad, era aficionarle a la misma Humanidad santísima. Se aficionó a ésta tanto Bernardo que, desde los principios, repetía muchas veces que la Humanidad de Cristo Señor nuestro era el camino para la más alta contemplación de la Divinidad: “Yo soy la puerta, el que por mí entrare se salvará, y entrará y saldrá y hallará pastos saludables”.

Todo esto experimentaba este joven contemplativo, valiéndose del camino y puerta de la Humanidad sacrosanta de Jesús para la contemplación de la Divinidad. Decía también, que sola la visita afable de la Humanidad sacratísima del Señor no se podía recompensar con todos los trabajos de los mártires y demás santos.