Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XXXIX)

Solicita Bernardo dispensa de edad para ordenarse, y especiales disposiciones con que se dispuso para el sacerdocio

Aunque Bernardo tenía amorosas ansias de ordenarse de sacerdote, por recibir todos los días en su pecho a su amor Jesús Sacramentado, su humildad e indiferencia le prohibían procurar buscar las dispensas que necesitaba:

“Ya escribí a V. Rª. (dice a su Director) mis sentimientos en este punto, y como me faltaba edad, miraba cierto género de obediencia en conformarme con la voluntad Divina, que así lo quiso. Pero el Corazón Divino de Jesús lo disponía de otra suerte por medio de los superiores”.

Todo era amor del Señor para con Bernardo, quien se confunde al ver esta amorosísima providencia, y dice:

“El Corazón Sacratísimo quiere confundir mi ingratitud, y encender mi amor, disponiendo que me ordene este año de sacerdote”.

La disposición del Señor fue tan propiamente suya que, cuando el joven estudiante resistía con humildad a los ruegos de algunos jesuitas que le favorecían, su Majestad lo disponía por medio de los Superiores. Uno de los nuestros[1] exhortaba cariñosamente a Bernardo a que pidiese dispensación de edad para ordenarse. Se excusaba éste con su pobreza para costear la dispensa, diciendo que más quería abrazarse con la pobreza que había escogido. Esta excusa era propia de su humildad, porque el mismo jesuita le ofreció contribuir al pequeño gasto que podía tener, y otros muchos, a la mínima insinuación de Bernardo, darían gustosos todo lo necesario.

Cuando el humilde, pobre y obediente joven se resistía a procurar la dispensación de edad para ordenarse, le llamó el Rdo. P. Francisco de Rávago, uno de los jesuitas más autorizados de nuestro Colegio de San Ambrosio, y le dijo que el Padre Provincial, que entonces era el muy Rdo. Padre Manuel de Prado, le escribía era su voluntad que el Hermano Hoyos se ordenase este año de sacerdote; concluyó el Padre Rávago y despidió a Bernardo diciéndole que se preparase para los Sacros Órdenes y descuidase de la dispensa. Escribió su Revª. a Roma, y llegó para el tiempo que se pedía[2].

Al considerar Bernardo estas amorosas y suaves providencias del Señor en punto de sus Órdenes, explicó su humilde confusión en esta forma:

“A vista de esto, lleno de confusión, no he hecho más que dejarme en manos de Dios y de la obediencia, y en estas novenas empezar a pedir al Corazón de Jesús y a mi P. San Ignacio la gracia de acertar a disponer mi espíritu para tan alta dignidad, que ciertamente me asombra a vista de mi mala disposición. V. Rª. con sus oraciones y las de otros han de sublevar (paliar) mi miseria, que me siento en este lance muy oprimido de ella.

Lo del sacerdocio y otras cosillas que se me juntan han oprimido algún tanto la naturaleza, y aunque el espíritu acudiendo al Corazón de Jesús deja en él todas estas cosas, siente una serenidad inalterable, y es alentado con tales avenidas de celestiales luces que clama: «No puedo soportar este peso»; con todo eso la porción inferior siente el peso de cosas tan graves, y mucho más en fuerza de las luces con que conozco su gravedad.

He buscado no pocas oraciones, aunque todo con recato y serenidad, teniendo presente que el Señor me dijo un día: Todo lo sobrellevarás y lo harás en silencio, mirando solamente a la gloria divina en la empresa de establecer el reino del sacratísimo Corazón de Jesús. La Madre Concepción me dice que todas mis cosas son muy suyas, espero verla un día de estos[3]. En medio de todo esto, como dejo dicho, ahora son más dulces y frecuentes las avenidas de celestiales consuelos; de suerte que cuando estoy con mi Dios y con su Corazón Sagrado, aun la naturaleza es alentada y esforzada.

Un día de Nuestra Dulcísima Madre, me consoló incomparablemente una celestial luz que, descubriéndome el poder de tan gran Reina para con Dios, me mostró tenerle todo empeñado a mi favor, y el mismo amorosísimo Jesús, estando sacramentado en mi pecho, con mucho amor me dijo: ¿(por) qué te afliges, si son mías todas tus cosas?, significándome que todos estos puntos que le encomendaba corrían por su cuenta”.

