Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XVIII)

Hace los ejercicios espirituales de Ntro. Padre San Ignacio y se continúan las ilustraciones
y favores que en ellos tuvo

Por la epidemia que habían padecido en el otoño casi todos nuestros jesuitas de nuestro colegio de Medina, fue preciso que se dilatasen los Ejercicios que se hacen indefectiblemente todos los años en nuestra Compañía. Entró en ellos Bernardo muy ansioso de aprovecharse de este medio divino para llorar las faltas cometidas, corregir la vida imperfecta y adelantarse en el camino de la perfección. La materia que se propone para meditación de estos anuales Ejercicios, son las postrimerías[1].

Se aplicó a meditarlas profundamente, deseoso (de) que el Señor le imprimiese aquel santo temor de Dios que mantiene las almas en su gracia; y así empezaba siempre su meditación por las eternas verdades que se habían propuesto a la comunidad la noche precedente. El Señor las imprimía en su espíritu con celestial viveza y le ilustraba con particulares luces que inflamaban ardientemente su voluntad bien dispuesta.

Empezó el día primero[2] a meditar el fin para que fue creado el hombre. A pocos instantes de meditación, se halló en una altísima contemplación de la Divinidad, engolfado en soberanas inteligencias de la eternidad de Dios a parte ante[3]. Le dijo el Señor lo del Apocalipsis: Ego sum Principium “Yo soy el principio”, y le declaró con modo muy amoroso que su Majestad era su principio, de quien dependía como criatura de su Creador, y que debía amarle como a principio, fundamento y centro de su amor.

En otra hora de oración de este mismo día le comunicó el Señor, con sublimes inteligencias, que era su último fin: Ego sum Finis: que, así como todas las criaturas tienen a Dios por su principio, le deben reconocer por su fin; que por tal buscase a su Majestad solo, por su bondad y amabilidad infinita, que este era el modo más seguro de conseguir la Gloria para que le había creado. Aquí le mostró el Señor la Gloria que había de gozar, ratificándole su predestinación.

El segundo día, en que se propone por materia de la meditación la gravedad del pecado mortal, le comunicó el Señor sólidas inteligencias sobre la monstruosa malicia del pecado.

“Si Dios Ntro. Señor con extraordinaria Providencia, no me asistiera esta vez, como otras, en que me comunica su divina luz para conocer sus ofensas, moriría repentinamente, y reventaría a vista de tan horrenda y estupenda maldad por estos dos extremos: por el amor a aquella suma Bondad y dolor de haberla ofendido; y de aborrecimiento y espanto del pecado”.

Hasta aquí Bernardo, quien tuvo, en su proporción, semejantes inteligencias para aborrecer y detestar los pecados veniales y las imperfecciones tan ordinarias, aun en las personas que aspiran a la perfección. Acerca de las imperfecciones moralmente inevitables, le dio el Señor una celestial doctrina. Le dio a entender que le agradaba mucho la humildad, compunción y amor, que sus siervos sacaban de las faltas: y que en éstas era necesario un corazón grande, dilatado y magnánimo[4], para que, en humillándose y pidiendo perdón al Señor, no se pasmase de verlas en sí.

El día tercero de sus ejercicios continuaron las mismas inteligencias sobre la horrenda maldad de los ángeles rebeldes que pecaron y la amorosa sujeción de los santos ángeles, que con su Príncipe San Miguel vencieron y arrojaron del cielo a los espíritus soberbios y malaventurados.

En el día cuarto de los ejercicios, día de los Santos Reyes, en que se repetía la santísima costumbre de nuestra Compañía de Jesús la renovación de los votos del Bienio[5], gozó Bernardo singulares favores. Al empezar la renovación vio que se formaba un celestial teatro, como para ver esta representación del cielo. En un trono se descubría (a) Cristo Señor nuestro; estaba en otro majestuosamente sentada la Reina de los ángeles. Ocupaba otro nuestro glorioso P. San Ignacio. Componía la música de este teatro y representación la música de los ángeles, que cantaban motetes angélicos; pero esta música cesaba cuando los jesuitas jóvenes renovantes leían la fórmula de sus votos: Omnipotens sempiterne Deus, etc[6].

Con este silencio de la armonía del cielo significaba el Señor que no le era menos agradable la música que hacían los corazones fervorosos de los renovantes con la renovación del holocausto de sus votos: pobreza, castidad y obediencia. Cuando renovó Bernardo con los amantes afectos que no puede él mismo explicar, entendió que, al pronunciar las palabras: “delante de la sacratísima Virgen María”, esta su dulce Madre y Señora recibía singular complacencia y le ofrecía con especial amor a su divino Hijo. Nuestro P. San Ignacio, al oír: “y prometo entrar en la misma compañía”, le ofreció con particular cariño que le tendría por su hijo.

