Cesan el terrible desamparo, las aflicciones y penas, y vuelve a gozar Bernardo
singulares favores del cielo
Habiéndose continuado el penosísimo desamparo de Bernardo, del modo que hemos insinuado, desde el 14 de noviembre de 1728 cesó el día de la gloriosa Resurrección del Señor el año siguiente 1729. En la cesación del desamparo se cumplió puntualmente la promesa que le había hecho el Señor la noche de Navidad del año precedente.
Le dijo, en unos breves momentos de consuelo y gozo esta felicísima noche, que se alentase a padecer, que se acabaría el desamparo presente al tiempo de su Resurrección gloriosa. Se cumplió tan puntual esta promesa del Señor y profecía de Bernardo que, al romper del alba el día en que se celebró el misterio gozosísimo de Jesús resucitado, se halló sereno el afligido joven de esta suerte: al mismo tiempo de dar el reloj las tres de la mañana, sintió que le despertaban y se vistió sin saber porqué. Se postró en tierra y rezó el Magníficat, dando a nuestro Señor humildes gracias, por las que había concedido a su Santísima Madre; devoción que había leído en la V. Madre de Ágreda ser muy agradable al Señor.
Se levantó de su situación, humilde, y se le ofreció a la memoria todavía atribulada el misterio gozosísimo del día. Este era el momento feliz que el Señor tenía destinado para volver la alegría al afligido espíritu de su siervo. Oyó al mismo tiempo que resonaban en su alma las palabras de los Cantares: “Levántate, amiga mía; date prisa, paloma mía, y ven; ya se pasó el invierno, desapareció el tiempo tempestuoso.”
Al resonar estas alegres voces en los oídos del alma, vio por visión intelectual al santo Ángel, quien antes le había despertado: tenía una bandera en la mano y con ademán brioso arrojaba a lo profundo del abismo a los cuatro demonios asistentes que tanto le habían atormentado. Empezó a alabar al Señor y darle gracias con las palabras del Salmo: “Sea Dios bendito, que no me entregó a mis enemigos; mi alma fue sacada del lazo de los cazadores, el lazo se rompió, y yo salí libre de las tentaciones y astucias infernales”.
Luego se le mostró su especial protector San Miguel, y este soberano Príncipe y el Ángel de su guarda le dieron el parabién del esfuerzo con que había peleado contra el infierno; mas Bernardo, aniquilado en su nada, rogó al santo Arcángel diese las gracias de sus victorias a su dulce Madre María Santísima y a los Santos y Santas sus devotas; pues si había algo bueno en sus arriesgadas peleas, todo se debía a la especial gracia del Señor, de María Santísima y de los Ángeles y Santos sus devotos.
Los íntimos y regalados coloquios que tenía el angelical joven con los verdaderos ángeles, que le hablaban con lenguaje angélico, son inexplicables; pero mucho más lo son aquellos secretos y divinas comunicaciones que tuvo con el Señor de los ángeles, Cristo Jesús, de cuyos divinos labios, que destilan toda la suavidad de los cielos, oyó su alma estas misteriosas palabras: “Ven esposa mía, ven del Líbano, del Monte, donde se purifican las almas y de donde salen más puras y blancas que la nieve”.
Se acercó esta feliz alma al trono de su esposo, que se le mostró en visión intelectual.
“Pero ¿quién dirá (pregunta Bernardo) lo que aquí pasó entre mi alma, fuera de sí de amor, y entre el Amado a cuya sombra estaba herida de amor?”
Dígalo el mismo Bernardo que lo experimentó y declaró algo con estas palabras:
“Aquí eran aquellos toques sustanciales, tan admirables y divinos como inexplicables; aquí aquellas hablas[4] tan deseadas y sutiles, que no tienen explicación, aquí unos actos de amor tan seráficos y encendidos, que sólo entienden los amantes. Aquí aquel lenguaje que dije arriba, era en grado muy superior; aquí se le declaraban y conocía el alma secretos admirables: Aquí todos los sentidos interiores gozaban de unas cualidades espirituales de modo admirable.
El tacto sentía la esencia divina en que estaba engolfada toda el alma; el oído oía unas voces de su Amado muy delicadas y sutiles; el gusto gustaba un sabor diferente de los de por acá. El olfato olía unas cosas sin olor. La vista veía claramente cosas, que no tienen explicación. Aquí aquellas admiraciones del alma del bien que poseía. Aquí las amorosas quejas a su Amado, de que la hubiese dejado como apartada de él; y aquí tales, tantas y tan maravillosas cosas, que no se permiten decir, porque los flacos no se escandalicen”.
Estos favores con que el Señor puso fin al presente desamparo, se continuaron desde las tres de la mañana hasta el feliz tiempo de la sagrada comunión. En la oración de comunidad, contemplando el misterio de la Resurrección, se le representó y tuvo inteligencia de la visión del Apocalipsis, en que el amado Discípulo vio al Cordero como muerto en un majestuoso trono. Et vidi, et ecce in medio troni Agnum stantem tanquam occisum.