Hasta aquí las vivas expresiones de este humilde y animoso joven, a quien declaró después el Señor dos especiales motivos de la providencia referida.

El primero, que quería Jesús premiar con este favor imponderable el deseo que el Señor mismo le había dado de amplificar la gloria de su Corazón.

“Con esta dispensación se me anticipaban yañadían ocho meses más, en que recibir a mi Jesús Sacramentado todos los días[4], cuando con una comunión miraba yo excedido infinitamente cuanto pueden hacer todas las criaturas en su obsequio”.

El segundo motivo que le declaró el Señor era que, estando ya todas las cosas de Bernardo consagradas a su Corazón, quería que cuanto antes llegase el tiempo de que todos sus sacrificios[5] fuesen otros tantos desagravios de sus injurias.

Empezó el devotísimo joven a prepararse para los Sagrados Órdenes, recurriendo al P. Rector, que lo era ya el P. Francisco de Rávago. Le mandó su Revª. que hiciese los ejercicios de nuestro P. San Ignacio en la forma que le fuese posible y se compusiesen con las distribuciones comunes[6]. Así lo ejecutó Bernardo con los favores extáticos que le comunicaba el Corazón fogoso de Jesús, de quien dice en esta ocasión:

“El Corazón Divino hizo la costa, y yo no supe más que valerme de él para que supliese mi indignidad, esforzando el santo temor que me causaba a veces con actos de amor y humildad”.

A las pequeñas disposiciones de la gracia regular de Bernardo, añadió el Señor otras sobrenaturales y divinas, propias de su SSmo. Corazón: pero éstas ninguno puede explicarlas si la pluma inspirada de nuestro joven no las describe con su inimitable estilo.

La 1ª preparación que el Corazón de Jesús había ofrecido a Bernardo para el Sacerdocio fue dar a su corazón la corona de espinas de que hicimos mención; es imposible declarar esta preparación santísima si las palabras de nuestro joven no la explican:

“Siguiendo pues lo que dije en mi última más larga, diré algo de la preparación con que el Corazón adorable de mi Dulce Salvador fue disponiendo mi alma para el sacerdocio.

Aquella soberana luz que me descubrió el primer día de Adviento lo que padeció el Corazón Sagrado fue tan continua en mí, como el imponderable dolor que en mi corazón producía. Yo, amado Padre, no sé cómo explicar lo que padecí con este sorbito que Jesús se dignó darme a gustar del cáliz amargo de su Corazón, sino diciendo que mi alma estuvo todo este tiempo anegada en un mar de penas y sumergida en un abismo de amargura tal, que muchas veces me hubiera quitado la vida si el Señor no me hubiera fortalecido; pero «mi amargura se me volvió paz», porque jamás tuve mejor consuelo que gustando las heces de este cáliz, que para mí eran la mayor dulzura.

Al mismo tiempo que se estremecía la naturaleza, oprimida de un colmo inmenso de dolores, angustias, sentimientos y tristezas mortales; al mismo tiempo que no quisiera por todo el mundo apartar de los labios este vaso de amargura, sentía en mí una ansia, una sed insaciable de agotarle, aunque bien conocía no podía, ni a un tanto, sin un especial esfuerzo del todo poderoso; pero como la misma luz, que representándome el cáliz del Corazón Sagrado me daba a gustar su licor, me encendía en nuevas ansias, mostrándome la infinita distancia de un padecer a otro.

Los ímpetus, aunque más fuertes que otras veces, no eran más que «el dolor inicial», pues el verdadero dolor estaba en aquella como refusión de la amargura del Corazón SSmo. en el mío. Y si esto era sola una gótica, ¿qué sería, Padre mío, todo aquel inmenso océano en que se vio sumergido el Corazón de mi amado Jesús?

Yo experimenté, más de lo que pensaba, cumplida la promesa de hacerme participante de aquella corona de espinas, y el mayor consuelo era la oferta que Jesús me repitió de hacer mi corazón semejante al suyo paciente, aunque ahora le iba formando a semejanza del suyo amante; pues todo esto no era más que un indicio de lo que vendrá en el tiempo que su providencia tiene determinado.

