Nuestro Padre San Ignacio da en el cielo
a Bernardo la Ley de las esposas de Jesús, precediendo y siguiéndose singulares favores
Llegó el día de nuestro Padre San Ignacio, felicísimo para Bernardo su hijo y, al tiempo de comulgar, oyó una celestial música que cantaba en gloria del Santo: “Vine a encender fuego en la tierra; ¿qué quiero, sino que se encienda?” A este motete del cielo sintió Bernardo que su alma se encendía suavemente en incendios de amor divino.
En las gracias tuvo una visión intelectual de las más subidas que había experimentado. Se halló en presencia del Padre Eterno, conociendo con modo divino que era Persona distinta del Verbo y una misma sustancia. Le habló su Majestad y le descubrió secretos tan inexplicables que son “arcanos que no puede el hombre descubrir” –dice Bernardo.
Sólo pudo decir que el Padre Eterno le dio a entender que su Hijo quería a su alma por esposa, y la grande perfección que requiere el estado de esposas de Jesucristo. Vio luego a este Señor, por visión imaginaria, bellísimo a maravilla. Traía en sus sagradas manos un collar de oro riquísimo con una cruz de la misma materia. Le echó al cuello del joven favorecido, que estaba extático y fuera de sí con estos singulares favores. Le dijo solas estas palabras: “Tu Padre te dará la Ley de mis esposas”; y desapareció, quedando Bernardo anegado en suaves dulzuras.
Suspenso y extático se hallaba, cuando le pareció que su espíritu, arrebatado de fuerza superior y divina, se hallaba en el cielo empíreo. Vio en esta celestial Jerusalén cosas maravillosas. Díganos con sus mismas palabraslo que vio:
“Vi por visión maravillosa intelectual grandes y numerosos escuadrones de ángeles. Vi las fiestas que se celebraban en el cielo por mi gran Padre San Ignacio. Vi innumerables jesuitas (no porque no tuviesen número, sino por la multitud) con grandes júbilos y regocijos; reconocí entre ellos a San Javier y a mi Venerable P. Padial, que estaba muy cerca de nuestro Padre.
Esto era por visión intelectual, con la cual vi otras cosas que no sé decir. Vi por visión imaginaria un trono hermosísimo todo de oro y semejante a otra, en que en cierta visión vi a Jesús. Entendí estar muy cercano y de los más próximos al solio de la Santísima Trinidad. En él vi a mi glorioso Patriarca con tanta gloria que quedé admirado, sin embargo de haber visto la de otros Santos. Nuestro Santo Padre estaba vestido de sacerdotal; era blanca la casulla y matizada de hermosas labores y rica pedrería; el alba era de una tela tan admirable, que mostraba bien no ser cosa de por acá. Tenía el Santo un hermoso libro algo grande en sus manos, y abierto, y me dio a leer en él. Vi y leí las siguientes palabras, escritas con letras de oro y en esta forma:
Esta es la ley de las esposas de Dios:
Amar a Dios con todo su corazón
y no admitir afecto de cosa criada si no en Él.
Esta es la ley que antes me había dicho el Señor me daría mi Padre; entendí los altos quilates que tan feliz estado pide, y la mayor perfección a que puedo llegar en esta parte; quedé luego con accidentes tan peregrinos e inexplicables en lo superior del alma, que no son, ni se sufren decir, ni se puede: quedé con grandísimos efectos. No puedo dudar de la verdad de estos favores; lo uno por los efectos; lo otro porque tales cosas están fuera del poder del enemigo, y la imaginación es grosera para formar por sí en mil años lo que vio en poco tiempo”.
Estos favores que recibió el día de la festividad de nuestro Santo Padre Ignacio, se continuaron en toda la octava; por lo cual, asombrado, decía en este tiempo: “Buena va la octava de nuestro Santo Padre”. En el día octavo tuvo un asalto del maligno espíritu engañador, poniéndole delante una imagen de la sagrada Humanidad de Jesús. Pero se alborotó su espíritu de manera que conoció fácilmente ser ilusión del enemigo. Clamó al Señor y le rogó humilde y encarecidamente que no permitiese fuese engañado; que de su parte sólo deseaba amarle, y no deseaba las mercedes y favores. A esta humilde súplica oyó que le decía su divino Maestro: “Porque no los deseas, no serás engañado”.
