Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XII)

Compadecido Bernardo de las muchas enfermedades y muertes que sucedieron este año, clama a María Santísima por el remedio, y en parte le consigue

Cierta cosa es y muy sabida por las divinas Letras y por las historias humanas que las enfermedades y muertes son castigo por los pecados del mundo. Así lo conoció Bernardo por noticias que le comunicó el cielo en orden a la epidemia, que hacía por este tiempo tanto estrago en la villa[1]  y país donde moraba. Le dio a entender el Señor que las enfermedades y muertes eran castigo y misericordia. Castigo de los pecadores, que su infinita sabiduría estaba viendo que no se habían de enmendar y convertir. Misericordia, porque si viviesen más tiempo en esta vida, serían escándalo y ruina para pervertir a otros; y los pecadores impenitentes atesorarían con los años más terribles tormentos para la eternidad. Eran también misericordia las enfermedades para los que con ellas se convertían y enmendaban.

Lo que hizo a Bernardo concebir un horror sumo al pecado fue la visión siguiente: se le mostró el Señor después de haber comulgado el día del invicto mártir San Lorenzo[2], con su sacratísima cabeza ensangrentada y que de ella corrían hilos de aquella sangre divina que bañaban su hermosísimo rostro, aquel rostro en que tienen toda su gloria los serafines. De la llaga del costado que descubría reciente corría tanta copia de aquella preciosa sangre, que bañaba todo el sagrado cuerpo. Le dijo el Señor con grande amor:

“Desechado de los hombres, me vengo a consolar con mis almas escogidas”.

Con estas amorosas palabras entendió lo mucho que el Señor era ofendido. La Llaga del costado significaba la enormidad de los pecados de los indignos sacerdotes. Con esta visión y locución quedó Bernardo sumamente compadecido del amorosísimo Jesús llagado, y deseoso de rogar insistentemente por los pecadores.

Recurrió, amante y confiado, a la que es Madre piadosa aun de los que hemos pecado, ni queremos convertirnos, haciéndola una fervorosa novena. Correspondió esta Señora con singulares favores para alentar la confianza con que debía tratar con su Majestad el remedio de la calamidad pública. Al tiempo de comulgar el día de la Asunción[3]  gloriosa de María Santísima a los cielos, oyó una celestial música de innumerables ángeles que le cantaban algunos motetes de los Cantares. A esta celestial música se estremeció sagradamente y le pareció que su espíritu, desamparado el cuerpo, volaba al empíreo a ver la festividad gloriosa que se celebraba en honor de la Reina de la corte celestial.

Vio a María Santísima sentada en un trono riquísimo, semejante al que describe en otra visión del Rey de la Gloria. Acompañaban muchos ángeles y santos a su Reina, gozándose el joven de ver a los lados del trono a sus Santas Teresa y Magdalena de Pazzi. Absorto se hallaba con esta gloria y visión cuando, entre mil amorosos afectos, renovó la carta de esclavitud[4], como acostumbraba en las grandes festividades de esta soberana Reina.

Viéndose tan favorecido de la benigna Madre de pecadores, miraba humildemente por el remedio de la calamidad pública. Entonces le dijo amorosamente María Santísima que sus oraciones habían sido oídas y que estuviese cierto que presto empezaría a cesar la epidemia. Volvió Bernardo la tarde de este feliz día en tiempo de la oración a renovar su carta de esclavitud, pidiendo a esta amabilísima Señora se dignase admitirle por su esclavo. Mas oyó con indecible consuelo de su alma que le decía nuestra Señora: No sólo te admito por esclavo, sino también por hijo muy amado[5].

“Me causó este favor una confusión grandísima, y entendí varias cosas para mi dirección con solas estas palabras”.

Le pareció a Bernardo algunos días después que tardaba en cumplirse la promesa que María Santísima le había hecho de que cesarían las enfermedades. Instaba fervoroso y reconvenía con su palabra infalible[6] a la Madre de las piedades, y oyó en su alma que le decían que estuviese cierto de la promesa; que ya no eran tantas las muertes; que poco a poco se disminuían y que la Madre piadosísima de Jesús detenía el brazo de la justicia del Señor, justamente irritado contra los pecadores.

El modo con que María Santísima detuvo el brazo airado de su Hijo, Juez rectísimo contra los pecadores, fue en esta forma.

