Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(IV)

Continúan los celestiales favores,
hasta que Bernardo llega al Colegio
de Medina del Campo a estudiar Filosofía

Los favores que el Señor había hecho a su fiel siervo en tiempo de ejercicios se continuaron después en muchas y varias ocasiones. Servía a la comunidad en (el) refectorio una noche, y de repente se halló su alma sensiblemente recogida, ocupada y penetrada de la Divinidad, como un cristal penetrado de los lúcidos rayos del sol. En otras ocasiones había sentido la presencia de Dios en esta forma de sol que penetra un cristal, o de un fuego vivísimo y activo que se introduce en los poros del hierro duro, oscuro y frío, volviéndole blando, activo y fogoso.

Pero en esta ocasión dice Bernardo:

“no sé cómo explicarme, porque jamás he recibido semejante favor; me parecía estaba el alma fuera del cuerpo, allá en el cielo, vestida de la Divinidad como el cristal del sol; estaba el alma como en el cielo, y el cuerpo sirviendo, que ciertamente me parece cosa milagrosa; pues era de tal forma (así pueda ser se entienda algo) como si Dios mandase con su omnipotencia que un cuerpo muerto, sin que lo animase el alma, milagrosamente hiciese aquel oficio; pues yo me admiré, cómo le hice. Veía con los ojos del alma muchas grandezas del mismo Dios y entendía grandes cosas”.

En una de las visiones del Rey de los ángeles, asistido en la sagrada Eucaristía de los celestiales espíritus, reparó Bernardo que su santo Ángel se ponía a su mano derecha y a la izquierda el Príncipe San Miguel; se admiró que el ángel de la guarda tuviese la mano derecha y entendió que su Príncipe se la cedía por ser el lado derecho destinado para los ángeles de guarda de los hombres, cuyos son custodios. Gozó en esta ocasión dulcísimos favores y, entre otros, fue oír con los oídos del alma el cántico de los ángeles, que a su Rey sacramentado había oído en otra ocasión: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth; mas añadían ahora: tu solus Sanctus, tu solus Dominus, tu solus Altíssimus (porque Tú sólo eres Santo, Tú sólo Señor, Tú sólo Altísimo Jesucristo).

El soberano príncipe San Miguel le ofreció su favor en todas las batallas que había de tener con el demonio y desapareció, dejándole engolfado en celestiales consuelos. Viéndose Bernardo tan favorecido del Señor y de sus cortesanos, se quejó amorosamente de que todo era gozar y no le daba su Majestad nada que padecer por su amor. Sintió al instante la respuesta de su amante Dueño, que le dijo:

“Bien es que desees imitarme en padecer, pero déjame a mí esos cuidados. Con estas palabras se me dio a entender que quiere el Señor que mi alma esté en una total indiferencia, no deseando ni trabajos ni consuelos, sino lo que el Señor determinare”.

Los favores celestiales hacían en el espíritu de este joven las maravillosas impresiones de luz y ardor, que comunican cuando no son imaginaciones vanas. Conoció altísimamente la dignidad y excelencia de los santos ángeles y, en especial, la de San Miguel, cuya excelencia le parecía exceder a la de los demás ángeles cual excede la luz del sol a la de las estrellas. Se abrasaba en amorosos incendios de amor divino, al contemplar el ardor amante de los serafines; y cuando más engolfado estaba, oyó que le decían: “pues si tales grandezas puso Dios en sus criaturas, ¿cuáles serán las suyas?” Se encendió más con estas palabras, y

“aquí quedó el entendimiento como pasmado y absorto; la voluntad amando de un modo que sólo entienden los amantes divinos, a quienes le comunica el Señor”.

La visión del príncipe San Miguel Arcángel a un lado de este feliz joven y de su santo Ángel a otro empezó a serle familiar. La gozó el día 26 de septiembre en el santo Sacrificio de la Misa, en que uno de sus connovicios hacía los votos del bienio. Vio con especial consuelo que, al tiempo que el novicio se ofrecía (como) perfecto holocausto al Señor, con los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, su ángel de guarda ofrecía a Cristo Señor nuestro la víctima de su recomendado.

Esta agradable vista movió a Bernardo a repetir o renovar la oferta de sus votos, por lograr, como logró, que el ángel santo de su guarda la ofreciese también al Señor. Aquí se le mostraron muchos serafines y todo se abrasaba en ardores seráficos, contemplando y amando sus perfecciones. Cesó esta admirable visión y San Miguel le dijo: “Mucho has agradado a los ángeles, contemplando sus perfecciones”.