Vio después al Señor vestido con una sotana o túnica talar de color negro, y con un manto o manteo majestuosamente tendido. Le consoló mucho por ver a Jesús vestido de jesuita, aunque las mangas de la sotana eran algo más anchas. Resplandecían el rostro y las manos sacratísimas del Señor con admirable claridad; y las vestiduras, por sí negras, despedían resplandores de luz y parecían blancas como la nieve, según describe San Lucas la transfiguración de Jesús en el Tabor.
Siendo tan frecuentes los favores que recibía Bernardo en muchas festividades de Santos, no podía dejar de recibir algunos particulares el día del dulcísimo Padre San Bernardo, cuyo nombre tenía. Le dio la Señora entender este día después de comulgar que el nombre de Bernardo se le había puesto en el sagrado Bautismo para que procurase ser muy semejante al Santo, en especial muy devoto de María Santísima; que Bernardo quiere decir Nardo; y que, así como la esposa Santa dice en los Cantares: “Estando el Rey en mi pecho, como en su trono, mi nardo le dio suavísimo olor”, así él debía deleitar al Señor con sus virtudes.
Entendiótambién este día cuán maravillosamente se iba cumpliendo la promesa que le hizo el Señor de descubrirle muchas cosas, que aún no conocía, con la venida del Espíritu Santo sobre su alma. Pues desde aquel día había recibido tantas ilustraciones sobre los misterios de nuestra santa fe, tantas doctrinas celestiales para su dirección y tantos secretos en materias muy ocultas.
Volviendo a los favores que el Señor le hizo en orden a nuestra Compañía, es dignísimo de nuestro amor y agradecimiento el que recibió en la festividad de San Cosme y San Damián. Volvió a ver esta sagrada Religión en el Corazón de Jesús, y este Señor le confirmó la revelación tan celebrada de que todos los que mueren en la Compañía de Jesús se han de salvar. Con esta expresión le habló el serafín custodio de nuestro Padre San Ignacio, inflamándole en ardores divinos.
Esta revelación tan gloriosa para cuantos tenemos la dicha de estar alistados en la Compañía de Jesús no es nueva, como saben los que hubieren leído la vida de San Francisco de Borja. En el Libro tercero cap. 10 de la vida del Santo escribe el eminentísimo Cardenal Álvaro Cienfuegos, con su ingeniosísima y elocuente pluma, las revelaciones de San Francisco de Borja, del Venerable P. Martín Gutiérrez, Venerable Hermano Alonso Rodríguez y otros jesuitas, que apoyan la presente revelación de Bernardo.
De otras personas no jesuitas pone el eminentísimo escritor muchos testimonios: del serafín humano San Felipe Neri, de las Venerables señoras Dª. Beatriz de Quevedo, Dª. Marina de Escobar y Damiana de las Llagas. La misma dicha se infiere de una visión de la extática Santa Teresa de Jesús, en que la Santa dice: De la venida de Cristo (a recibir los jesuitas, que entran en la gloria) no hay que maravillarse, ni es novedad; porque este es privilegio de los religiosos de la Compañía de Jesús: que, muerto un jesuita, salga al encuentro a recibirle el mismo Jesús. Pero la revelación que tuvo en este punto el muy reverendo P. Fr. Laurencio de Nola, digno hijo de la seráfica Religión de Padres Capuchinos, es muy gloriosa para ser omitida aquí.
Estaba moribundo y ya para expirar en la ciudad de Bari el Reverendo Padre Fray Laurencio, insigne en virtud y letras, y celebradísimo predicador por el gran fruto que había hecho con sus fervorosos sermones en Italia. En esta hora de las verdades, arrebatado de un éxtasis prodigioso, rogó con instancia que le llamasen al Padre Vicente Maltrese, de la Compañía de Jesús.
