Empieza Bernardo a experimentar el dulce martirio de los suaves y penosos ímpetus del amor divino
El día del dulcísimo P. San Bernardo[1] había entendido que nuestro Señor quería hacerle uno de los más subidos favores, que suele comunicar a las almas que escoge para sus amadas esposas. Era este una especie de padecer y gozar al mismo tiempo, que purifica el alma mucho más que otros trabajos y pruebas. Este dulce martirio de padecer y gozar explica la extática Santa Teresa de Jesús con el nombre de ímpetus, y éste le dio también Bernardo.
Lo que había conocido el amante siervo de Jesús el día de su Santo, entendió más claramente la víspera de San Francisco de Borja[2], en que le dijo el Señor que, el día siguiente, le declararía el día fijo[3] en que había de comenzar esta gustosa pena y penoso gozo. Así se cumplió puntualmente. Al tiempo de comulgar, le dijo Jesús que al día siguiente[4] a la festividad de su Patrona seráfica Santa Teresa de Jesús, tan experimentada en el paso de los sagrados ímpetus, empezaría él a experimentarlos.
Con estas prevenciones del cielo estaba prevenido Bernardo cuando llegó la festividad de la Santa, quien le visitó este día, acompañada de Santa María Magdalena de Pazzi.
“Me puso delante la Santa la felicidad del estado a que me quería subir el Señor, las obligaciones que me corrían y cuán ardientemente había de amar a quien tanto me ama”.
Después, para fortalecerle y alentarle a padecer este suavísimo martirio, le aplicó a los labios una celestial copa llena de licor divino, que le confortó y llenó de suavidad y dulzura el alma, y redundó no pequeña parte en el cuerpo. Aseguró Bernardo que teniendo el pecho cerrado, le sintió de repente desembarazado, claro y sonoro con este licor celestial[5].
Al estupendo favor de los ímpetus, ya se ve que había de preceder alguno muy particular. Llegó, pues, el día señalado, inmediato a la festividad de Santa Teresa, y se dignó el Señor hacerle el favor siguiente. Vio a Jesús sentado en un trono majestuoso, a quien acompañaba como otras veces la Reina del cielo. A la mano derecha estaban Santa Teresa, N. P. San Ignacio y San Miguel. A la siniestra, Santa María Magdalena de Pazzi, San Francisco Javier, el V. P. Padial y su santo Ángel.
Le dijo el Señor palabras de singular consuelo; entre otras, que entrase muy consolado en el paso de los ímpetus, porque movida ya su misericordia por las oraciones de sus siervos y por la conversión de algunos pecadores, se había suspendido el azote de la divina justicia[6].
Estando este día rezando devotamente el rosario de María Santísima en presencia del augusto Sacramento de la Eucaristía, sintió un fogoso ímpetu o inflamación, tan delicada y suave que, sin percibir nada el cuerpo, se abrasaba el alma en este fuego sagrado. Le causó un dolor y pena activa y delicadísima, que separaría el alma del cuerpo, si el Señor no fortaleciese con especial asistencia el corazón. Nota el devotísimo hijo de Jesús, Bernardo, que
“empezó este especial favor rezando el rosario, porque se conociese que todo me venía por las divinas manos de mi dulcísima Madre”[7].
La pena, que en este caso siente el alma, comunica por su naturaleza al cuerpo parte de trabajo, debilidad y flaqueza. Mas le significó el Señor que, por providencia amorosa y sobrenatural, no quedaba su cuerpo inútil para el trabajo y (e) inhábil para las funciones humanas de estudiar, hablar, dormir, comer, pasear, etc. Pues si padeciese el cuerpo lo que corresponde a la pena sutilísima del alma, estuviera enfermo e inútil para cumplir las obligaciones del estudio en que Dios tenía a este estudiante joven. Porque los activos, aunque suavísimos incendios del divino amor, consumen los espíritus vitales; y llegándose a este dispendio de espíritus, la sutilísima pena de los ímpetus bastaba para debilitar el cuerpo y separarle del alma.