El día de San Cosme y San Damián, en que comulgan todos los Hermanos de nuestra Compañía en acción de gracias a Dios por haberse confirmado nuestra Compañía de Jesús, vio al Señor como otras veces en el Santísimo Sacramento: acompañaban a Jesús nuestro glorioso Padre San Ignacio y San Francisco Javier, y le dijo el Señor: “Estos dos son los ejes, en que estriba la Compañía”. Entendió que nuestro Padre San Ignacio era el principal; y admirables cosas de nuestra Compañía; al mismo tiempo le habló el Señor con singularísima afabilidad, diciéndole: “Dame muchas gracias por haberte traído a esta Religión, que la tengo muy en mi corazón”. También se le mostraron muy afables nuestro Padre San Ignacio y San Francisco Javier; aquel le dijo: “Mira que soy tu Padre”, y éste: “que ya sabía que no le había negado cosa alguna de cuantas le había pedido”.

Una de las apreciables luces que el Señor comunicó en esta ocasión a su siervo fue la de su bajeza e indignidad para recibir tan celestiales favores.

“Se me comunicó aquí gran luz de lo poco que yo lo merezco, y esto en todos los favores; al paso que es grande el conocimiento de Dios a ese paso es tan grande el propio, que se confunde y aniquila el alma, y así hoy se quejaba amorosamente diciendo: Señor, ¿cómo favorecéis tanto a una criatura tan ingrata como yo? ¿Por qué no lo dais a quien lo agradezca más? Señor, mirad mi miseria, y acordaos que os he ofendido; y que muchas veces he merecido el infierno; bastante favor es que me hayáis librado de él; y no que me hagáis estos favores, que negáis a muchos grandes siervos”.

Estos y otros coloquios tenía con su amado por la fuerza del conocimiento que se le comunicaba de su indignidad:

“Se me hace tanto más grande el favor cuanto más conozco mi desagradecimiento. Pero este divino Dueño ve que, si no me favoreciese así, sin duda me iría al infierno, y por eso me quiere llevar por este camino; que, si al mayor pecador del mundo le diese las luces que a mí, no dudo sería un gran siervo suyo. Él me dé gracia para que yo le sea fiel y corresponda a tantos beneficios. Pues, aunque fuera un gran siervo suyo, veo no era nada mío, sino del Señor, que hace la costa; y de no ser muy santo, se me ha de pedir muy estrecha cuenta en el tribunal de Dios”.

Hasta aquí Bernardo; pero cuanto más se humillaba, se disponía mejor para nuevos favores. El día de la Dedicación del Príncipe San Miguel se le mostraron muchos ángeles, y San Miguel le dijo: “Te agradezco la preparación que has hecho para celebrar este día, contemplando nuestras perfecciones angélicas y, en señal de agradecimiento, te prometo que no serás vencido en estas tentaciones (esto es, en las que tuviere en el desamparo que me espera) ni jamás en la contraria a la pureza”.

Si el santo ángel de su guarda le favorecía maravillosamente, le reprendía también y castigaba la menor falta que cometiese. En la recreación o quiete con los Hermanos novicios cometió Bernardo una pequeña falta de caridad en alguna palabra tan leve que él mismo no pudo conocerla, hasta que su santo ángel se la mostró con el castigo. Tenía la piadosa costumbre de rogar al santo ángel de la Guarda los días de comunión le despertase a hora señalada; siempre le despertaba el santo ángel, pero no lo hizo así en una ocasión.

Conoció Bernardo que negarle el ángel este favor tan repetido, sería por alguna falta en que estaría culpado. Examinó su conciencia y halló la pequeña falta que dijimos; conociendo al mismo tiempo que esta falta le había privado del especial consuelo y favor que el santo ángel le hacía. Lloró mucho su falta, pidió perdón al Señor y se le volvió a mostrar el santo ángel, que se le había ocultado. Casi al mismo tiempo pedía por una persona seglar que, al parecer, no estaba en buen estado, cuando oyó una voz que le dijo: “Hijo, ninguno quiero que se condene; pídeme por los pecadores”; y después: “Hijo, ese tu corazón he escogido para morar en él; quiero que me ames mucho”.

Quería el Señor que Bernardo le amase mucho; pero como en la regular providencia de Dios es imposible amar mucho sin padecer mucho, quería también su Majestad que su siervo padeciese grandes trabajos. Se acercaba el tiempo que el Señor tenía señalado para que empezase Bernardo a padecer, y así le previno su Majestad por sí mismo y por el príncipe San Miguel.