Ya se deja entender cuánto se aumentarían los regalos del cielo con la presencia real del Señor sacramentado, asistido, como sabemos por la fe, de innumerables ángeles. Los vio Bernardo al tiempo de comulgar por visión intelectual; y oyó que cantaban a su Rey, en gloria de su gloriosa Resurrección: “Digno es el Cordero, que fue muerto, etc.” Daba gracias a su amantísimo Dueño, que tenía en su pecho con los seráficos ardores en que estaba inflamado, cuando volvió el Ángel de su guarda a mostrarle la bandera, insignia de su triunfo.
“Era el Ángel como un joven hermoso de pequeña estatura, sus vestiduras blancas, que tiraban algo a encarnadas, despidiendo de sí un resplandor muy apacible; el rostro era muy hermoso, blanco y muy encendido, afable y risueño; los cabellos eran rubios y como dorados. Tenía la bandera en la mano derecha con un garbo majestuoso: era pequeña la bandera, y estaba hecha de blanco y encarnado; despedía de sí muchas luces y el mástil o mango en que estaba, era de oro fino”.
De esta suerte cesó el penoso y largo desamparo. Siguieron después tales favores, que protesta este dichoso joven no se atrevería a escribirlos, si no fuese por la obediencia que se lo mandaba.
“Verdaderamente son tan grandes las mercedes que después acá me hace el Señor, que no se sufren decir, y lo que aquí diré, lo digo por obediencia, que si no, no lo dijera, pues me cuesta empacho el decir los favores tan grandes, siendo yo quién soy; que parece es desacreditar las misericordias del Señor.”
Diré sólo algunos, omitiendo otros muchos: estando muy interior y recogido en una ocasión, vio su corazón absorto, inflamado y como arrojando llamas de amor divino: a este tiempo sintió que el amorosísimo Jesús entraba en su corazón, y éste se volvía a cerrar: guardando en su centro y entre aquellas celestiales llamas al que amaba con todo su corazón. Le comunicó el Señor grandes secretos de su santísima Humanidad y de la unión con la Divinidad.
Se quejaba, humilde y amoroso, Bernardo al Señor, por qué le hacía tan grandes favores, correspondiéndole él tan ingrato. Decía a su enamorado Dueño se los guardase para la gloria, que no los deseaba en esta vida: “Porque no los deseas –respondió Jesús a sus humildes quejas– te los hago; que, si los desearas, no te los hiciera”.
Le declaró el Señor que había entrado en su corazón y que le escogía por carroza de su amor. Le declaró al mismo tiempo las virtudes en que debía resplandecer para no malograr tanta dicha, y le dio inteligencia de muchos admirables secretos con traerle a la memoria la carroza de Salomón. Explicó Bernardo difusamente lo que había entendido con el lugar de los Cantares: “El Rey Salomón fabricó una carroza de madera del monte Líbano, sus columnas eran de plata, el trono, o solio de oro, las gradas para subir cubiertas de púrpura, y el Rey se sentó en medio de su trono adornado de piedras que despedían luces y llamas, símbolo de la caridad”.
Vio, como en un espejo, las virtudes con que había de adornar su corazón, si quería que Jesús entrase en él como en carroza fabricada por sus propias manos: que debía aspirar a la pureza e incorruptibilidad, significada por los cedros del monte Líbano. Las columnas de plata eran símbolo de la fortaleza y magnanimidad de corazón; y como para labrar la plata es necesario purificarla con el fuego y golpearla con el martillo, se le dio a entender debía procurar una continua mortificación de sus pasiones y una paciencia invicta en los trabajos. El reclinatorio de oro significaba el mismo corazón abrasado de amor divino.
Las gradas de púrpura significaban todo género de trabajos que ha de padecer el alma para llegar a la unión con Dios y ser reclinatorio del divino esposo; especialmente estas seis especies:
- Sequedad en los ejercicios espirituales.
- Desamparo de la imaginación y especies sensitivas.
- Purificación del entendimiento y de la voluntad.
- Persecuciones de criaturas.
- Fatigas del cuerpo dispuestas por Dios o causadas del demonio con su licencia y permisión.
- Tormento terrible en la sustancia del alma.
Estas son las gradas con que había de estar preparada la carroza del corazón de Bernardo, para que el celestial esposo subiese a sentarse en él y abrasarle con el deseable fuego de una ardentísima caridad: “Lo cubrió de amor”; con este símbolo entendió en un instante tantos secretos y misterios, que dice:
“todo lo dicho entendí en un momento; aunque fue mucho más, pues lo he puesto lo más compendioso que he podido, porque con cada palabra tenía para escribir muchos cartapacios”.