Para dar a conocer Bernardo este paso tan sublime, delicado y oscuro, le explica con magisterio místico muy superior a su edad y a las noticias que podían haberle dado los libros. Divide los ímpetus en cuatro especies:
“la primera es la más imperfecta, y pertenece a la vía purgativa. Estos son unos ímpetus materiales, que más tienen de esto que de espirituales pues vienen con gran desasosiego del cuerpo. Estos experimenté al principio antes de la oración de quietud, y vi (esta fue la primera visión) al tierno Infante Jesús en su pesebre con una flecha, como hiriendo mi corazón. Aveces me faltaba el aliento, se me levantaba el pecho, andaba inquieto, ytodos los efectos eran materiales. En este paso, del ardor que sentía en el corazón, se me levantó por la parte de afuera una ampolla grande.
La 2ª especie perteneciente ya, ni bien a la vía iluminativa, ni bien a la vía unitiva, son otros ímpetus, con que hiere Dios al alma íntimamente causándola un escozor sabroso; a los principios participa el cuerpo éstos, ycon materiales y espirituales; al fin sólo espirituales, y sólo el espíritu los participa.
La 3ª especie son los ímpetus con que Dios arrebata el alma con algún rapto: estos no son ímpetus con tanta propiedad como los pasados en la acepción común: y yo, cuando mi espíritu se arrebata, sentía estos ímpetus; pero no hay aquella pena sobrada, que en los antecedentes, y éstos tocan a la vía unitiva.
La 4ª y última especie, más impropiamente tiene el nombre de ímpetus pues es muy diferente de las especies dichas, y ésta es la que ahora gozo, y pertenece a lo más subido de la contemplación. El nombre de ímpetus sólo se le doy porque se le da Santa Teresa, por cuanto lo más activo de este paso suele venir súbitamente, y en cuanto tiene un remedo en el gozar y padecer al de los ímpetus”.
Hasta aquí Bernardo, a mi parecer, ilustrado del cielo. Confiesa después la imposibilidad de decir todo lo que pasa por el alma en este paso; pone, no obstante, alguno de los efectos, que notaba en su espíritu, para dar alguna noticia de la esencia de estos sagrados ímpetus de la última especie[8]:
“El primero sucédeme a veces ya estando en oración, ya fuera de ella, quedar como suspenso y pasmado de suerte que, a lo que entonces me parece, juzgo estoy embelesado y sin oración; mas no es así, porque es tan activa la pena que causan estos ímpetus, que me ponen en peligro de perder la vida, y esta es la causa de que los sentidos queden pasmados y las potencias como suspensas.
Y es de advertir que los sentidos exteriores no experimentan cosa de aquella pena, porque es allá en el fondo íntimo del alma. Lo que no sucede en los otros ímpetus, que parece los siente el alma con el cuerpo; lo superior del alma está en una altísima contemplación, en la cual se une tan estrecha y delicadamente con el Señor, que no lo percibe. Aquí se comunica Dios al alma de un modo muy extraño.
El 2º efecto de estos ímpetus sagrados es causar en el alma una dulcísima pena, que consiste en abrasarse suavemente en amor con un íntimo deseo de Dios, y con unas deliciosísimas ansias por su amado, con que se consume por amarle más; son las mismas ansias, el mismo amor, y cuanto más ama, más siente la pena, porque aspira a amarle más; te parece al mismo tiempo que no ama, ni que tiene presente a su amado, a quien busca, por quien muere, por quien padece.
Lo que aquí se padece es imponderable, mas no me puede entender quien no lo ha experimentado. Me tiene santamente desatinado que, en medio de esta pena, hay un no sé qué, que la hace más amable que cuantos favores la ha hecho el Señor. Tiene el alma un gozo mezclado con la pena, no reflejo, que me saca de mí; y me admira que, abrasándose, consumiéndose, reventando y andando entre los incendios del divino amor, le parece no sólo que no ama, más aún que está muy lejos de amar y estar con su querido amor.