Y entre tanto me serviría de alivio el refrigerio que recibiría los primeros viernes de cada mes gustando sólo un trago de este amargo y dulce cáliz; pero en medio de esta sed de padecer más y más, no estaba insensible, que bien lo sentía, y toda la naturaleza bramaba entre tantas penas , y me parece estaba más sensible a todo, al paso que en todo hallaba nuevos motivos de dolor y sentimiento, porque aún en aquellas cosas que de suyo son gustosas a la naturaleza, me ponía el Señor acíbar, de modo que todas me daban tedio.

Pero todo esto era como mal por de fuera, que el interior era la verdadera pena; aunque todas las cosas visibles me servían de tormento, como el alma estaba altamente herida de las penas que se le originaban por los mismos motivos que afligieron aquel Corazón S.S., parece que no reparaba en nada, al modo que no repara en las menores llagas el enfermo a quien una ardiente calentura casi priva de capacidad para sentir; pero yo no sé cómo ello era, uno y otro se sentía, aunque con imponderable exceso”.

Hasta aquí las amargas expresiones de este joven afligido y favorecido.

A esta preparación que asemejaba de algún modo el corazón del sacerdote futuro al Corazón del Sacerdote Sumo Jesús, se siguió la que refiere por estas palabras misteriosas.

“Otra preparación se dignó el buen Jesús hacer en mí para el sacerdocio: ésta fue un conjunto de gracias y favores en una casi continua luz (particularmente en la oración, en la Misa y en presencia del SS. Sacramento) de la dignidad altísima del Sacerdocio en sí misma: digo en sí misma porque tomó el Señor muy de propósito declarármela.

Para ello me descubrió admirables secretos, o si algunos eran misterios sabidos, me los descubrió con mucho realce y claridad acerca de toda la fábrica armoniosa de la jerarquía Eclesiástica, dándome mil admirables noticias de la Ley antigua, y aún también del orden soberano de la Providencia en la ley natural; en fin, parece que como clavando mi entendimiento a admirar en el Divino la serie de su sabiduría, me iba conduciendo por lo más portentoso de sus obras, desde la caída del hombre hasta su reparación prometida, figurada y efectuada en las tres Leyes: Natural, escrita y la de Gracia, y en ésta especialmente sobre las fuentes de los sacramentos, y en éstos con más particularidad el Bautismo, Penitencia y Eucaristía.

Fuera un proceder in infinitum querer decir a V. R. las particulares cosas que se me dieron a entender, ni aunque quisiera fuera posible. Sólo me acuerdo en particular que, dando por medio de nuestra Madre Santísima gracias al Señor por haber llegado el día antes (esto es, la víspera de su Concepción) la dispensa de edad, que se temía se hubiese perdido[7], tuve una particular inteligencia de lo que el Señor quiere vayan todas estas cosas gobernadas por su vicario el Pontífice, y la veneración que debe hacer de este gobierno visible de la Iglesia, al cual quiere, para decirlo así, vaya su gobierno invisible.

Tuve este día altos sentimientos sobre la virtud de la Fe, y de cuánto debo procurar se arregle con sus sólidos, infalibles dictámenes, toda mi vida interior”.

Hasta aquí las palabras misteriosas de Bernardo, a quien la Divina luz ilustraba para conocer los infinitos misterios que se ocultan a nuestra inteligencia.

Se ordena Bernardo de Subdiácono, Diácono y Presbítero, y celebra su primera Misa en el
Colegio de N. P. San Ignacio de Valladolid

Es difícil explicar los sentimientos íntimos, amantes, humildes y celestiales que pasaron por el espíritu de Bernardo en el acto misterioso y divino de recibir, los días inmediatos al día en que había de ordenarse, que sólo la santa obediencia podía determinarle a recibir el Orden Sagrado.

La víspera de los tres días en que se ordenó, viéndose asaltado de un pavor reverente, recurrió humildemente confuso al aposento del Padre Rector; con el peso de su confusión humilde se puso de rodillas, y no se levantó del suelo hasta que obligó a su superior a que le echase su bendición y le mandase expresamente que recibiese el Orden Sacro.