Éste, acompañado de soberanos espíritus, le confortó en la oración diciéndole: “Vengo a confirmarte más: padecerás mucho, pero no caerás”. El Señor en una de las apariciones y visitas de este tiempo, después de haber llenado su alma de consuelos, le dijo: “El día después de la festividad de mi siervo entrarás en desamparo, pero yo te ayudaré”. Entendió Bernardo por las palabras: ‘festividad de mi siervo’, la fiesta de San Estanislao de Kostka, de quien era devotísimo. Veremos presto, cómo se cumplió esta prevención profética del Señor, empezando el desamparo puntualmente el mismo día en el colegio de Medina del Campo, a donde por este tiempo le envió la obediencia a estudiar Filosofía.

Los primeros días que Bernardo vivió en este colegio le continuó el Señor por sí mismo y por sus ángeles los favores que antes hemos referido. Insinuaré otros, que sirvieron a este feliz joven de enseñanza y aliento para el desamparo y terribles batallas que estaban cerca. Pedía con fervorosa instancia a la extática Santa Teresa de Jesús, el día de su fiesta, que se dignase ser su Protectora en los trabajos futuros. Estaba en lo más fervoroso de sus súplicas cuando se dejó ver la soberana Reina de los cielos, que traía a su diestra a Santa Teresa de Jesús y a la siniestra a Santa María Magdalena de Pazzi. Las dos Santas le hablaron muy familiarmente y le dijeron: “Si te favorecemos en los consuelos, ¿no te favoreceremos en los desamparos?”

Estas palabras hacían recuerdo a Bernardo de que le asistirían siempre, como antes le habían ofrecido, para que el demonio no le engañase en los favores que recibía de Dios. Un favor muy sólido, que el santo ángel de su guarda le hizo por estos días fue enseñarle que, en las dudas que se pueden resolver por los superiores o Maestros, no se han de preguntar a los ángeles con curiosidad imperfecta; porque, hallándose Bernardo con una duda en punto bien delicado de sus cosas y habiéndola preguntado a su santo ángel, este le mandó que la preguntase a los hombres.

Viéndose ya con la obligación de estudiar y aprovechar en la Filosofía, para cumplir con la primera regla de los Hermanos estudiantes, pedía insistentemente al Señor el primer día que empezó a estudiar, que le diese la sabiduría que fuese su santísima Voluntad para su mayor gloria y bien de las almas. Hacía esta súplica en un rato de oración por la tarde delante del Santísimo Sacramento. Pero siempre decía, amante, al Señor:

“Yo deseo que mi ciencia sea principalmente la ciencia de los Santos, y que cuanto supiere me sirva para amaros más”.

A este tiempo oyó unas regaladísimas palabras intelectuales del Señor, que le dijo:

“Hijo, ya sabes por experiencia cómo Yo enseño más en un momento que todos los sabios en muchos años; porque ¿cuándo te hicieran entender de mis perfecciones lo que Yo te enseño en un momento?”

Como las visitas que Bernardo recibía del santo ángel de su guarda eran no sólo para regalarle, pero también para instruirle, por este tiempo le mandó que tomase por materia de la meditación los misterios de la Infancia de Jesús; porque en el tiempo en que los celebra la Iglesia, estaría en lo más terrible del desamparo y no podría meditarlos como quisiera. Consultó con su Director este consejo del ángel; pues siempre prefería la obediencia del Director visible a cuanto se le ordenaba por luces sobrenaturales. Aprobó este que tomase por materia de la meditación la que el ángel le había señalado; y por la misma razón, pues se hallaba noticioso del desamparo futuro y del día y hora, en que había de empezar.

Así como la visita del ángel de su guarda le movió a ejercitar actos heroicos de obediencia, por el mismo tiempo otra que tuvo del príncipe de los ángeles, adorando al Santísimo Sacramento, imprimió en su espíritu actos de profundísima humildad.

“Viendo la reverencia que aun San Miguel supremo serafín, tenía a su Majestad en el Santísimo Sacramento, ¿qué había de hacer una tan vil e ingrata criatura como yo? No era posible, no, que, aunque son grandes mis maldades y atrevimientos inicuos, no se humillase y aniquilase delante de tan gran grandeza. ¡Oh Dios amantísimo y Dueño mío! no era posible que yo, cuando andaba ciego entre tantas tinieblas ofendiendo tu Majestad, no me detuviese y prosiguiese en mis iniquidades, si me dierais Vos la luz que ahora.

