Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XXVII)

Descubre Bernardo a un condiscípulo suyo
los más íntimos secretos del corazón,
y le conduce a una vida perfecta

Se hallaba en su año tercero de teología en el mismo colegio de San Ambrosio, cuando llegó a estudiar Bernardo, el Padre Juan Lorenzo Jiménez[1]. Era este joven jesuita de un genio dócil, amable, dulce, caritativo y de especiosos talentos para la gloria de Dios y salvación de las almas. Tenía un corazón cual le describe Bernardo y conoció en la primera conversación que los dos tuvieron:

“Conocí tiene bello corazón, blando, amable, y a propósito para recibir las divinas inspiraciones y muy capaz de toda perfección, inclinado a una perfección sólida, interior, afable, nada hazañera y regular, y al mismo tiempo con deseos de conseguirla”.

Esta es la descripción que Bernardo hace de su condiscípulo y parecerá justa a cuantos le trataron.

Había encargado la obediencia a los Hermanos Jiménez y Bernardo un negocio doméstico[2], para cuyo expediente necesitaban estar juntos y hablar algunos ratos. La víspera de la Concepción Purísima[3] fue la conferencia en que Bernardo conoció todo el interior del Hermano Jiménez. Sin duda quiso ser la Santísima Virgen María árbitro y dulce Madre de estos dos corazones, y protectora de lo que en adelante había de sucederles. Una conversación santa de las que suele tener la juventud religiosa, movida del Señor, fue principio de la más elevada perfección del Hermano Jiménez[4].

Se habían conocido estos dos jóvenes en el colegio de Villagarcía y hacían memoria de algunas cosas del Noviciado y de los fervores con que algunos habían procedido, y las tibiezas en que suelen caer aquellos mismos con deplorable ruina de la perfección a que Dios les destinaba, si hubieran perseverado. Pocas palabras de este asunto hicieron derretir en dulces y copiosas lágrimas al Hermano Jiménez. Descubrió a Bernardo todo el corazón con unas santas confianzas, que eran indicio de aquella ilustración secreta y conmoción oculta, que traía su origen del Espíritu Santo. Los efectos que siguieron a estas lágrimas y palabras del Hermano Jiménez, lo mostraron bien claramente.

No pudo dejar el Hermano Bernardo de enternecerse algo viendo tan enternecido y lloroso a su condiscípulo. Ternura que extrañó en su varonil espíritu, y declara diciendo:

“me enternecí tanto, que me sucedió lo que jamás he experimentado, esto es, no poder detener las lágrimas”.

Se valió de esta ternura para insinuarse más y herir más profundamente el corazón del Hermano Jiménez:

“¡Ay, Hermano Juan!,- le dijo enternecido- que mi Hermano tiene un bello corazón, y es verdad lo que le dice el P. N[5]. en sus cartas, esto es, que espera ha de ser mi Hermano muy bueno.”

Al mismo tiempo dio el Señor luz a Bernardo para conocer los fondos del alma dócil de su condiscípulo y también algunos siniestros que, con la divina gracia, podían ser instrumentos de la virtud. Le comunicó grandes deseos de ayudar en los límites de su estado el espíritu dócil del Hermano Jiménez, tan propio para la perfección y tan movido de las inspiraciones presentes.

La solidez del espíritu de Bernardo no se dejaba llevar de las primeras apariencias y deseos fervientes, que son de ordinario pasajeros y, a veces, efectos más de la naturaleza que de la gracia. Veía en el Hermano Jiménez notables ansias de tratarle con la última familiaridad santa y aprovecharse de sus consejos; porque había conocido en el Hermano Bernardo, aunque teólogo de primer año, mucho Dios[6], como él se explicaba; y atribuía a sus palabras la extraordinaria conmoción y conversión de su espíritu. Todo esto veía nuestro joven.

Pero para deliberar en este punto, tomó tiempo bastante para comunicarlo con Dios nuestro Señor y con el dulcísimo San Francisco de Sales, su Director. Movido en la oración a condescender con los deseos de su condiscípulo, pasó a pedir licencia a quien tenía en lugar de Dios en la tierra y le habían dado los superiores por superior en todas las cosas de su espíritu[7].

Asegurado ya Bernardo de que era voluntad de Dios que tratase familiarmente con el Hermano Jiménez, en cuanto conociese podía servirle para la perfección, volvieron a la conversación que empezaron la víspera de la Concepción Purísima. Procuró Bernardo darle a entender que su corazón estaba herido también de ansias de amar a un Dios tan amable. Sólo el Espíritu Santo sabe el modo con que Bernardo hirió el corazón de su condiscípulo.