Recibió el de Subdiácono el día de la expectación del sagrado parto de María Santísima Nuestra Señora y su Dulce Madre[8]. De esta casualidad se glorió Bernardo diciendo:

“Me alegré porque fuese con la protección de Nuestra Dulcísima Madre, como lo experimenté”.

Se ordenó de Diácono el día de San Silvestre, día de su especialísima devoción en este año, porque era viernes consagrado al S. Corazón de Jesús, a quien se ofreció para publicar sus glorias por todo el mundo. Hizo esta oferta por medio del primer devoto del Corazón de Jesús, el amado Discípulo San Juan Evangelista. Le había visitado en su festividad este Santo, acompañado de su dulcísimo Director San Francisco de Sales, y ambos se le ofrecieron por Padrinos para sus Órdenes. Cumplieron estos gloriosos Santos su celestial promesa el día que Bernardo se ordenó de Presbítero.

Lo que sucedió a nuestro joven al tiempo de recibir el Orden de Sacerdote no se debe referir con otras palabras que las suyas, aunque largas; son las que siguen.

“El Sacerdocio fue el día después de la Circuncisión[9]; precedieron mayores luces y mayores esfuerzos de la gracia para recibir este Orden. Al ir al Palacio del Iltmo. Señor Obispo me asaltó de improviso un estremecimiento más que regular, nacido de la claridad con que en la oración se me puso delante, por una parte, la dignidad altísima del Sacerdocio, y por otra mi casi infinita indignidad. Aturdido de este vivo sentimiento, sin atreverme a llegar a recibir este Orden, acudí al S. Corazón para que con sus riquezas vistiese mi alma para que no apareciese tan corrida, pero no me serené hasta que postrado ante mi Padre Rector oí me mandaba expresamente que fuese a recibir el Sacerdocio por obediencia, y aquí «se hizo una gran tranquilidad»: y todos los afectos de temor se convirtieron en amor.

Al ir en el coche (porque el Iltmo. Señor Obispo[10] que me había de ordenar con otros teólogos se dignó honrarnos con la benigna expresión de hacerlos conducir en su carroza a Palacio) se me representaba que, como éste me llevaba sin tocar en la tierra en lo visible, así en las manos de la obediencia y providencia divina iba conducido invisiblemente sin afecto de tierra, lo cual me consoló, y en esta consideración fui entretenido convidando interiormente a los Santos mis devotos, particularmente a San Juan Evangelista y a mi Santo San (Francisco de) Sales como Padrinos para que asistiesen y favoreciesen con sus oraciones en un acto de los mayores que había de hacer en mi vida. Experimenté su asistencia, porque estando postrados mientras invocaban la corte celestial con las Letanías, vi cómo estaban presentes estos dos Santos con N. Sto. P. San Francisco Javier, y las Santas mis devotas a quienes me había encomendado[11].

Al tiempo de recibir la potestad sacerdotal sentí (porque más fue tacto espiritual que visión) la mudanza que se obraba en mi alma mirándola hermoseada con el carácter, que reconocí y entendí, lo que era mejor en sí, que lo había concebido con las luces especulativas de la teología. Pero, sobre todo, al pronunciar el Iltmo. aquellas palabras: «recibe el Espíritu Santo», me llené todo de un sagrado pavor, percibiendo interiormente la compañía de tan Divino huésped en las nuevas especiales gracias y dones que, como por vista de ojos, se me comunicaban. También me declaró el Señor en este punto, cómo este sacramento había tenido su origen de la fuente purísima de su Corazón Sagrado[12], del cual se me comunicaban los tesoros de su preciosa Sangre, y esto entendí con una dulce visión en que vi cómo influía este Divino Corazón en mi alma lo que las palabras del Señor Obispo significaban, en uno como rayo de luz; aunque no era luz ni rayo, sino otra cosa especial, para cuya significación no encuentro término propio.

En la comunión se abrazaron los dos amantes, y mi alma desahogó algún tanto el sagrado asombro y admiración de misterios tan soberanos como en sí experimentaba. Lo que en este breve rato pasó entre mi alma y Dios, no se puede explicar. Aún físicamente me parecía hallarme mudado en otro hombre, y tenía un conocimiento como cierta reverencia de mí mismo. Fue forzoso estar con su Iltma. algún tiempo, cuando yo quisiera estar retirado con mi Dios; pero, aunque hablando con los hombres, estaba muy lejos de todas las cosas humanas y como absorto y sepultado en mí mismo, y lo mismo experimenté los días siguientes entre la bulla de Navidades hasta el día de mi primera Misa, que fue el de Reyes.