Pero, ¡ay Señor! que se me parte el corazón de dolor y se desata en lágrimas al advertir que Vos me llamabais y yo me retiraba de Vos; Vos me deteníais y yo corrí precipitado a mi perdición; Vos me alumbrabais y yo huía de la luz; Vos queríais sofrenarme y yo era como los caballos duros de boca, que no hacen caso del freno; Vos me queríais para unirme con Vos, y yo, ingrato y rebelde desconocido, tirando coces contra el aguijón no os quería a Vos.

Pero cáusame mayor confusión que, habiéndose vuestra bondad empeñado en favorecerme, habiéndome dado auxilios eficaces para que saliese de tanta abominación; habiéndome unido con Vos, como lo hacéis con vuestros siervos, y haciéndome favores tan especiales, como voy diciendo, y mucho mayores que no se sufren decir, esto es lo que más confusión me causa: que todavía sea tan ingrato a vuestros favores, como Vos sabéis”.

Aumentábanse los favores que el Señor hacía a Bernardo especialmente los días de comunión, al recibir el Santísimo Sacramento y mientras le tenía en su pecho. Se halló tan extático y fuera de sí en una ocasión que, no pudiendo moverse, temió que se descubriría su celestial secreto; mas el santo ángel de su guarda le fue subiendo por las escaleras que hay desde la iglesia hasta la capilla, donde los Hermanos Artistas suben a dar gracias después de comulgar.

“Dispuso el Señor que mi ángel me fuese subiendo por las escaleras y me metiese en la capilla, sin saber yo lo que me pasaba: solo sí, conociendo el favor del ángel. Me subió con la comunidad de los Hermanos Artistas, sin que alguno conociese tan gran merced”.

Le favorecía este santo Príncipe, y al mismo tiempo le inflamaba en amor al Santísimo Sacramento. Al ir a comulgar, le dijo un día: “Si te pudiera tener envidia, te la tuviera; porque yo no recibo la Sagrada Eucaristía”. Bien necesitaba este joven la fortaleza que le daba el Señor con los regalos del Pan de Ángeles y de Fuertes, porque se llegaban ya los trabajos. Para más inmediata prevención le dijo San Miguel: “Ya se llega el tiempo de cumplir yo mis promesas”. Su Majestad mismo le previno diciéndole: “Ya se llega el tiempo determinado por mi Providencia… Hijo, el demonio está como un león atado; pero en desatándole, se tirará a ti”. Le dio a entender al mismo tiempo el Señor, su dulce Madre María Santísima, Santa Teresa de Jesús, Santa María Magdalena de Pazzi, San Miguel y su Santo Ángel.

Conoció también que habían de ser cuatro los demonios que le habían de tentar y perseguir terriblemente y que, al paso que hasta entonces habían sido indecibles los consuelos, habían de ser más extraños los modos de padecer en el desamparo. Estos indicios de acercarse ya las terribles batallas que Bernardo había de tener con el Infierno, en lugar de atemorizar su espíritu, le llenaban de júbilo y alentaban a padecer.

“Todo esto (de las inteligencias del desamparo) causó en mi alma tanto gozo como si estando en lo más horrendo del desamparo, me revelase el Señor la venida y cercanía de los favores, y así después que salí de oración, ando con una alegría y gozo muy especial, y me hallo con grande ánimo para entrar en tan terrible batalla. Ya veo, que (como la experiencia me ha enseñado) es otra cosa mirarlo, como dicen, desde talanquera y que, en retirándose el Señor, se va y oculta la luz y quedan en el alma densísimas tinieblas. Pero como ha de pelear el Señor por mí, no dudo de la victoria; porque si yo por mí, sin la gracia del Señor, hubiera de resistir a los terribles combates de Satanás, a la primera y más leve tentación me echaría por tierra; pero anímame que, además de lo que dice el Señor: cum ipso sum in tribulatione, me tiene dada palabra por medio de su Arcángel San Miguel de favorecerme con los auxilios de su gracia”.

