Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XX)

Comunica el Señor a Bernardo muchas inteligencias de la Sagrada Pasión: Ve a Jesús obrando estos Sacrosantos Misterios, y padece con su amado Jesús

Contemplando[1] nuestro devoto joven la ingratitud y desvío con que los de Jerusalén habían dejado salir de su ciudad a Jesús el día de Ramos, procuró disponer su corazón para hospedarle amoroso al tiempo de comulgar. Le premió prontamente el Señor su buen deseo, porque gozó en la comunión el favor mismo que su amada Santa tuvo en este día.

“Un día de Ramos (dice Santa Teresa) acabando de comulgar quedé con gran suspensión de manera que aun no podía pasar la forma, y teniéndomela en la boca, verdaderamente me pareció, cuando torné en mí un poco, que toda la boca se me había henchido de sangre; y parecíame estar también el rostro y toda yo cubierta de ella; como si entonces acabara de derramarla el Señor me parece estaba caliente, y era excesiva la suavidad que entonces sentía, y díjome el Señor: Hija, yo quiero que mi Sangre te aproveche, y no hayas miedo que te falte mi misericordia. Yo la derramé con muchos dolores y gózasla tú con tan gran deleite: como ves, bien te pago el deleite que me hacías este día”.

Hasta aquí la pluma seráfica de Santa Teresa; y su devoto, refiriendo el favor que le hizo el Señor Sacramentado este día, dice:

“Me lo pagó el Señor con el mismo favor que a la Santa; me dijo las mismas palabras que a Santa Teresa, que las refiere en las Adiciones a su Vida”.

El miércoles de la Semana Santa, al tiempo de cantar el oficio de las tinieblas[2] con la comunidad, tuvo divinas inteligencias y visión intelectual de las operaciones internas del Espíritu, Alma y Corazón de Jesús. Vio a este Señor orando en el Huerto y, al cantar: “mi alma está triste hasta la muerte”, conoció su tristeza, congoja y aflicción.

Se le representó esta pena del Salvador tan excesiva, que todas las penas y aflicciones de todos los hombres juntas no llegarían a componer la menor pena interior de su divino espíritu. Con ser tan atroces los tormentos que padeció el sacratísimo Cuerpo de Jesús, le parecieron muy pequeños comparados con las penas interiores. Al ver estas terribles aflicciones de su amado Jesús, sintió un grande estremecimiento y unas congojas mortales contra sudores de todo el cuerpo. Vio después al Señor preso, azotado, coronado de espinas, escarnecido de los soldados, y quedó fuera de sí, viendo lo que interiormente obraba en estos misterios el alma santísima de Jesús.

Entendió el sentido de muchos salmos, al tiempo de cantarlos. En unos le daba el Señor doctrina para su perfección, en otros para los pecadores, y en muchos se le descubrían maravillosas inteligencias de las perfecciones de Dios y de su divinidad. Al cantar el verso 29 del salmo 65: “que le adoren todos los reyes de la tierra, que todos los reyes le sirvan”, se le dio a entender y vio con sumo gozo que llegaría tiempo en que todos cuantos habitaren sobre la tierra conocerán al Señor por verdadero Dios y adorarán a su Hijo Jesucristo.

Andaba tan confuso con estos favores, que dice:

“quedé confuso de mi nada, que la vi muy bien, y de tan grande misericordia de Dios para con mi ingratitud; y este conocimiento y estupenda aniquilación del alma en su nada fue preparación para los favores que se siguen, que me sacan de juicio, y no sé quién los leerá que no ame a Dios y ensalce sus grandezas para con los hijos de Adán”.

Parecieran increíbles los favores que recibió los tres días últimos de esta Santa Semana, si el Señor no los hubiera comunicado a otras almas favorecidas suyas, aun en estos tiempos (como se lee en el admirable libro de la Pasión comunicada a la Ven. Madre María Juana de la Encarnación, Agustina Recoleta en el observantísimo convento de Murcia)[3]. Pasó Bernardo la noche del miércoles entre las delicias penosísimas de los ímpetus, que le dejaban gracias tan estimables.