Me preparé estos días intermedios con aquellos afectos que, mejor que yo, sabe el Señor; el que más sobresalía era una anihilación en mi nada, con que me arrojaba en manos del Señor entregándome del todo a la potestad del amor de su Corazón para que así acertase mejor a cumplir sus deseos, celebrando la primera Misa, o dando principio con ella a celebrar todas las demás en obsequio del Corazón Sagrado como sacerdote propiamente suyo, consagrado y dedicado a su culto con toda la especialidad que V. R. sabe, y que el mismo Jesús me dio a entender en estos días con sus celestiales luces; y en este punto no puedo decir más.

Particularmente le pedía retirase toda cosa exterior y no permitiese saliese afuera lo que en lo interior se dignaba favorecerme; porque ciertamente me parecía imposible llegar yo a tener en mis manos aquel Divino amor, centro de mis ansias, si no retiraba y templaba la claridad de sus luces y la actividad de sus amores. Y la Madre Concepción (según me dijo después) pidió muy de propósito esto mismo al Señor, y estuvo todo el día con algún sobresalto de si había salido alguna cosa al exterior”.

Hasta aquí lo que pasó al espíritu de nuestro joven sacerdote en cuanto al Sacerdocio.

Los favores que el nuevo sacerdote recibió el día de su primera Misa son tan singulares que, por no oscurecerlos, es preciso los explique el joven que los recibió. Por los secretos y admirables fines que no sé decir, celebró Bernardo su primer Sacrificio en el Colegio de N. P. San Ignacio de Valladolid, siendo sujeto del Colegio de San Ambrosio, singularidad que habrá acaecido pocas veces, si ha sucedido alguna, lo que ignoro. Porque siempre nuestros sacerdotes dicen su primera Misa en el Colegio que residen.

La casualidad visible y natural fue ésta. Se hallaba de Rector del Colegio de N. P. San Ignacio el M. Rdo. P. Manuel del Prado, que acababa de ser Provincial. Como este Rdo. Padre estimaba y amaba tanto a Bernardo, le había solicitado la dispensación de edad para ordenarse, y conocía íntimamente su espíritu por las muchas veces que nuestro joven le había manifestado todos los secretos de su conciencia, quiso tener el consuelo de ser su padrino en la primera Misa.

El P. Rector de San Ambrosio convino gustoso en dar este especial consuelo al P. Rector de San Ignacio, y le envió su súbdito para que con su estimable asistencia celebrase el nuevo sacerdote. Antes de salir éste de San Ambrosio, hizo la renovación de sus votos por ser día de los Santos Reyes. Recibió en ella un singularísimo favor que le dispuso para celebrar su primera Misa con afectos y ardores seráficos.

Le refiere Bernardo con estas palabras:

“En la renovación (apareció) el Amabilísimo Jesús acompañado de su Dulcísima Madre, de San Juan Evangelista, San Francisco de Sales y San Francisco Javier, que habían de ser mis Padrinos; y por otro lado estaban N. P. San Ignacio, San Luis Gonzaga, los dos Padres Venerables Padial y Colombière con las cuatro regaladas esposas del Corazón de Jesús: Santa Gertrudis, Santa Teresa, Santa Magdalena de Pazzi y la Venerable Margarita.

Delante de esta celestial comitiva, a que acompañaban muchos Ángeles, en especial los de mi guarda, declaró el buen Jesús el amor con que su Corazón amaba (a) esta ingrata criatura, movido solamente de su bondad, para que ésta luciese más junta con mi ingratitud; la elección que había hecho de mí para procurar su culto; y finalmente el designio de su providencia en haberme elevado al Sacerdocio antes del tiempo regular (de todo lo cual recibí mil parabienes de todos aquellos Bienaventurados) y que antes quería en su presencia renovar mis votos de mi parte, y de la suya el desposorio que había celebrado con mi alma; todo lo cual se hizo con circunstancias de mucho consuelo y confusión mía, y los tres Santos ofrecieron asistir a mi primer Sacrificio como Padrinos, y Nuestro Santo Padre (Ignacio) como a quien tanto tocaba, y las Santas como quienes tanta gloria recibían de las glorias y obsequios del Corazón de Jesús, su esposo, a cuyo culto se habían de dirigir desde este todos los demás sacrificios que yo celebrase; pero todos habían de asistir invisibles por los altos fines del Señor.