Llegó el día de San Estanislao de Kostka, y el santo ángel se le mostró en visión intelectual y le dijo que todo aquel día estaría acompañándole, y añadió: “cuando mañana me apartare de ti, empezará el desamparo”. En la sagrada Comunión le dijo el Señor sacramentado: “en la probación se ve el verdadero amador; Yo no doy más trabajos que los que se pueden llevar”. Después, por muestras de mayor regalo, añadió Jesús: “Ahora pídeme lo que quisieres en prendas de mi amor”. Pidió Bernardo dos cosas: la primera, que su Majestad no permitiese que le ofendiese en el desamparo. La segunda, que ilustrase y asistiese al Director, con quien había de tratar en este tiempo, para que no se admirase, turbase o espantase de la novedad que había de ver en su espíritu. Ambas cosas le concedió el Señor. Coronó los favores que precedieron al desamparo la piadosísima Madre de misericordia, María Santísima. Estaba dando gracias después de comulgar su fiel siervo Bernardo con los extáticos ardores que siempre, cuando oyó una celestial música, que cantaba: “Salve sancta Parens, enixa puerpera regem, Salve, Madre santa, Virgen Madre del Rey, que gobierna cielo y tierra…” Al mismo tiempo se le apareció la soberana emperatriz de los ángeles y le habló con estas suavísimas palabras: “Porque veas que te he de patrocinar, he querido que empiece el desamparo el día de mi Patrocinio”. Se celebraba este año la fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora a 14 de noviembre. Desapareció la visión y quedó Bernardo engolfado y absorto en dulzuras y afectos inexplicables, que gozó hasta la hora de entrar en las oscuras tinieblas y terribles batallas de desamparo.



Empiezan los terribles trabajos del desamparo, cumpliéndose puntualmente en la hora
y modo que los profetizó Bernardo

Estando tan prevenido con repetidos avisos del cielo, llegó la hora en que este fiel siervo del Señor empezase a padecer. Hallábase rezando el Rosario a su dulce Madre María Santísima con las acostumbradas dulzuras y acompañado de su santo Ángel. A la mitad de esta piadosa devoción sintió de repente que el santo Ángel se retiraba. Al mismo tiempo le cercaron cuatro ferocísimos demonios, que arrojaron en su pobre espíritu una tempestad de furias, iras, despechos, tedios, tinieblas, oscuridades y cuantos afectos desordenados componen un terrible desamparo. Crecieron estas penas hasta el grado que después veremos. El mismo Bernardo, que las padeció, las describe maravillosamente y yo seguiré el orden con que las refiere.

La primera pena que experimentó y atormentó terriblemente su espíritu fue la vista o imaginación de Dios airado contra él. Aquel Señor tan amoroso y benigno en otro tiempo se le representaba airado, justiciero y vengador de sus injurias. Le parecía que le amenazaba con la espada desenvainada de su divina Justicia. Le sugería el demonio la justa indignación del Señor contra él. Quería acogerse a la divina misericordia y, efectivamente, recurría a su piedad infinita, pero sólo le parecía ver a Dios enojado.

Explica esta terrible pena Bernardo con el símil de un tímido pajarillo, a quien persigue vivamente un gavilán. Huye para no caer en sus garras sangrientas y se acoge al primer nido que encuentra, mas en él halla otra ave de rapiña que se arroja a despedazarle. Así se hallaba el espíritu de Bernardo huyendo del furioso león del abismo, le parecía encontrar con el león de un Dios justamente irritado contra su alma pecadora.

De este desamparo del Señor se originó una tristeza y melancolía inexplicable semejante a la que tienen los condenados. Hallábase tristísimo y desazonado consigo mismo, sin encontrar cosa que le consolase. Los ejercicios espirituales de oración, lección, oír Misa, recibir los Santos Sacramentos, hacer penitencias, humillaciones y cuanto en otro tiempo eran para su alma fuentes de celestiales consuelos, lo eran ahora de amargura y tormento. Las recreaciones de los sentidos: ver, oír o conversar, le atormentaban. Si alguna vez pasaban por su memoria leves recuerdos de los favores recibidos, parece que le decían burlando: ¿Dónde está tu Dios?

A la resolución imperceptible que había quedado en lo íntimo de su corazón de perder mil vidas yentrar en el infierno antes que ofender a Dios, se oponían todas sus pasiones furiosamente desencadenadas; cuando se volvía al Señor con alguna jaculatoria, aunque débilmente formada o pronunciada, le atormentaba el demonio de suerte que le fuera alivio morir en comparación de la violencia que le costaban estos afectos o jaculatorias. Vencida esta dificultad, le parecía que el Señor no le oía yque todos sus aparentes esfuerzos eran una pura ceremonia que irritaba más a su Dios.

Entonces excitaba el demonio en su espíritu tales ímpetus furiosos yarrebatados que, si el Señor ocultamente no le favoreciera, haría extremos escandalosos. Le incitaba a estrellarse contra las paredes, despedazarse, cortarse los labios ylengua con los dientes, arrancarse con furia los cabellos, y otros ímpetus, que le hacían temblar todo el cuerpo. A estas furias juntaba el enemigo horribles tentaciones de blasfemias contra Dios, contra María Santísima ytodos los Santos sus devotos. Para que hiciesen más impresión en su afligido espíritu las tentaciones, turbaba primero el interior con las furias yfurores dichos.