Asistiendo a la Misa del Jueves Santo, vio por visión intelectual a Jesús instituyendo el Santísimo Sacramento en la misma forma que su infinito amor le instituyó la noche de la cena. Conoció con ilustración divina los volcanes e incendios en que ardía su Sagrado Corazón esta feliz noche. Pues el favor infinito de la institución del Santísimo Sacramento fue una como respiración de aquel fuego de amor a los hombres que ardía en su divino pecho.

Al tiempo de comulgar la comunidad de nuestro colegio de Medina del Campo, vio por visión imaginaria un rico y celestial pabellón que cubría todos los jesuitas. Para que comulgase Bernardo, extendieron, como otras veces, los dos ángeles un celestial paño. Pero aún fue más regalado el favor de este día. Cuando el celebrante alargaba la Sagrada forma para comulgarle, Jesús, sumo sacerdote tomó la misma forma y le comulgó con sus mismas sacratísimas manos, diciendo: “Mi Cuerpo guardará tu alma para la vida eterna”.

Hizo el Señor con el corazón de su siervo una cosa, posible sólo a su infinito amor omnipotente. Quiso que todo el tiempo que su Cuerpo sacrosanto estuviese en la custodia o sagrario, estuviese el corazón de Bernardo en dos lugares: en el sagrario, adorando y amando a su amabilísimo Dueño, y en su frágil cuerpo, sirviendo de custodia o sagrario al Cuerpo del Señor; y añadiendo Jesús favores a favores, le dijo que se conservarían incorruptas las especies sacramentales en su corazón hasta que, el día siguiente, María Santísima, su dulce y afligida Madre, le comunicase parte de sus agudísimos dolores.

Como su corazón servía de custodia a su divino amor sacramentado, estaba fuera de sí y se admiraba de poder asistir a las funciones materiales humanas.

“Me mandó el Señor ir a comer, etc., que si no, yo no sé cómo fuera: no tuve aliento para acostarme esta noche; sólo me eché sobre la cama con su licencia, y mientras dormí, amaba mi corazón, según estaba en el Monumento”.

La mañana del Viernes Santo salió con la comunidad de sus condiscípulos, como es costumbre, a visitar las estaciones o iglesias[4]. Vio con visión imaginaria al Señor, que llevaban los malos sacerdotes de Jerusalén a casa de Pilatos. Oyó que iban tratando al Santo de los Santos de embustero, engañador e hipócrita; y le dijo: “Día vendrá en que te traten de embustero, engañador e hipócrita; pero mírame y pórtate según el ejemplar que ahora te muestro”.

Serían como las nueve y media de la mañana cuando vio por visión imaginaria a Jesús azotado ya, coronado de espinas, etc., y que Pilatos le mostraba al pueblo, diciendo: ecce homo, veis aquí este Hombre. Le vio Bernardo como le describe Isaías: “No se descubría en Jesús hermosura, desde la planta del pie hasta lo más alto de la cabeza estaba lleno de llagas”.

Le miró muy amoroso el Señor, y Bernardo sumamente compadecido y traspasado de dolor, preguntó a Jesús: “¿Quién os ha puesto así, amor mío?” La respuesta fue: “Los pecadores”. En tiempo de los oficios divinos del Viernes se le mostró por visión imaginaria crucificado y vertiendo arroyos de sangre por sus sacratísimas llagas de pies y manos. Estaba al pie de la cruz María Santísima con el dolor y amargura que correspondía al inmenso amor con que amaba a su divino Hijo.

Miró el Señor crucificado entre tantos dolores a su amante siervo, y le encomendó a su amada Madre con aquellas tiernas palabras: Ecce Mater tua: “Ves ahí a tu Madre”. Le recibió María Santísima por hijo regalado, y añadió la afligida Madre que para que conociese que le recibía por tal, le cumpliría la promesa que antes le había hecho. Esta era comunicarle parte de los dolores internos de su afligidísimo Corazón, según la pequeña capacidad del corazón de su siervo. Le dio a entender que sentiría esta participación de sus agudos dolores luego que se consumiesen las especies sacramentales que aún conservaban en su corazón la real presencia de Jesús sacramentado. Que sucedería esto al tiempo que la Sagrada Hostia, que había de recibir el Sacerdote en la Misa de este día, se consumiese en su estómago.