Al tiempo de comulgar recibió este favor divino: Vio dentro de su alma a Jesús muy glorioso, apacible y benigno, y reparó (en) que el amorosísimo Jesús había puesto su Sagrado Corazón en el mismo sitio donde correspondía estar el de Bernardo; pero de este modo admirable. El corazón de este joven estaba como cerrado o engastado en el de Jesús, quien le dijo con indecible amor: “tu corazón es mío y el mío tuyo; hallaste gracia en mis ojos; porque te hallé según mi Corazón”. Estaban los dos Corazones heridos y traspasados con tres saetas pequeñas de oro, cuya punta era el fuego del divino Amor, como el dardo que hirió el corazón de Santa Teresa. Simbolizaban las tres saetas los tres votos, que poco antes había ofrecido Bernardo al Señor. Los secretos amorosísimos (concluye este favor) que aquí pasaron no se sufren decir, ni se pueden explicar.

El quinto día de los Ejercicios, en que se meditaba la temerosa sentencia de nuestra muerte, por ser incierta la hora y una sola vez, fue deliciosísimo para Bernardo. “Oh muerte –exclamaba– ¡qué dulce es tu recuerdo!” Se la hizo muy dulce el Señor con las ansias que le dio de salir de esta vida para unirse con su Amado por la puerta, terrible para otros, de la muerte. Reparó en sus ardientes deseos de morir, y temiendo alguna imperfección que al principio –dice– suele mezclarse en semejantes deseos, puso su espíritu en una grande indiferencia. Ni deseaba con ansia morir, ni rehusaba morir; sí sólo que se cumpliese, en todo, la divina voluntad de su Amado.

Le reveló ahora la bondad infinita del Señor cuán preciosa había de ser su muerte en su divino acatamiento, que en ella le asistirían muchos ángeles, con su Príncipe San Miguel, Ntro. P. San Ignacio, San Javier, Santa Teresa de Jesús y los demás Santos sus devotos. A su muerte se hallarían presentes para recibir su alma Cristo Señor nuestro y su Madre María Santísima[7], en cuyas manos divinas daría su espíritu al salir del cuerpo, para que le presentase a su Hijo Divino y este Señor al Eterno Padre.

“¡Oh dicha felicísima, me levantáis, Señor, del estiércol de mi nada y miseria, para colocarme entre los Príncipes de vuestro Reino!”

En el día sexto que proponía a la meditación el terrible paso del Juicio particular, entendió con soberanas luces que el Juez rectísimo será todo severidad para los pecadores marcados con la señal de réprobos, que ha de poner el Anticristo en su frente: que hará el Anticristo “que todos tengan su maldita señal, que será su nombre, en su diestra o en su frente”. Pero será el Señor todo benignidad para con los justos que tuvieren en su dichosa frente el real sello de la Santa Cruz: “No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios” (Ap 7, 3).

El día séptimo se meditaba la pavorosa meditación del infierno. En este día vio Bernardo por altísima contemplación las sendas por donde se hubiera precipitado en el abismo infernal, si la amorosa misericordia de Dios no le hubiese prevenido con sus especiales misericordias. Entendió una cosa de grande enseñanza para religiosos: que su predestinación había dependido de la sinceridad con que, luego que entró en la Compañía, empezó a declarar a sus Superiores cuanto pasaba por su alma. De esta claridad de conciencia, que tanto encomienda Ntro. P. San Ignacio[8], pende muchas veces la perseverancia en la Religión y la perfección a que Ntro. Señor destina a muchos jesuitas.

En este día le mostró el Señor el infierno en esta forma: Se halló con el espíritu en un campo espacioso, y el Señor que le acompañaba le entregó al santo Ángel de su guarda para que le guiase. Le dijo el santo Ángel: “Ven y te mostraré esta gran visión”. Al instante se abrió el infierno y vio los terribles tormentos con que eran atormentados los pecadores. Reparó tres senos en aquel infelicísimo lugar. En el primero estaban los pecadores, llamémoslos así, vulgares o comunes. En el segundo, los malos sacerdotes; y en el tercero, aquellos que, habiendo sido llamados del Señor a la perfección y comunicación íntima con su Majestad, no se habían aprovechado de sus inspiraciones.