No sé cómo expresar este paso, pues no hay palabras que alcancen. Se ve el alma como uno que se está ahogando entre innumerables aguas, como uno que se halla en el aire sin tocar cielo ni tierra; amándolo allí, padece como uno que se halla en las agonías de la muerte. Pero ¡oh Dios!, que no se ve satisfecha y quisiera no cesase tanto padecer, pues ama el verse como suspensa en el aire y como en el tránsito de la muerte, y bien que lo experimentaba Job cuando dijo: “¡Preferiría mi alma el estrangulamiento, la muerte, más que mis dolores!” (Job 7,15).
Después se pone a distinguir con magisterio divino estos ímpetus, que ahora gozaba, de los de la segunda especie, porque no se confundan entre sí.
“Parecerá en los términos con que hablo que estos ímpetus son lo mismo que los de la segunda especie, pero no es así; y yo uso de estos términos porque no hallo otros.
Allí siente el alma muy bien que su dolor es de amor, y que está con el Señor, que es quien la hiere; aquí nada de esto hay, pues piensa no amar, que está ausente de su Dios, y (e) ignora qué es lo que causa su pena. Allí parece previene el alma el ímpetu; esto es, ya conoce que la hiere, aunque es de improviso; aquí nada menos, que no la da lugar su dolor para estas reflexiones; allí se estremece el cuerpo y participa bastante de la herida, aquí no sabe lo que pasa en lo interior hasta que ha pasado, ni participa sino una redundancia muy moderada, pues no pudiera sufrirla igual a la interior.
En la 2ª especie hieren al alma al modo que, para herir el corazón, hieren el pecho antes; aquí parece hiere el corazón, sin tocar lo que está antes de él; esto es, hieren el fondo del alma sin que tenga parte el cuerpo. Allá parece que aunque la herida es con fuerza, no es de muerte; acá parece convierte en polvo cuanto halla, y es herida de amor mortal; y sin duda uno de estos ímpetus solo bastaba para quitarme la vida, que en este paso está en mucho peligro, como también lo decía mi Patrona Santa Teresa; y yo espero, como la misma Santa que, en siendo la voluntad de Dios, he de rendirla a manos de tan amorosos matadores[9], que no es menester más para eso, que el Señor deje que corresponda al cuerpo en igualdad lo que pasa en lo interior, y suspenda el continuo milagro que conmigo está obrando”.
“También parecerá que este paso es violento, quiero decir que no es puramente espiritual, en las voces, con que me explico, que indican violencia, como el mismo nombre de ímpetus lo dice; pero no es así, que por eso advertí que no le conviene propiamente a este paso este nombre.
Es este paso muy espiritual, muy suave, muy dulce, que toda la fuerza del amor se convierte en suavidad sin que prorrumpa en ímpetus a lo exterior; ni a lo interior siquiera, porque el alma no se turba, sino que queda aun en la misma fuerza del ímpetu en un sosiego y tranquilidad mayor que la que experimentaba en la contemplación antecedente a este estado.
De donde saco que es el amor perfecto[10], pues no causa los ímpetus violentos que la segunda especie. El cuerpo no participa sino una disminución grande de fuerzas, quedando sin fuerzas y como desmayado y casi frío, y esta comunicación también es por modo muy suave y sagrado. Me hallo bañado de unas lágrimas, que es en lo que parece se desahoga el alma, pero esta agua no basta para apagar tanto incendio, sino antes le aumenta”.