Al tiempo, pues, que naturalmente habían de faltar o consumirse las especies de la Hostia, que recibió el Sacerdote que celebraba este día, sintió Bernardo los agudísimos dolores que su Santísima Madre le había ofrecido como gran favor. Díganos él mismo con sus sentidas palabras lo que pasaba en su interior:

“Al punto me hallé engolfado en un mar de tristezas, de penas y aflicciones interiores, que poco a poco se fueron aumentando de modo que, no padeciendo cosa alguna el cuerpo, a veces se suspendían los sentidos corpóreos, embargados de la soledad pasmosa de los sentidos interiores.

Después de tinieblas, se anegó del todo mi espíritu en excesivas olas de tristeza, contemplando sepultado a mi Dios y afligida a mi Santísima Madre. Estaba mirando en mi santo crucifijo la imagen de lo que por la mañana había visto, y fue tanta la fuerza del dolor interior que, con un dolorosísimo suspiro, se dividió física y realmente mi corazón en dos partes con dolores materiales espiritualizados, que no eran cosa en comparación de los queatravesaban mi espíritu.

Se separó y dividió por medio la imagen de mi amor Jesús, que tengo impresa en mi corazón, jeroglífico de la separación del sagrado cuerpo del Señor y de su santísima alma. Pasé en la aflicción que se puede colegir de lo dicho todo este día, y la suspendió algún tanto el Señor para que pudiese dormir; que cierto no lo hubiera hecho, mirando a mi amor en el sepulcro, si pudiera pedirle licencia como la noche antecedente. Quedé resuelto a no dormir en cama todos los años los tres últimos días de Semana Santa, si mis Padres espirituales me dan licencia. Desperté engolfado en mayor tristeza y conflicto; y estando en oración mi corazón dividido, muy mustio y melancólico, sudando sangre, como el Señor en su cuerpo, en fuerza de la tristeza y congoja interior”.

Toda esta pena inexplicable se continuó hasta que oyó cantar en los oficios divinos del Sábado Santo: “Alégrense ya todos los ángeles del cielo”[5]; entonces vio al alma santísima del Señor en el seno de Abrahán aterrando a los demonios y glorificando a los justos, quienes en compañía de los ángeles le cantaban el triunfo y las victorias que había conseguido con su muerte. Fue tan singular el consuelo que con esta visión gloriosa tuvo el joven afligido, que se volvió a juntar su corazón, antes milagrosamente partido, como dijimos.

El día de la triunfante Resurrección del Señor vio a su Majestad con singular gloria, y le alentó a padecer mucho por su amor. Quedó con la celestial vista muy consolado y tan animado para padecer, que deseaba con ansias los trabajos:

“Tengo tales deseos de padecer algo, que me causa positiva alegría y consuelo sólo las esperanzas de padecer: «dispuesto está mi corazón, Dios mío, dispuesto está»”[6].



[1] Todas estas contemplaciones y experiencias interiores de que habla Bernardo en este capítulo, tuvieron lugar en la Semana Santa de 1730, estando él en Medina del Campo.

[2] Los estudiantes jesuitas cantaban los Oficios durante la Semana Santa, y a esto alude aquí Bernardo. El oficio llamado “de tinieblas” era el oficio de Maitines, con los tres nocturnos de tres salmos cada uno. Al final, una vez apagadas las velas en el tenebrario (una por cada salmo) y escondida una de ellas detrás del altar mayor, como símbolo de la pasión, sufrimientos y muerte de Jesucristo (“ver cómo la divinidad se esconde en la pasión”, escribirá San Ignacio en sus Ejercicios), toda la iglesia quedaba a oscuras, y entonces se hacía ruido golpeando los libros contra los bancos y haciendo estrépito, en señal de duelo por la pasión y muerte del Señor.

[3] Se distinguió por su acendrada contemplación y amor a la Pasión del Señor.

[4] En tiempos del P. Hoyos regía la antigua liturgia de Semana Santa, se empleaba parte del día de Viernes Santo en ir adorando al Señor en los diversos Monumentos que se habían puesto en las distintas iglesias de la ciudad.

[5] Es el comienzo de la “Angélica”, un precioso canto litúrgico que se canta el Sábado Santo en la liturgia del cirio pascual, símbolo de Cristo glorioso y resucitado.

[6] Bernardo nos habla aquí, sin nombrarla, de la llamada“locura de la cruz”, que todos los santos la han saboreado y vivido.