Le comunica el Señor en el estado de muerte y resurrección mística, elevadísimos favores
Elevado Bernardo al grado altísimo en que le puso el Señor con la muerte y resurrección mística, gozó favores inteligibles sólo al que los recibía. En los días que siguieron a la gloriosa resurrección de Jesús, tuvo maravillosas visiones, ya imaginarias, ya intelectuales[1]. Vio en el cielo a Cristo Señor nuestro sentado a la diestra de su Padre y tuvo inteligencia de las palabras del salmo: “Siéntate a mi derecha”[2].
Al mismo tiempo de estas visiones le daba el Señor sólidas doctrinas de perfección. Le declaró ahora el mérito y frutos del padecer, a que se siguen la gloria y los consuelos. Al día octavo[3] se le mostró Jesús en la misma forma que a los sagrados Apóstoles, cuando presente Santo Tomás le reprendió su incredulidad. Le mostró sus sacratísimas llagas, más resplandecientes que el sol; y le dio documentos divinos para conservar la paz del espíritu que le había concedido.
“Me encargó el Señor no fuese incrédulo en sus grandezas y misericordias, ni ligero en creerlas sin examen o luz interior”.
En la dominica del buen Pastor[4] le dio el Señor inteligencia de este evangelio y le declaró que en esta benignísima parábola están cifrados los ardientes deseos que su Majestad tuvo y tiene de la salvación de los hombres. Entendió que Jesús es la puerta por donde han entrado y deben entrar todos cuantos se han empleado en la salvación de las almas. Le mandó el Señor que pidiese por los predicadores que no entran por esta puerta ni predican la palabra de Dios; que es uno de los mayores contrastes o persecuciones de la Santa Iglesia, dice Bernardo.
Por este tiempo tuvo una visión intelectual del Arcángel San Gabriel en que le declaró que estaba encargado de su particular asistencia por expresa orden de María Santísima, su soberana Reina, en compañía de San Miguel y el santo Ángel de su guarda; y que éste era de orden superior a los ángeles del ínfimo coro[5]; que en todos sus trabajos y aflicciones recurriese con especial confianza a sus tres ángeles protectores, cuya sensible asistencia experimentaría favorable.
El día de la Ascensión triunfante del Señor a los cielos, vio el maravilloso acto o solemnidad con que fue Jesús reconocido por Rey de todas las criaturas. Se dio principio a este solemnísimo acto con las palabras del eterno Padre que resonaron por toda la celestial Jerusalén: “Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado”. Sólo con palabras enfáticas describe lo que aquí vio y gozó nuestro joven.
“Padre mío, no hay voces, no hay palabras; no hay expresiones, para declarar lo que vi, lo que oí y lo que entendí. Pero menos inteligibles son algunos de los favores que se siguieron a éste”.
Se disponía con todos los santos ejercicios de oración, humildad, mortificación y penitencia que le inspiraba su amor, para recibir el Espíritu Santo, cuya solemne festividad se acercaba. Repetía continuamente las inflamadas palabras con que le invoca la santa Iglesia en la secuencia de la Misa: “Ven, oh Santo Espíritu, y envíanos del cielo los rayos de tu divina luz, etc.”. Con estos santos, ardientes suspiros y afectos, clamaba fervoroso, hasta que se dignó el Divino Espíritu bajar sobre su siervo en forma de fogosa lengua. Se introdujo hasta su corazón abrasándole en llamas de amor divino.
Se le mostró en lo más profundo del alma por visión intelectual, y se le dio a conocer experimentalmente como persona divina, distinta del Padre y del Hijo. Le declaró los dones que en este día comunicaba a los santos; los maravillososafectos que causaba en las almas bien dispuestas.
“Fueron tantas las delicias que gozó mi alma este día y toda la Octava, que decía: Señor, o ensanchad y esforzad esta flaca naturaleza, o detened el torrente de vuestras dulzuras”.
Para el singularísimo favor que el Señor quería hacer a su siervo el día del misterio inefable de la Santísima Trinidad, le previno de esta suerte. Después de haber comulgado con las delicias celestes que en otras ocasiones, vio un serafín fogoso que le purificaba lo más íntimo y profundo del alma. Le parecía que con un tacto espiritualísimo y divino le abrasaba en nuevo amor divino de otra especie; y dejaba su alma como un terso cristal en que pudiesen herir más claramente los rayos de la luz inaccesible de la Divinidad.