Éste sintió una ilustración tan clara y un incendio tan vivo, que se halló transformado su espíritu en otro con maravillosos afectos sensibles que no sabía explicar. Fue necesario que el joven que le había herido con las saetas de sus palabras, declarase los peregrinos efectos de la divina luz:

“Arrebató ésta la voluntad de lo creado y la llevó, como de un vuelo, a su Dios; y su entendimiento, ilustrado con el aumento de resplandores de lo afectivo, conoció bien abultadamente lo pasado, presente, y futuro, siguiendo los mismos pasos la voluntad”.

Estas palabras de Bernardo describen admirablemente la ilustración que hirió y transformó el corazón del Hermano Jiménez, que conociódesde esteinstante sus tibiezas, faltas e imperfecciones, ingratitudes y malas correspondencias pasadas; y comparadas con las inspiraciones y gracias quehabía recibido de Dios, se conmovía la voluntad sumamente arrepentida por las faltas de correspondencia a tanto amor[8].

Se deshacía en lágrimas al conocer el singular favor de la inspiración y vocación presente tan eficaz, clara y amorosa, como indebida. Al mismo tiempo, amaba la voluntad éste como último esfuerzo de la divina bondad, para hacerle todo suyo. La misma divina luz proseguía mostrándole la grande perfección que le pedía el Señor; y la voluntad la abrazaba gustosa, resuelta a ceder finalmente a los amorosos esfuerzos de la divina gracia.

“De estos afectos ardientes y sensibles se vieron nacer efectos de un corazón verdaderamente convertido. No sólo en el afecto, pero aun en el efecto se halla este corazón desprendido de los afectos terrenos, y de los respetos humanos que hasta aquí le arrebataban; y se va estrechando más y más con su Dios”.

Uno de los deseos extraordinarios que comunicó la divina luz al Hermano Jiménez, fue tratar familiarmente las cosas de su espíritu con el Hermano Bernardo, teólogo de primer año. Era este deseo por las circunstancias y prudencia humana muy irregular[9]. Pero también era extraordinaria la providencia que Dios había empleado para la sólida y vivísima conmoción del corazón del Hermano Jiménez.

Se resistía algo Bernardo, aunque conocía ser esta la voluntad de Dios, pues le había descubierto los secretos mas íntimos del corazón de su condiscípulo: todo lo que había sido y había de ser en adelante. Le dijo que lo encomendase a nuestra Señora haciendo su Novena; y que, si después les parecía conducente a la mayor perfección, pedirían licencia para el íntimo trato que deseaba.

“Con estas dilaciones se encendían más los deseos en el corazón del Hermano Jiménez y en el mío la seguridad de ser esto la voluntad divina, si bien disimulaba. Dile el Niño-amor, que tiene la maña y propiedad de herir los corazones, para que se entendiese con él[10]. Le puso sobre su corazón, y fue nuevo incentivo que hizo pasar el fuego a incendio. Mucho había que decir en lo que con este Niño-amor le pasó, y a mí reverberaba de los dos”.

Hasta aquí las palabras de Bernardo, que insistentemente encomendaba al Señor el acierto en este punto. Hallándose con las luces y favores acostumbrados en presencia del Santísimo Sacramento, ofrecía a su Majestad el espíritu del Hermano Jiménez por manos de San Luis Gonzaga, de San Francisco de Sales y de la Santísima Virgen, para que le introdujesen en el sacrosanto Corazón de Jesús. Le pareció que, efectivamente, quedaba en este cielo animado el espíritu de su condiscípulo; y volvió a conocer todo lo que había pasado por el Hermano, y que era voluntad del Señor que le asistiese para los favores que había de emprender.

Con esta luz del cielo y con una locución interna, juzgó Bernardo que debía condescender a los insistentes deseos del Hermano Jiménez. Pidió licencia[11] para dirigirle en la forma que podía hacerlo un Hermano teólogo; esto es, aconsejándole, exhortándole a la perfección y dándole documentos para ella. Le concedió el superior de ambos en este punto la dirección; y empezó Bernardo la obra que Dios mismo le había encargado.