Pone, en fin, la tercera señal de estos ímpetus amorosos, que es una soledad interior y exterior tal, que es inexplicable si no lo explico con sus mismas palabras. Dice así:
“Entre otros efectos que experimento, es una soledad extraña, así interior como exterior: Aunque esté rodeado de gente, estoy como en lo más retirado, y lo interior está como si solo yo hubiera en todo el espacio del mundo; y estima esta soledad el alma más que toda otra compañía fuera (de) la del Amado, cuya ausencia, a su parecer, causa esta soledad; porque a él sólo quiere, a él sólo busca, a él sólo tiene por consuelo, y así ni (en) las criaturas de la tierra, ni las del cielo, ni en los gustos del cuerpo, ni en los del alma sosiega; sólo sosiega con su Amado, que no se contenta con menos que él, y por eso es su pena tan inconsolable, porque la parece no halla a su Dios.
Parecerá que no busca a Dios, sino al sentimiento de Dios, pues con Dios está, mas no es así, que a ella la parece no está con él. Y estas ansias amorosas son quietísimas y suavísimas, y a mi parecer en medio de ellas está muy indiferente en la voluntad de Dios, aunque parezca se opone la indiferencia a estas ansias. Lo continuo que en mi alma pasa son estas dulces ansias, consumiéndose con una sed insaciable de Dios, y los ímpetus no es más que aumentarse este amor mismo ansioso.
Anda el alma que parece la están diciendo: Ubi est Deus tuus, como también dice Santa Teresa, y esta es la presencia de Dios que traigo, tan penosa como suave. Aquí no hay consuelo; aunque se quiera ayudar de la indiferencia no sirve, pues no está en su mano. El consuelo único es aquella misma pena, que no quiere ella, ni busca consuelo sino en su Amado. Lo que me parece la consolaría fuera hallar otra alma herida de este modo, o quien la entendiese para que con sus expresiones acabase de explicar su pena”.
Hasta aquí las palabras de este joven iluminado místico, de las cuales me he servido por todo este capítulo, pareciéndome imposible hallar conceptos, ni términos para explicar lo que él mismo nos hace inteligible con sus voces.
[1] El 20 de agosto de 1729.
[2] El 9 de octubre de 1729. La fiesta de San Francisco de Borja se celebraba entonces el 10 de octubre; actualmente se celebra el 3 del mismo mes.
[3] Se repite frecuentemente: el de decirle el Señor cuándo comenzarán las pruebas o favores divinos; es algo que no suele producirse en la vida de otros santos.
[4] El 16 de octubre.
[5] Son experiencias místicas, expresadas con imágenes que expresan de algún modo, aunque rudimentario, lo que siente y pasa allí, en el fondo del alma.
[6] Hace alusión a la peste declarada en Medina del Campo aquel verano de 1729 y que produjo no pocas víctimas mortales.
[7] No es infrecuente, en la vida de Bernardo, el que muchas de sus más preciadas gracias y favores de Nuestro Señor tengan lugar en fiestas de la Santísima Virgen o con motivo u ocasión de invocarla, como en este caso.
[8] Bernardo pone como efectos del cuarto ímpetu “los sentidos como pasmados y las potencias del alma como suspensas”, y una “dulcísima pena”, que –paradójicamente– llena de gozo íntimo el alma.
[9] ¿Murió el P. Bernardo de Hoyos en uno de estos ímpetus de amor, que él llama “mis matadores”? Por los datos que tenemos de su muerte, no nos atreveríamos a afirmarlo, pero tampoco a negarlo. Sólo Dios sabe lo que pasa entonces en el alma; en ocasiones algo se puede columbrar desde fuera.
[10] Hablando de esta materia, escribe así Santa Teresa: “Desde ha poco tiempo comenzó su Majestad, como me lo tenía prometido, a señalar más que era Él, creciendo en mí un amor tan grande de Dios que no sabía quién me le ponía, porque era muy sobrenatural ni yo fe procuraba. Veíame morir con deseo de ver a Dios y no sabía adonde había de buscar esta vida si no era con la muerte…” (Vida, cap. 29, 8-9).