Al mismo tiempo vio que en su alma, como en un espejo muy terso y cristalino, reverberaba la claridad del mismo Dios, Trino y Uno. Veía este altísimo misterio con una especie de luz infusa, que jamás le había entendido. En la esencia divina conocía las tres divinas Personas: al Padre engendrando ab eterno al Hijo; al Verbo engendrado, y al Espíritu Santo espirado del Padre y del Hijo.
Entendía por un modo admirable las cosas que la fe nos enseña en este altísimo misterio[6]. Miraba todas estas grandezas el alma de Bernardo, anegada en un piélago inmenso de dulzuras, cuando el Verbo Divino se dignó renovar el celestial desposorio, que antes había contraído con su feliz espíritu. El Padre eterno y el Espíritu Santo, en cuya presencia se hizo esta misteriosa renovación, mostraron singular complacencia y le dijeron regaladísimas palabras.
Para explicar nuestro favorecido joven lo que en esta visión pasaba por su alma, se vale del silencio, diciendo:
“Ahora es preciso callar. Se podrá conjeturar algo de lo que pasaría por mí, viéndose este vil gusanillo ante todo un Dios, ante aquel Señor delante de cuya Majestad tiemblan y se estremecen las columnas del cielo y se cubren los más abrasados serafines sus rostros. No hay, Padre mío, palabras; aquí era la verdadera humildad y confusión, que a la luz de tan portentosos favores, se miraba mi alma anegada en el abismo de su nada, miseria e ingratitud; aquí el amor seráfico purísimo y limpio de toda mezcla, en que el alma se abrasaba a vista de su ingratitud y de la bondad de Dios y, remontado ya a más alta esfera, el amor dejaba ya a un lado tales favores, contrapuestos a tanta ingratitud”.
Siendo por lo común los favores que el Señor comunicaba a su favorecido amante, después de haberle recibido en la Sagrada Eucaristía, no es mucho que el día del Santísimo Sacramento o Corpus Christi se señalase con alguno, tan celestial y divino como refiere Bernardo por estas palabras.
“El día del Corpus, después de haber precedido otras cosas que dejo por abreviar, estuve hablando un poco de tiempo con el Señor, que estaba en mi corazón sacramentado y, al último, me dijo que me quería descubrir un secreto acerca del Santísimo Sacramento[7].
Y al mismo tiempo me vi entre los bienaventurados, aunque no subió el alma al cielo, sino mirando desde la tierra lo que allá pasaba, como si realmente fuera separada del cuerpo. Y vi al mismo Jesucristo a la diestra del Eterno Padre. Había especial júbilo y fiesta en el cielo por el día que era y por lo que celebraban, que era un Misterio oculto que, a lo menos yo, no le he oído ni leído hasta que lo vi.
Éste es que la Iglesia triunfante, concordando con la militante, celebraba por los ocho días de la Octava, desde el día del Corpus, la fiesta del Señor Sacramentado, dándole todos los ángeles y santos gracias y glorias con himnos y cánticos en agradecimiento de tan alto beneficio como se dignó hacer a los hombres y gozaron muchos de los bienaventurados mientras eran viadores; y el Padre eterno muestra con nueva claridad a los santos el agrado y complacencia que en su santísimo Hijo tuvo, en especial por esta su dignación para con los hombres; y en todos los cortesanos del cielo hay especial gloria accidental, en particular en los que en este mundo fueron devotos del Santísimo Sacramento y tienen divisa especial por eso (lo cual ya yo había leído en la Madre Ágreda) que en estos días de la fiesta del Santísimo Sacramento parece, en cierto modo, que se retoca esta insignia o divisa: la vi en muchos bienaventurados y, en especial, más reparable que en todos juntos, en María Santísima.
Esta divisa que tendrán por toda la eternidad es un círculo hermosísimo (cuál fuese esta divisa no lo había leído hasta ahora, porque no lo trae la Madre Ágreda), como de piedras preciosísimas esmaltadas en oro de variedad hermosa de resplandores, y este círculo le tienen en el pecho, y en el medio está como esculpida o transformada la imagen de Cristo Señor nuestro al modo que el mismo Cristo está en el Santísimo Sacramento, por modo definitivo, como está en mi corazón.