Le habló con unas palabras suaves y encendidas que le penetraban el corazón y le liquidaban en lágrimas fervorosas. Le decía algunas veces:

“¿es posible Hermano Juan, que ese corazón tan capaz de la perfección había de malograrse con tibiezas y faltas, aunque pequeñas en nuestros ojos, pero gravísimas en los de nuestro amante Dios?”

Estas y semejantes palabras eran como dardos de fuego que penetraban y abrasaban el corazón ya tan bien dispuesto del Hermano Jiménez. Ponía el Señor a Bernardo delante de los ojos del alma la senda por donde había de conducir a su condiscípulo.

Le mostraba distintamente todo lo pasado, presente y futuro del corazón que el Señor le había entregado. Por lo pasado era precisa alguna satisfacción o algunas penitencias regladas. Por lo presente se debía convertir todo el corazón al Señor apartándole de las faltas. Para lo futuro la divina luz daría a conocer lo más conveniente.

“Todas las imperfecciones pasadas de este Hermano dependían de abusar de su corazón dócil y bueno, fácil a cualesquiera impresiones. La delicadeza espero se ha de convertir en esfuerzos de la gracia y las pasiones en instrumentos de las virtudes”.

Todo esto se vio cumplido prontamente con asombro del Hermano Jiménez, que experimentaba en su corazón los peregrinos afectos, dulzuras y accidentes de amor que jamás había experimentado; debidos en parte a su director Bernardo, porque se los conseguía del cielo con oraciones y ásperas penitencias.

Le llevaba como por la mano, paso a paso[12], a la perfección estos primeros días hasta la sacratísima noche del Nacimiento del Señor, en que obligó con sus palabras y ejemplos a su condiscípulo a hacer el más fervoroso sacrificio de su afligido y amante corazón.

En esta feliz noche se dispusieron Bernardo y Juan Lorenzo para la sagrada comunión con especiales actos de virtud. Estando los dos inflamándose con santas palabras para recibir al Dios Niño recién nacido, sacramentado, se sintió herir Bernardo de uno de los amorosos ímpetus.

No quiso el Señor que pudiese ocultar en esta ocasión lo que pasaba en su espíritu. Y así el Hermano Jiménez le vio extático, yerto, inflamado y derretido en copiosas lágrimas y ternuras. Causó sagrado asombro en su corazón y participó algo de estas dulzuras.

Volvió en sí Bernardo y pidió insistentemente al Niño Dios, que le había herido, que se retirase algo para poder asistir a los oficios, Misa y comunión de esta santa Noche. Condescendió el Señor a los ruegos de su enamorado Bernardo. Pero le comunicó en lo íntimo de su alma todos los favores que le había hecho los años precedentes.

Algo participó el Hermano Jiménez, y todo cuanto pasaba por su corazón lo conocía y veía Bernardo.

“Vi todo lo que pasaba en el corazón del Hermano y juntamente se me mostró el divino Niño Jesús pequeñito, acompañado de millares de ángeles, y en particular de María Santísima y de los Santos mis devotos. Conocí claramente los talentos de este corazón y la gran capacidad que hay en él para la perfección”.

No es fácil expresar la notable mutación del corazón del Hermano Jiménez en mil afectos sensibles, peregrinos, y desconocidos en su espíritu que producían sólidos efectos y virtudes propias de su estado. Si los hubiese visto otro director menos ilustrado que el joven que le dirigía, hubieran pasado por extraordinarios favores y visiones.

Notó un día Bernardo que el Hermano Jiménez, rezando una devoción a María Santísima, se suspendía, se le inflamaba el rostro y parecía que el corazón, con acelerados movimientos, quería salirse del pecho. Le preguntó Bernardo qué sentía, y respondió que, a su parecer, había visto al Niño Dios y a su Madre Santísima en el portal de Belén.

Le sosegó nuestro joven; le hizo algunas preguntas y conoció que aquello no había sido visión, sino sólo su imaginación avivada y acelerada con aquellos sentimientos del corazón con que Dios le regalaba[13].

Se continuaron desde este tiempo casi por toda la vida del Hermano Jiménez, que fue muy breve, habiéndole dispuesto el Señor con esta mutación notable de su espíritu para una temprana y dichosa muerte. La fervorosa vida que vivió este feliz joven en adelante, era de admiración a cuantos le conocían.