En esto llegó el tiempo de salir para el Colegio de N. P. San Ignacio: cesó la visión y sólo quedó la amable vista de muchos Ángeles de la guarda que me acompañaron hasta llegar al Santo Altar.

Y noté una diferencia semejante a la que se lee de aquel sacerdote de quien se habla en la vida de San (Francisco de) Sales, porque el Ángel propiamente diputado para mi guarda del coro inferior, que antes tenía a la derecha, ahora estaba a la siniestra; y el otro, que por especial favor me ha señalado el Señor de más alto coro, que antes estaba a la izquierda, estaba ahora a la derecha; todo en significación de la dignidad sacerdotal, que es tan reverenciada de los mismos Ángeles”.

Hasta aquí el favor singularísimo, inmediato a celebrar el primer Sacrificio de Bernardo.

Lo que le pasó en el tiempo de la Misa, ni el mismo joven Sacerdote supo explicarlo, y así brevemente lo escribe diciendo:

“Llegado al Altar, cesó la visión de los Ángeles, y me hallé asaltado de un sagrado horror y de un pavor reverente, el cual serenado poco a poco, proseguí sin tropezar; admirando mil misterios en todas las palabras de la Santa Misa, y en su significación, principalmente en el Canon y en la Consagración. Fuera cosa que llenara muchos pliegos individualizar cuanto aquí sentí y cuanto pasó en mi interior.

Tuve muy presentes a Vuestras Reverencias, todas sus cosas, todas las del Corazón Sagrado, el fin que de mis Sacrificios pedía, y todo aquello que pudiera haberme borrado la novedad de tan grandiosa acción; sólo advierto a V. Rª. que precaviendo el Señor toda cosa exterior, me comunicó todos sus favores por un modo más elevado, apartado de lo sensible, y con unos sentimientos altísimos, y al mismo tiempo que llenos de dulzura, muy sólidos y semejantes en lo espiritual, y poco sensibles a los sentimientos de la fe.

Y desde este punto parece que en cierto modo ha mudado el Señor de conducta en mi espíritu, pues no siendo tan frecuentes los favores, revelaciones, luces sensibles, son continuos estos otros favores y luces más altas; de suerte que, así como la dignidad sacerdotal me ha colocado en otra esfera, así las gracias del Señor lo son de otra, tan alta y sólida como aquella. Pero de este punto hablaremos otras veces.

Concluyo diciendo que en las gracias (la acción de gracias) después de esta Misa, sentí en este mismo modo mil favores del Señor, y de mi parte me sacrifiqué de nuevo a mí, a mi alma, mi corazón y potencias, sentidos y cuanto soy, a su voluntad, culto y gloria; y bien de las almas”[13].

Hasta aquí lo que pasó en el primer Sacrificio de nuestro joven, explicado más con silencio extático que con palabras; serían necesarias muchas si yo quisiera referir los singularísimos favores que Jesús Sacramentado le comunicó en los Santos Sacrificios que celebró los pocos meses de Sacerdote. Sirvan de índice para los demás los que voy a referir en el capítulo siguiente.

Algunos de los muchos favores que el Sagrado Corazón de Jesús hizo al nuevo Sacerdote
en el Santo Sacrificio de la Misa

Sería preciso dilatarnos con demasía si hubiese que referir todos los favores con que el Sagrado Corazón de Jesús inflamó el de su nuevo sacerdote en el Santo Altar. Referiré algunos. Sea el primero uno que Bernardo llama admirable, y lo fue en realidad. El día octavo de su primer Sacrificio[14] celebraba con los ardores que iban creciendo desde su primera Misa, cuando se halló favorecido de Jesús, Sumo Sacerdote, en la forma que describe Bernardo con estas palabras:

‘‘Dije Misa este día en tiempo de oración, y en las gracias (en la acción de gracias) me pareció que el Buen Jesús tomaba mi alma y la presentaba ante el tribunal de la Santísima Trinidad, diciendo a su Eterno Padre: «Esta alma, Padre mío, he escogido para que esté totalmente consagrada a los desagravios de mi Corazón, y para que aplaque vuestra justa indignación, ofreciéndoos a mí mismo en Sacrificio, para lo cual la he honrado con el Sacerdocio».