Se volvía Bernardo cuanto podía al Señor con la serenidad posible, según la regla que le había dado su Majestad; pero entonces le sugería el demonio que Dios no le oiría porque era réprobo y estaba ya condenado. Señales ciertas de esta su desdicha tan merecida (le decía) era querer blasfemar de su Dios, como lo ejecutan los condenados en el infierno. A esta tentación furiosa venía otra más terrible a su purísimo espíritu. Sentía algunas veces feos estímulos y obscenas imágenes contra la castidad, en que siempre había sido ángel.

Estas representaciones desconocidas en su espíritu le hacían clamar a la Purísima Virgen; pero las jaculatorias más santas e inflamadas le parecían blasfemias de un precito (condenado) y desesperado, porque no había ya intercesión aun de la Madre de Misericordia.

Acompañaban a estas tentaciones más sobresalientes otras innumerables. Soberbia y repugnancia a los ejercicios de obediencia, ímpetus de faltar a la caridad con sus Hermanos, despreciarlos y hacerles todos los males posibles con obras y palabras. Le parecía que los favores pasados habían sido sueño y fantasía de su vana cabeza y astutas ficciones del demonio para tenerle más seguramente engañado. Llegaron a tal punto estos trabajos interiores, que alguna vez iba ya a despedazar el libro en que estudiaba, romper y pisar un santo crucifijo que tenía en las manos. Pero asistido ocultamente del Señor, en los más furiosos asaltos del demonio jamás prorrumpió en palabra o acción menos religiosa.

Continuaban en todos tiempos estos terribles modos de padecer, principalmente en la oración, ejercicios espirituales y en la sagrada Comunión, de que ya hablaremos. Padeció en este mismo tiempo las penas interiores, que los místicos llaman purificación de la sustancia del alma. Esta especie de padecer explica largamente Bernardo valiéndose de las palabras del santo Job: “Ahora está mi alma macilenta dentro de mí mismo y me poseen los días de aflicción”. Emplea también para explicarse en este punto oscurísimo las palabras de los trenos de Jeremías: “envió de lo alto fuego a mis huesos

Las penas que en este paso padecía son comparables en su proporción con las que padecen los condenados: estos infelices están privados de ver a Dios, y esta es la incomprensible pena de daño. Una imagen de esta pena formaban en el espíritu de Bernardo las tristísimas imágenes de que ya para él no había Dios misericordioso, sino terrible y airado y vengador de sus injurias; su entendimiento quedaba oscurecido y espantosamente ofuscado, de suerte que sólo palpaba tristísimas tinieblas; su voluntad con rabiosos despechos, furias, etc.

En este desamparo sentía aquel fuego de Jeremías, introducido en la sustancia del alma, que comunicaba también al cuerpo tormentos inexplicables.

“No sé cómo explicar tan terrible tormento ni puede haber palabras tan expresivas que lo den a entender. ¡Qué congojas! ¡Qué melancolías! ¡Qué tristezas! ¡Qué penas! ¡Qué tormentos! Parece que está la sustancia del alma oprimida de una inmensa mole; que, así como en lo natural el gran peso sofoca y casi ahoga a quien coge debajo, así abruma y causa tales y tan penetrantes dolores que, a veces, casi me hacen perder el sentido. Se verifica lo del santo Profeta: Me rodearon dolores de infierno”.

Hasta aquí Bernardo. Los dolores, que de esta especie de padecer se le comunicaban al cuerpo, son puntualmente los que decía un fuego arrojado de Dios en sus huesos y manejado por su omnipotencia y voluntad sapientísima; eran unos dolores y raros modos de penas, que no podemos entender, aunque se esfuerza a explicarlas el que las padece.

Vimos algo de los singulares favores que el Señor Sacramentado comunicaba los días de comunión a su siervo. Ahora este manjar divino y los días de comunión, al tiempo de recibirle, le ocasionaron por malicia del demonio innumerables penas. Todas sus diabólicas máquinas se dirigieron a quitar a Bernardo la sagrada Comunión y disminuirle la fortaleza, aunque no sensible, que el Pan de Fuertes le comunicaba. Antes de comulgar, empezando muchas veces desde la víspera, le aumentaba con infernal viveza todas las tentaciones. Le parecía que en todas había consentido y que todas sus comuniones habían sido otros tantos sacrilegios. Por más que examinaba su conciencia, no podía hallar culpa grave. No obstante, se le representaba que llegar a comulgar y ser precipitado en los infiernos al mismo punto, sería una misma cosa.