Para que sea (si así se puede decir) más lleno el gozo de los bienaventurados (esto es lo más secreto del misterio), todos los años de una iglesia, y este año fue de una de Roma, llevan los ángeles, que bajan con procesión gloriosa para acompañar al Señor, una Hostia consagrada de un sagrario al cielo (la cual vuelven a bajar acabada la Octava), y allá la sirve de custodia o viril el pecho sagrado del mismo Cristo, que es custodia de Sí mismo sacramentado, al modo que lo fue cuando en la última Cena se comulgó a Sí mismo; y mirando los santos a Cristo circunscriptivamente a la diestra del Padre, le miran y adoran al mismo definitivamente en su sacrosanto pecho.
Todo esto vi este día y adoré al Señor sacramentado en Sí mismo; y me ponderó la dicha que tenemos los mortales en tenerle acá en la tierra; pues es de tanto júbilo a los santos tenerle allá ocho días, como le tenemos acá, y que llorase lo poco que los hombres estiman esta tan grande prenda de su amor”.
Por no repetir lo que sabemos ya de otros tiempos de los ejercicios de Renovación, omito los especiales favores que se dignó comunicarle en esta renovación del año de 1731. Le previno el Señor, como siempre, con especiales luces que ilustraban su alma y la movían a renovar todo lo imperfecto de su espíritu. Le ponía delante esta luz divina la perfección que pedían las obras de su estado[8] y las imperfecciones con que él las practicaba. A un lado se le ponía un libro, que sería el de nuestras Reglas, en que se le mostraba la altísima perfección a que estaba obligado.
Por este libro conocía su poco aprovechamiento, comparado con sus grandes obligaciones. Veía después con la misma luz divina los medios con que podría recobrar lo perdido, renovar lo envejecido y adelantar en el camino de la perfección. La misma luz sagradamente calurosa inflamaba su voluntad para resolverse y abrazar lo que le dictaba. Le hacía arrepentirse de sus imperfecciones, confundirse por su ingratitud y alentarse a caminar más fervoroso a la perfección que le pedía.
Le descubría la misma luz varios secretos que le imprimían en su alma ardientes deseos de su perfección y de la salvación de las almas.
“En fin, en estos ejercicios yo era guiado en todo del mismo Señor, ysu providencia lo disponía todo a mi enseñanza: cuanto me hablaba, cuanto me mostraba y cuanto me pasaba en mi interior”.
Con los inflamados afectos que tal doctrina y tal Maestro habían impreso en su alma, llegó a renovar sus votos de pobreza, castidad y obediencia; habiéndole mandado antes María Santísima que ofreciese su holocausto por sus manos santísimas con toda especialidad. Le avisó esta dulce Madre que el día de San Pedro[9], en que hacía la renovación, volvería el dulce y terrible martirio de los ímpetus, como sucedió.
[1] Estamos en la Pascua del año 1731 y en Medina del Campo.
[2] Romanos 8, 18.
[3] En el llamado entonces “domingo in albis”, y hoy fiesta de la Divina Misericordia.
[4] El cuarto domingo de Pascua.
[5] En el tratado de Angelología suelen distinguirse hasta nueve jerarquías angélicas: Ángeles, Arcángeles, Principados, Potestades, Virtudes, Dominaciones, Tronos, Querubines y Serafines. Todos ellos son espíritus bienaventurados que están gozando de Dios en el cielo, creados por Dios para que eternamente le alaben y bendigan, y para que -como ministros suyos- gobiernen la Iglesia y guarden los hombres. (El Buen cristiano, Saturnino Junquera, edit. Sal Terrae, 1950, pág. 531).
[6] Dios le ha comunicado especiales luces sobre su misterio trinitario a San Ignacio de Loyola.
[7] ¿Qué decir de este “secreto” tan extraordinario, de que da cuenta Hoyos? A primera vista parece del todo increíble. Los caminos y trazas de Dios superan infinitamente nuestros caminos.
[8] Una de las reglas de la Compañía dice a este propósito: “Todos nos animemos para no perder punto de perfección, que con la divina gracia podamos alcanzar en el cumplimiento de todas las Constituciones y modo nuestro de proceder” (Sumario de las Constituciones, regla 15).
[9] El 29 de junio de 1731.