Vio también distintamente los particulares y atroces tormentos con que se castigaban algunos pecados particulares: los deshonestos, los avaros, ambiciosos, etc. Le mandó el Ángel que escribiese lo que había visto, diciéndole: “las cosas que has visto, las viste para salvación de los que viven; escríbelas”. Obedeció al santo Ángel y escribió muy difusamente esta visión, que envió a un apostólico Misionero[9] de nuestra Compañía para que se sirviese de ella en el sermón del infierno.

Hallábase el joven horrorizado con lo que veía: mas, a esta espantosa visión, se siguió mostrársele muy amoroso el Señor, y le confirmó la noticia de su predestinación. Su alma amante y temerosa se atrevió a pedir a su amabilísimo Dueño, que veía tan afable y benigno, alguna señal de ser predestinado. “Mañana te la daré” –respondió el benignísimo Jesús– a la petición de su siervo, que no procedía de curiosidad, sino de amor extático y ansias amantes de su enamorado corazón.

El día octavo y último de Ejercicios fue muy señalado con favores indecibles. Dígalos con sus palabras Bernardo:

“Después de haber comulgado me dijo el Divino amor Jesús que me quería dar la prenda y señal de nuestra predestinación que el día antes me había prometido; y que serían dos, una en nombre de la Divinidad y otra en nombre de la Humanidad; y al punto se me mostró más glorioso y hermoso que otras veces, por visión imaginaria; y vi su Sagrado Corazón, que de las tres heridas que le habían abierto las tres saetas de que he hablado, arrojaba rayos de luz purísima, y se encaminaban hacia mi corazón; pero antes de llegar, formaron un corazón en medio del de Jesús y el mío, que parecía de oro mezclado con plata, o de electro.

Sobre este corazón se esmaltaron un diamante preciosísimo y una hermosa esmeralda. Era este corazón símbolo de las tres virtudes teologales; el corazón en el oro significaba la caridad para con Dios, y en la mezcla de plata la del prójimo; el diamante firmeza de la fe y la esmeralda la esperanza. Entre estas dos piedras estaba, no grabado, sino escrito con la Sangre purísima del Corazón del Señor, el dulcísimo nombre de Jesús; y diciéndome palabras sumamente amorosas, llegó este corazón así aderezado al mío, con el cual se penetró y como identificó.

Entre otras cosas me dijo el Divino amor que, con esta prenda, bien podía estar seguro de mi predestinación y de su cumplimiento, como de la de los P.P. N.N.; pues era de fe que no podía condenarme teniendo esta prenda que Él me infundía de la fe, esperanza y caridad, y las virtudes morales y dones, que cifran las letras de “Jesús”[10]: “indiferencia, estima de sus dones, simplicidad, humildad, sabiduría en las cosas de espíritu”, para saber diferenciar entre los espíritus encontrados. Me confirmó la promesa con su palabra, con su firma y, para confirmarla con la obra, me dio su diestra y tomó con ella la mía, sintiendo entonces una suavidad, aun material, inexplicable.

Con esta visión de la santísima Humanidad, me levantó el Señor a otra más alta para darme la señal y prenda de la Divinidad; porque vi como en un espejo, por visión abstractiva, la unidad en la esencia y distinción en las personas. El Padre eterno me acarició amoroso y, diciéndome otras palabras de mucho amor, entre otras me dijo que mirase, y vi por una visión intelectual, la más subida que hasta aquí había tenido, en su Divina mente, la predestinación de todos los que se han salvado y se han de salvar, quasi in abstracto, y claramente vi la de los cinco[11] escrita en la mente del Padre, como en Libro de la vida. Luego el Verbo y el Espíritu Santo me certificaron lo mismo con palabras que no es lícito al hombre pronunciar”.

Por corona de estos ocho días de ejercicios pongo dos lances de finísimo amor del Corazón Sagrado de Jesús con el de su Bernardo. En la hora última de oración del día octavo se le apareció glorioso Jesús con su Divino Corazón descubierto. Traía en sus santísimas manos, más blancas que la nieve, las tres saetas de oro con puntas de fuego de que ya hablamos antes.

Le dijo Jesús que eligiese de aquellas saetas la que más le agradase:

“Yo entonces, arrebatado de amor, acordándome del lugar de los Cantares: «heriste mi corazón», sin hablar palabra, tomé las tres saetas y las clavé en aquel divino Corazón, y el buen Jesús, haciendo un ademán de mucho amor, me dijo que el clavar en su Corazón las saetas era herirme a mí mismo, como vería el día siguiente”.