Luego que este Padre llegó a la presencia del Padre capuchino, prorrumpió inflamado en estas voces: “Oh Padre, envié a llamar a Vuestra Paternidad para decirle de parte de Dios lo que su Majestad me manda le diga en este trance, en que estoy vecino a la muerte; y es que todos cuantos murieren en la Religión de la Compañía de Jesús gozarán de la vida eterna. Esto me declaró el Señor y me ha mandado que públicamente se lo diga. Oh ¡qué dichoso es Vuestra Paternidad pues le cupo ser de tal Religión, donde no perece alguno de cuantos perseveran en ella!”
Y como, confuso, el Padre Maltrese respondiese que acaso era su observantísima familia la que nuestro Señor le había mostrado tan dichosa, replicó el Venerable Fray Laurencio: “Yo sé bien lo que digo; porque Dios me ha dictado lo que hablé y me mandó llamase a Vuestra Paternidad para que fuese oyente y testigo. Y vuelvo a decir que todos, todos los que perseveraren en la Compañía de Jesús hasta la muerte, son predestinados. Esto es lo que Dios me manda que diga”. Al acabar estas cláusulas proféticas y gloriosísimas para nuestra Compañía, expiró el piadoso capuchino. Hasta aquí la revelación del seráfico capuchino, a la cual nada añade la revelación de Bernardo.
Mas reparando este que no todos los jesuitas trabajamos tan gloriosamente, como nos pide nuestro sagrado Instituto, y que algunos acaso degeneran de sus obligaciones, insinúa que los apostólicos trabajos de los verdaderos jesuitas merecen de algún modo auxilios eficaces para la penitencia final de los que acaso la desmerecen por sus tibiezas. Quiere el Señor –dice– que de lo que muchos jesuitas merecen con tan insignes trabajos, participen todos.
Tuvo por este tiempo una regaladísima visión de su santa Magdalena de Pazzi. Vio a la Santa gloriosa un día que se rezaba de su solemnidad en nuestro colegio. Tenía abierto su costado y descubría su seráfico corazón, leyendo su devoto en él las palabras que escribió San Agustín, con letras de oro y de sangre: “el Verbo se hizo carne”. Su Santa le señaló esta inscripción divina, diciéndole: “Yo tengo impresas en mi corazón las palabras que significan la encarnación del Verbo y tú tienes impreso el mismo Verbo encarnado”. Estas palabras de la Santa dieron a conocer a Bernardo el singular favor que Jesús le había hecho de imprimir en su corazón su sacrosanta Humanidad. Le causó este conocimiento por muchos días una humilde confusión, con que engrandecía la bondad de Dios y se sumergía en su nada y miseria.
Como se acercaba el tiempo de experimentar el penoso estado de los ímpetus, el santo Ángel de su guarda se le mostró con el símbolo de campo ilustrado con los rayos del sol y en él una senda muy estrecha que guiaba seguramente al cielo; se descubrían unas pocas huellas en este camino. Esta senda simbólica mostraba el favor grande que nuestro Señor le había prometido: esto es, el paso de los celestiales ímpetus, de que ya hablaremos con palabras de la extática Santa Teresa y del iluminado Bernardo.
Le dijo el Ángel que en ningún otro paso de la vida mística sobrenatural se muestran más la bondad, sabiduría y omnipotencia del Señor; porque en este paso se junta sumo gozo con suma pena de modo incógnito a los que no los han experimentado. Era grande favor; pero se necesitaba más fortaleza del Señor en el espíritu para sufrir esta pena que para sufrir el horrible desamparo de que hablamos antes. El Señor le dijo la víspera de San Francisco de Borja que, al día siguiente, le declararía cuándo había de empezar a padecer los ímpetus.
Se cumplió puntualmente la profética promesa del Señor, pues al siguiente día le declaró Jesús después de haber comulgado que los ímpetus empezarían, como sucedió, el día inmediato a la festividad de la seráfica Santa Teresa de Jesús, su devota. En este dicho estado de los ímpetus de amor se detendría mucho tiempo su espíritu, porque eran la disposición e inmediata preparación para el desposorio prometido. Y queriendo Jesús encender a su siervo en ansias de celestial desposorio, le mostró un riquísimo anillo que había de servir en estos esponsales divinos. Es digno de notarse que el año precedente, en este mismo día significó el Señor a Bernardo el día en que habían de empezar los terribles trabajos del desamparo, como sucedió, y vimos difusamente.