El Eterno Padre, con expresión de grande majestad y amor, aceptó la oferta y como aprobó la elección declarándome lo elevado de este designio para que había sido escogido, y prometiéndome su poder para que mi obligación se desempeñase. El Verbo Divino, en cuanto Dios, me declaró quería formar en mí una imagen de aquel Corazón que unió consigo mismo hipostáticamente, prometiéndome comunicarme algo de la Paciencia de aquel su Corazón pacientísimo.

El Espíritu Santo me dio a entender quería por mi medio influir en muchas almas algo de aquel divino Amor del Corazón sacratísimo, esfera de este fuego sagrado. Aquí precedió, de mi parte, la renovación de mi oferta en que de nuevo entregué al Corazón Sagrado, la acción que pudiera tener sobre mis cosas y en especial en los Sacrificios de la Misa, de lo que quedó el Señor encargado cumplir con mis obligaciones de obediencia, caridad, etc… Todo esto fue por un modo puramente intelectual y apartado totalmente de los sentidos, y sólo añado que «no esposible al hombre expresarlo»”.

En el Santo Sacrificio de la Misa del día 19 de abril, en que se celebraba este año la dolorosa festividad de los Dolores de Nuestra Señora, recibió Bernardo este favor:

“En la Misa de este día, después de la Consagración, se me mostraron los dos Divinos Corazones de Jesús y María como dos espejos clarísimos que con la mutua reverberación se herían con los más agudos dolores que se puede concebir. Se me enseñó la práctica de valerme de un Corazón para con el otro”.

Hasta aquí el joven sumamente afligido con la vista de los dos Corazones más amantes y más afligidos que pudo haber prometiéndose. Prosigue después insinuando con suma brevedad los muchos favores que el Corazón Divino le había comunicado en los ejercicios de la Semana Santa.

“Ese día (dice del día de los Dolores de Nuestra Señora) entré en ejercicios, en los cuales me previno el Señor me dejase guiar de su dirección. Yo empezaba la oración por mis puntos, pero luego me introducía el Señor en aquel abismo de penas de su Corazón Sagrado, en el cual por cada día de la Semana Santa se me descubrieron con celestial luz los Misterios y afectos que en cada uno de estos días pasaron por él; y en esto lo he dicho todo, para no detenerme a individualizar; baste, pues, decir que seguí al Corazón Sagrado en la entrada de los Ramos, en aquel acto de celo (y esto con especialidad) con que echó del Templo los que le profanaban, en sus últimos sermones, en la institución del Santísimo Sacramento donde admiré los sentimientos que el Buen Jesús tuvo en su Corazón acerca del culto que en estos tiempos se le había de instituir en la Iglesia. En fin, seguí a este Divinísimo Corazón desde el Huerto hasta el Sepulcro, y en el Viernes Santo fue para mí verdaderamente Sepulcro de amor, en el cual quedó como sepultada y muerta de dolor mi alma.

También voy siguiendo al mismo Corazón resucitado, aunque como apunté arriba, no con aquel género de delicias regaladas que otras veces, sino con otra especie de consuelos espirituales, sólidos y elevados; bien es que alguna otra vez en la Santa Misa se me ha descubierto aquel Corazón glorioso, que tenía en mis manos, redundando entonces algunos sentimientos de amor más sensibles.

De todo este seguimiento en que he ido, en estos ejercicios, en pos del Corazón de Jesús, prescindiendo de particularidades (que la brevedad del tiempo y fin de las vacaciones me precisan a omitirlas) he hallado por mí el fruto de un ardentísimo deseo de formar mi corazón a su Imagen, no gloriosa, sino triste, mortificada, y unas ansias grandes sobremanera de amar este Corazón Divino, con un amor tan ardiente como paciente, abatido, perseguido, pobre, desnudo, oculto al mundo, olvidado de él, despreciado de todos y, en fin, muerto al amor y voluntad propia, y por esto le he pedido al P. Rector que, según el Señor le inspirase, me ejercite en estos actos, porque temo quedarme en puros deseos y con una perfección especulativa solamente”.