Con estas tristísimas imaginaciones sentía indecible repugnancia para llegar a comulgar. Cuando se acercaba a la sagrada mesa se aumentaban todas las tentaciones y trabajos. Los cuatro demonios se le ponían muchas veces delante y, ya con bramidos, ya con gritos, ya con aullidos, ya con amenazas y ya con diabólicas astucias procuraban apartarle de la suma dicha de recibir el Santísimo Sacramento. A este tiempo crecían imponderablemente las furias, tentaciones y despechos. Le decían algunas sentencias de la Sagrada Escritura para apartarle, como la de San Pablo: “el que come y bebe indignamente el Cuerpo y Sangre de Cristo, se traga el juicio de su condenación”.

A pesar del rabioso despecho de los demonios, jamás dejó de comulgar Bernardo haciendo violencias increíbles y fortalecido siempre con la obediencia. Mas luego que recibía la sagrada Forma, empezaba nueva y más peligrosa batalla; sentía una fuerza horrible del enemigo, que le apretaba fuertemente la garganta para que no pudiese pasar la Forma consagrada. Le sugería entonces que la arrojase de la boca, la pisase y despedazase con los dientes. Añadía la furiosa batería de las tentaciones de iras, blasfemias y despechos, alborotando furiosamente las pasiones. Burlaban de él diciendo: “¡Ay de ti, embustero, que has dicho tantas cosas de tu loca imaginación, como los profetas falsos!” Aumentaban el tormento, con pronunciar horribles blasfemias contra Dios, María Santísima y los Santos.

Se dejaban ver en visión imaginaria los cuatro demonios en forma de perros monstruosos e infernales, abiertas sus horribles bocas y arrojando por ellas fuego y humo, y abalanzándose como para ahogarle. El tormento que Bernardo padecía con esta visión es imponderable. En esta borrasca espantosa del abismo, clamaba al Señor Sacramentado como podía, que no permitiese su amor que él cometiese alguna irreverencia con la Forma consagrada. De esta humilde súplica se siguió, algunas veces, pasar la sagrada Forma con gran facilidad y casi insensiblemente.

Pero la terrible batería que dio a Bernardo todo el infierno abierto para impedirle la sagrada Comunión del Jueves Santo, merece ser referido en particular con sus mismas palabras.

“El Jueves Santo  fue la batalla mucho más peligrosa y reñida; pues todo el día, antes de comulgar (con algunas interrupciones), me acosaban los demonios diciéndome varias cosas para que no comulgase, pero con la obediencia estaba resuelto a atropellar por todo y comulgar.

Estando en la Misa mayor, en que había de comulgar, me acometió representándome había consentido en todas las tentaciones y trayéndome de nuevo otras, especialmente la deshonesta; mas yo, como ya me había acusado, resistía fuertemente; cuando en un momento vi abrirse la tierra y me parecía me metían por la abertura hecha, que era no muy ancha, pero muy profunda, hasta llegar donde se ensanchaba más, como en una cueva de desmedida anchura, la cual vi llena de un fuego como envuelto en humo, de suerte que no daba claridad, como cuando en un horno de hollero salen las llamas envueltas en humo.

Fue esto por visión imaginaria y en un momento. Quedé aturdido porque conocí era el infierno, y así me lo dijeron los demonios, y que allí me arrojarían si comulgaba, pues estaba en pecado. Lo que padecí aquí, más es para concebirse, que decirse; pues como el demonio me persuadía esto y, por otra parte, sentía (sería en la parte superior) una fuerza interior que, aunque insensiblemente, con gran impulso me animaba a comulgar.

¡Oh, mérito de la obediencia! Pues en medio de estos dos extremos: de caer en el infierno, o de obedecer, vencía éste, y los demonios irritados, al tiempo de recibir al sagrada Forma, se me pusieron delante con horrendas figuras y con espadas de fuego en las manos para impedirme. Pero esto mismo me sirvió para comulgar, porque quedé con esta visión como sin sentido y, sin saber cómo, comulgué.