Así lo vio y experimentó el enamorado joven; porque volvió Jesús, descubierto su amante Corazón, en que se veían clavadas las tres saetas. Le dijo el Señor que, así como cuando su Madre hería su corazón con alguna saeta de amor, no podía apartarse de su presencia, así teniendo su Corazón herido con las tres saetas del día precedente, no podía apartarse de su vista: que sería bien partiesen las tres saetas.

Entonces Bernardo con las amorosas cifras[12], que sólo entienden el Señor y sus favorecidos, significó que, siendo tres, no podía ser igual la partición y que uno debía llevar dos saetas. A este tiempo se dejó ver la Santísima Madre de Jesús y Madre adoptiva de Bernardo, y le dio a entender que recibiría gustosa una saeta en su amabilísimo Corazón. Al punto tomó el amante joven una saeta del Sagrado Corazón de Jesús y la clavó en el de María.

Entonces, para concluir este lance de regaladísimo amor, sacó el Divino Jesús de su Corazón una saeta y, flechándola al corazón de Bernardo, le dijo: “traspaso tus carnes con mi amor”. A este impulso del dardo divino se siguió un ímpetu de amor tan violento, que le puso en términos de separarse el alma del cuerpo.

“Desapareció la visión y yo quedé como ahora me hallo, con los ímpetus tan amorosos como antes de la interrupción; y como el Señor y su Santísima Madre se fueron también heridos, me llevaron el corazón en dulces gustos”.

Hasta aquí Bernardo. Y previniendo el juicio de algunos incrédulos, nada experimentados en estos lances de amor de las almas favorecidas, dice:

“A algunos se harán sospechosas estas finezas, pareciéndoles indignas de la imaginación de Dios; pero es que no han gustado cuán suave es el Señor, ni han experimentado aquellas delicias que el Señor tiene con los hijos de los hombres”.


[1] En tiempo de Bernardo, los Ejercicios anuales de ocho días eran los de “primera semana’’, el tema principal de las meditaciones y contemplaciones tiene como centro las llamadas “verdades eternas’’ o “novísimos” o “postrimerías”.

[2] El primer día de Ejercicios fue el 3 de enero de 1730.

[3] Con esta expresión latina Bernardo quiere decir que medita en el Dios de la eternidad, antes de que creara el mundo y demás acciones suyas en el tiempo.

[4] En la ascética cristiana las faltas no han de impedir el tener un corazón magnánimo e inasequible al desaliento, pues sabemos que el Señor está cerca del “corazón contrito y humillado”, como dice el salmo, y que “un corazón así, el Señor no lo desprecia”.

[5] Los jesuitas, terminado el noviciado, hacen ya votos simples perpetuos. Al final de la formación, tanto quienes son sacerdotes como quienes no lo son, hacen su profesión solemne emitiendo los mismos votos de pobreza, castidad y obediencia, y añadiendo algunos (los llamados Profesos) un cuarto voto de especial obediencia al Sumo Pontífice.

[6] Así comienza la fórmula antiquísima de los votos en la Compañía de Jesús. Dice así: “Todopoderoso y sempiterno Dios, yo, N. N., aunque del todo muy indigno de parecer delante de vuestro divino acatamiento…”

[7] Había escrito, hablando de sus ímpetus de amor divino, estas palabras que hacían alusión a su muerte, imprevisible por entonces: “Yo espero, como la misma Santa (Teresa) que, en siendo voluntad de Dios, he de rendir la vida a manos de tan amorosos matadores”.

[8] En la regla 41: “No deben tener secreta alguna tentación que no la digan al Prefecto de las cosas espirituales”…

[9] Se refiere al P. Pedro de Calatayud, misionero popular muy famoso en el siglo XVIII, que recorrió toda España y Portugal dando misiones al pueblo. Sabemos que Bernardo le envió la visión que había tenido y el P. Calatayud la empleaba en sus sermones.

[10] La palabra IESUS, en latín, en cuyas letras ve Bernardo una serie de virtudes.

[11] Estos “cinco” formaban el grupo con el que Bernardo difundió la devoción al Corazón de Jesús: son los Padres Juan de Loyola, Agustín de Cardaveraz, Pedro de Calatayud, Lorenzo Jiménez y probablemente Manuel de Prado, su primer maestro de novicios y luego Provincial.

[12] En el sentido de “señales”, “expresiones” … con las que mutuamente se entienden, como sucede con dos enamorados que, sin hablar, con sólo mirarse ya se comprenden.