Había padecido muchos achaques su salud en tiempo de los estudios; por esta causa los superiores le habían concedido algunos alivios, que dificultosamente se permiten a nuestros jóvenes. Y el mismo Hermano Juan con pretexto de sus achaques, se había dispensado en no pocos trabajos de la vida religiosa. Los ejercicios espirituales de oración, lección, meditación y otros no eran tan perfectamente observados, como antes acostumbraba. Interrumpió o dejó del todo las penitencias tan frecuentadas de nuestros Hermanosestudiantes, de disciplinas, cilicios, ayunos, o abstinencias de los viernesy sábados y otras austeridades.

En fin, el Hermano Jiménez vivía como achacoso y enfermo, que juzga que el aire de la menor austeridad o trabajo le ha de cortar el hilo de la vida. Su complexión delicada se unía con sus achaques para vivir con la comodidad que era posible en su estado. Mas apenas rayó en su alma la divina luz de que hemos hablado, y se entregó a la dirección o consejos del Hermano Bernardo, cuando se halló sano y robusto para los trabajos de su estado. Dejó los alivios que los superiores le habían permitido, observó todas las distribuciones de los Hermanos estudiantes con la más severa aplicación. Practicó las austeridades y penitencias ordinarias añadiendo muchas disciplinas con que se ensangrentaba riguroso. Empezó a ejercitar esta penitencia cuatro veces a la semana indefectiblemente: usó ásperos cilicios otros tantos días; se levantaba con puntualidad muy de mañana, y continuó estos y semejantes ejercicios los pocos años que vivió[14].

Con estos fervores le disponía el Señor para la feliz muerte que tuvo en el colegio de Ávila, cinco días después de la muerte de su amado y amante condiscípulo, el Padre Bernardo de Hoyos[15].


[1] Coincidieron dos años en el colegio de San Ambrosio. Ganado por el Padre Hoyos para la Causa del Corazón de Jesús, escribió unos apuntes titulados “Devoto Resumen” de la devoción al Corazón de Jesús, que corrieron entre los iniciados. Tanto estos Apuntes, como el librito del P. Calatayud, titulado “Incendios de amor”, vieron la luz poco antes de que saliera el Tesoro escondido.

[2] Este “negocio doméstico” podría ser desde arreglar el jardín a ordenar, por ejemplo, alguna sala o poner el refectorio de comunidad, pequeñas tareas que solían recaer en los estudiantes recién llegados.

[3] 7 de diciembre de 1731.

[4] Eran frecuentes entre los estudiantes jesuitas las conversaciones piadosas. Regla nº 40: “Todos, conforme a su estado, ofreciéndose ocasión, se esfuercen a aprovechar con pías conversaciones al prójimo, y aconsejar y exhortarlo a buenas obras, especialmente a la confesión y frecuente comunión”.

[5] Se refiere al P. Juan de Loyola, que fue Padre Ayudante de ambos cuando estaban en Villagarcía.

[6] Bernardo dejará salir de su corazón hacia su compañero todo el amor y el fuego interior que siente por el Señor y, de esta manera, le sacará de la tibieza y lo llevará a una alta perfección.

[7] Una de las reglas decía expresamente: “Ninguno dé o envíe escritas, a personas de dentro o de fuera de casa, instrucciones espirituales o meditaciones sin aprobación del Superior” (Reglas comunes, nº 37).

[8] Bernardo, para atraer a las almas a una grande perfección, muestra y pone en comparación los grandes beneficios que recibimos de Dios y nuestra corta correspondencia y nuestras ingratitudes.

[9] Uno de los defectos del Hermano Jiménez era el respeto humano; no se atrevía a mostrarse tal y como era en realidad, sino que se dejaba llevar del miedo al qué dirán, un excesivo deseo de agradar o quedar bien ante los demás. Con el trato de Hoyos adquirirá una mayor libertad de espíritu.

[10] Dile el Niño-amor, es decir, le “regalé”, probablemente una estampa del Niño Jesús, tal vez aquella del Niño Pescador que tanto le había gustado a él siendo novicio.

[11] El Rector del colegio, era en 1731, el P. Diego Ventura Núñez.

[12] Bernardo va llevando “paso a paso” a su compañero, con suavidad y eficacia, con exigencia y dulzura a un tiempo. Es el toque del acierto en la dirección de las almas.

[13] Se muestra aquí Bernardo como un consumado director espiritual, que sabe discernir los verdaderos movimientos de Dios en el alma de los que son solamente aparentes.

[14] Hasta en la salud corporal le curó Bernardo.

[15] El 7 de diciembre de 1735.