“Vi en el aire un trono, en que estaba sentado Cristo con rostro airado y con un arco, armado con una saeta, todo de fuego. Vi por visión intelectual todo el mundo revuelto, lleno de lujuria, avaricia y rencores o enemistades; por lo cual el Juez que estaba en el trono quería disparar la saeta. Por otra parte, salió un escuadrón de demonios que pidió al Juez usase de su justicia contra los pecadores, y a estos acusadores siguió otro escuadrón de los ángeles de guarda que, haciendo acatamiento al que estaba en el trono, pidió venganza y justicia contra los que, menospreciando sus inspiraciones, se revolcaban en los tres vicios arriba dichos, pues son los que particularmente les movían a esta petición.

Condescendió el Señor, y disparó la saeta hacia la tierra, que arrojó al infierno muchos pecadores y privó al mundo de muchos justos. Iba a segundar[7] otra saeta, cuando vi que María Santísima puesta ante el tribunal del Juez detenía su brazo, movida de las súplicas de sus siervos[8]. Oyó el Señor la oración de su Madre y concedió lo que pedía con tal que los hombres se enmendasen, y que para esto se valía de las enfermedades, diciendo: “Yo heriré, yo curaré la llaga”. De suerte que las enfermedades ya no eran tanto castigo, como medio para evitar el castigo.

Pues entendí que, si los hombres no se enmendaban, verían sobre sí el brazo de la ira de Dios y así se lo intimó San Miguel que, acompañado de muchos ángeles, con espada de fuego, dijo con voz de trueno: “si no os convertís, blandirá su espada” (Salmo 7, v. 13 y 14). Después de esto se volvió el Señor a mí y me mandó escribir lo que había visto, que en suma es lo que dejo dicho”.

Hasta aquí la visión contra los pecadores.

Esta visión temerosa inflamó el celo de Bernardo para pedir por los reos de la divina Justicia. Rogaba al Señor le mostrase qué podía hacer por estos y en qué podía servir a su Majestad, y oyó que le decía con grande amor:

“Si me amas, ¿qué más quieres? Si yo te quiero, ¿qué más deseas?”

Lo que deseaba y quería Bernardo, era que el Señor perdonase a los pecadores. Empezó a pedir por ellos, y conociendo que su Majestad se agradaba de sus humildes y fervientes súplicas, se encendía en mayores ansias de pedir por los miserables.

Como fuera de sí, con amoroso celo por la honra de Dios y salvación de las almas, decía con Moisés: “Señor mío amabilísimo, perdonad a este pueblo; o si no lo hacéis, borradme de vuestro libro en que me habéis escrito”[9]. Así clamaba este celoso y amante siervo del Señor con ansias fervorosas, deshaciéndose en lágrimas; pero con mucha suavidad, quietud, dulzura e indiferencia de espíritu.

El libro en que Bernardo estaba escrito y de que decía al Señor, con semejante espíritu al de Moisés, que le borrase si no perdonaba a los pecadores, era el libro de la vida y predestinación. Pero se puede entender el celestial Libro, que por este tiempo se le mostró en una regalada visión.

Vio después de comulgar un hermosísimo joven, que entendió ser el Arcángel San Gabriel enviado por María Santísima. Traía el celeste Príncipe un grande y admirable Libro en que estaban escritos con letras de oro los nombres de los hijos regalados de María. Vio muchos nombres escritos en este Libro del cielo; pero conoció sólo uno de un Hermano de nuestra Compañía de Jesús. Como la devoción de esta celestial Reina es señal de predestinados, pudo aludir a este Libro la extática expresión de Bernardo, cuando dijo: “o perdónalos, Señor, o bórrame del libro en que estoy escrito”.

Se inclinó la piedad del Señor a las oraciones de su siervo y de otras almas, que le pedían insistentemente que cesase del todo la epidemia. Cesó, en fin, y conoció Bernardo que aun las muertes de muchos habían sido misericordia de Dios. Referiré solas dos, que tocaban muy de cerca a este amante y celoso joven. Murió en nuestro Colegio de Medina del Campo, a fines de octubre de este año, el Hermano Francisco de Abásolo, condiscípulo de Bernardo en la Filosofía. Era un joven humilde, angelical y sólidamente virtuoso. Le arrebató esta calamidad pública, con grande misericordia del Señor sin duda, “para que la malicia del mundo no mudase su entendimiento” y, por consiguiente, su voluntad y virtud. Fue su muerte dichosa, pues voló su alma al cielo, habiéndose detenido solos tres días en el purgatorio.