Y luego empezaron a persuadirme arrojase la Forma; pero el Señor permitió que pasase luego, sin detenerse tanto como otras veces y, con esto huyeron los demonios y quedé por un rato libre de sus sugestiones, aunque con grandes penas interiores. Pero ya han vuelto ellos y las tentaciones; especialmente en tiempo de tinieblas es cuando me atormentan más. No hay lugar para decir más. Gran medio es la obediencia para quebrantar las fuerzas al demonio, pues si ésta no me ayudara, juzgo que alguno de estos días a mí mismo me hubiera muerto”.

Las tentaciones, penas, trabajos y desamparos, que en este capítulo quedan insinuados más que referidos, eran continuos. Le representaban los demonios muchas veces que todas sus cosas habían sido ilusión y le decían con escarnio y burla: “¡miren quién es él para tener revelaciones, qué bien le hemos engañado!”

Al cantar las divinas alabanzas una noche de Navidad, le sugerían que pronunciase blasfemias contra Dios en vez de los cánticos angélicos de esta feliz noche; pero venció tan heroicamente con la asistencia del Señor, practicando los medios que el mismo Señor le había dado, y gozó los cánticos angélicos, cuando se cantaba en la Misa: Gloria in excelsis Deo, etc.

Volvió poco tiempo después el desamparo y le acometieron tan fuertemente los demonios en una ocasión que, sin poder resistir más, empezó a hacer ademanes exteriores, como de hombre que estaba fuera de sí. Se hería con golpes, se arrojaba en el suelo, revolviéndose en él como furioso: fue tan espantoso el ruido, que al estruendo acudió su Maestro de Filosofía y el Hermano Procurador del Colegio, que vivía debajo de su aposento. No podían estos dos jesuitas sujetarle para que no se hiciese daño. El Padre sabía lo que podía ser, e invocaba fervorosamente el amparo de Jesús, de María Santísima y los Santos. Nombró a los serafines del Carmelo: Santa Teresa de Jesús y Santa María Magdalena de Pazzi y, al instante, vio el paciente a las dos Santas que venían en su socorro, ahuyentaron los demonios y quedó sosegado, quieto y pacífico como antes. El Hermano de nuestra Compañía jamás supo lo que significaban aquellos ruidosos extremos, hasta que murió el Padre Bernardo.

Por este mismo tiempo padeció una humillación, que suele turbar a los de su edad, si tienen menos virtud de la que este joven tenía. Fue una penitencia pública que, según él mismo dice, tenía bien merecida por una falta que cometió de una regla, que nos manda no entrar en aposento de otro sin licencia del Superior; y aunque en las circunstancias pudo suponerla Bernardo y así juzgó, no cometió culpa formal o advertida; pero el prudente Superior debió castigarla como tal, por ser muy reprensible en el estado de Hermano Filósofo en que se hallaba.

“Permitió el Señor que yo cometiese una falta (que esto en mí es cosa muy ordinaria) y dispuso por raros modos que se divulgase y fuese pública, con lo cual la paternal prudencia del Superior quiso fuese pública la penitencia”.

Luego que intimaron a Bernardo la penitencia decretada contra su culpa fue a presentarse delante del Santísimo Sacramento y ofrecerle aquella pequeña mortificación.

“Me fui delante del Santísimo Sacramento, donde se me comunicó tanto gozo, alegría y deseo de padecer con las inteligencias que se me dieron de los oprobios de Cristo Señor nuestro, que no me cabía en el corazón”.

Poco antes de ponerse de rodillas en medio del refectorio para oír la reprensión pública de su culpa que le leyeron en alta voz, se le habían mostrado su Majestad y el santo Ángel de su guarda; le acompañaron todo el tiempo que duró la reprensión escrita y besar los pies a la comunidad, que puso fin a la penitencia. Estaba extático y fuera de sí de gozo el joven penitenciado y, temiendo alguna exterioridad ruidosa, pidió a nuestro Señor templase o hiciese cesar del todo tanto favor.

Volvió en sí, y entonces le declaró su santo Ángel algunos de los motivos que la providencia del Señor había tenido en disponerle esta penitencia.

  • El primero: para que, si alguno de sus compañeros había tenido algún concepto de estimación de su virtud, se le entibiase; motivo que se verificó en alguno sobradamente entonces y después.
  • El segundo: que así se ocultarían mejor los favores del Señor; pues muchos dirían con bastante apariencia que con semejantes culpas no se componían gracias sobrenaturales, dichos repetidos con demasía.
  • El tercero y principalísimo: que esta era la voluntad santísima del Señor para sus altos y adorables fines.

Omito otros favores y circunstancias en este suceso, que pudieran consolar y alentar a cualquier(a) religioso, para que llevase con resignación y alegría las humillaciones y penitencias que se ofrecen en su estado.