Así lo entendió Bernardo; porque, favoreciéndole el Señor el día de todos los Santos[10] con una visión maravillosa, en que se le mostró toda la corte celestial, vio a su amado condiscípulo entre los jesuitas, que ya reinaban con Jesús en la Gloria. Se confirmó la verdad de esta revelación con una noticia que empezó a ser pública en el Colegio. Se decía que el Hermano difunto estaba ya gozando de Dios y que se sabía por revelación de cierta persona favorecida de su Majestad y de espíritu muy probado.

Oyó nuestro joven esta noticia, y estaba asombrado y confuso porque no había descubierto todavía a nadie lo que había entendido de la gloria de su amado difunto. Le sacó de su confusión y asombro la misma noticia que se declaró más individualmente, diciéndose que una religiosa de Medina había escrito a su Director ausente estas palabras: Estando encomendando a Dios las cosas de esta Villa, tenía sobre mí a un Hermano Artista[11] de la Compañía de Jesús, y el Señor me dio a entender cosas de gran consuelo.

Estas palabras, que confirman la revelación de nuestro joven, se escribieron al R. P. Juan de Salinas, Rector de aquel colegio. A la preciosa muerte del Hermano Abásolo había precedido poco antes la del P. Francisco Mañeras, jesuita de gran piedad. Hallábase en las agonías, y entre los nuestros que le asistían concurrió el Hermano Bernardo.

Vio éste que se acercaban a la cama del moribundo algunos demonios para tentarle en esta hora. Como los tenía ya poco miedo, sin asustarse, hizo con disimulo que rociasen con agua bendita[12] el sitio donde estaban los infernales espíritus. Al instante vio que se arrojaban furiosos por la ventana, y continuando sus caritativos oficios por el moribundo, rogó a su gran protector San Miguel que asistiese al Padre, para que su muerte fuese dichosa en el divino acatamiento.

Se lo prometió el santo Príncipe, y que presentaría su alma al Señor librándole de las asechanzas del demonio.

“Yo salí de allí y dentro de poco dio su espíritu al Señor, por manos de San Miguel. Tuve mucha envidia a su muerte porque murió la víspera de la Asunción de María Santísima a los cielos”.


[1] Dos fueron las pestes que sufrió la ciudad de Medina del Campo y seguidas ambas. La primera tuvo lugar en el verano de 1729 y la otra en el otoño de 1730. Esta primera fue la más violenta; murieron muchas personas. La segunda peste, más benigna, pero un tanto contumaz en el tiempo, obligará a la comunidad jesuítica a trasladarse, en el otoño de 1730, al pueblo de Alaejos.

[2] El 10 de agosto de 1729.

[3] Notemos que este día estaba de cuerpo presente en el Colegio de Medina el P. Mañeras, fallecido la víspera, a cuya agonía había estado presente el Hermano Bernardo.

[4] Esta carta de esclavitud, de la que aquí habla Bernardo, es el ofrecimiento de sí mismo a la Virgen María para servirla en todo, como fiel esclavo suyo.

[5] Estas palabras de la Virgen indujeron a Bernardo a prepararse para la fiesta de la Inmaculada con el ardiente deseo de consagrarse ese día como hijo, y no sólo esclavo, de María.

[6] Con su palabra “infalible”: quiere decir que Bernardo le reconvenía a la Virgen recordándole cómo le había dicho que cesaría la peste y parecía no cumplirse del todo.

[7] Colocar por segunda vez.

[8] Lo que Bernardo pone aquí de relieve es la intercesión misericordiosa de María ante el Señor.

[9] Éxodo 32.

[10] El día 1 de noviembre de 1729.

[11] Estudiante de Artes (así se llamaba entonces a los estudiantes de Filosofía).

[12] Tanto San Ignacio como Santa Teresa captaron algo muy profundo de auténtica piedad eclesial en aquellas realidades externas y sencillas. La Iglesia posee también los “sacramentales”: esas realidades simples, como el agua bendita, el pan bendito, la candela bendecida… que son vehículos de gracia y ayuda en el camino de Dios.