Hasta aquí el sólido espíritu de este joven del Corazón de Jesús.

No es posible descender en particular a los innumerables favores que recibió Bernardo en el Santo Sacrificio de la Misa. No pudiendo él mismo referir la menor parte de ellos, se explica así:

“En la Misa es donde tengo toda mi alegría, todo mi consuelo y alivio en medio de las mayores aflicciones. En ella se me dan sentimientos altísimos de la Majestad de aquel Señor cuya presencia siento tan palpablemente que me hallo inmutado regularmente desde la Consagración. En el tiempo de consumir, son especiales los rayos de luz con que se ilustra mi fe, y los ardores soberanos en que se abrasa el alma, que se entiende allá con el Corazón de su Dios.

Hasta aquí tenía gran confianza en mis oraciones y peticiones estribando en la intercesión de Jesús; ahora no dudo conseguir cuanto pido, si es para mayor gloria de Dios. Me parece que en el Altar no me puede negar nada el Eterno Padre porque me revisto de una santa animosidad magnánima, fiado en lo que ofrezco, y me hallo con semejantes sentimientos a los que el V. P. Colombière tenía acerca de la grandeza de este grande Sacrificio: aquí quedo yo como triunfando, porque me parece que no sólo pago por mí, por mis Padres, y por todo el mundo, sino que el Eterno Padre me queda deudor[15].

A veces, en confirmación de lo fundado de esta mi santa presunción, en la misma Misa me ha declarado una voz del Eterno Padre la complacencia que tiene en su Hijo y en su Corazón, y cómo esta complacencia puede darme atrevimiento, aun a vista de mis pecados e ingratitudes, para confiar cuanto puedo pensar; pues todo se refunde en los méritos de Jesús, cuyo Ministro soy y cuyas veces hago. Otras veces se me ha mostrado cómo el Corazón de Jesús Sacramentado es la fuente de donde se han de enriquecer los hombres y donde se enriquecen los Santos”.

Hasta aquí las enfáticas palabras del joven Sacerdote.

Pongo fin a este capítulo, y a los favores recibidos en el Santo Sacrificio de la Misa, con uno muy regalado del día de la gloriosa Transfiguración del Señor[16].

“En la Misa de la Transfiguración del Señor se me puso delante con una viva luz intelectual este dulce misterio, con alguna de sus circunstancias, entendiendo profundos secretos de la Divinidad y Humanidad Santísima y del Corazón del Salvador: se me explicaron aquellas palabras: «Este es mi Hijo amado, en el que me complazco; escuchadle». Fueron más perceptibles las inteligencias del peso grande de aquel deseo infinito con que el Eterno Padre quiere que Jesucristo sea oído, amado, adorado, reconocido de las criaturas, y de los tesoros que en este amable Salvador se nos encierran, y por medio de su abrasado Corazón se nos empiezan a manifestar.

Digo que estas inteligencias fueron más perceptibles porque las tuve sobre la complacencia del Padre en su Unigénito; fueron tan sublimes y remontadas hasta los arcanos del Pecho del Padre, que yo quedé anegado en un piélago inmenso sin hallar fondo los afectos, que eran de anihilación (aniquilación) propia, admiración, y de ternísima dilección para con este hombre Dios y para con su amable Corazón. ¡Oh Padre mío qué groseras son estas voces para insinuar algo de estas grandezas!

Amemos este amable Corazón del Salvador para procurar que todo el mundo goce lo que el Padre depositó en el Corazón de su Hijo. Me ha quedado un amor más sólido y tierno con el Salvador y entiendo que éste es el que el Padre Eterno quiere encender en el mundo para con el Corazón de su amado Hijo”.

Hasta aquí este amantísimo discípulo del Corazón de Jesús.


[1] Era el P. Juan de Loyola, que le animaba a pedir la dispensa para ordenarse antes de cumplir los 24 años, que era la edad establecida por la Iglesia para recibir el sacerdocio.

[2] La licencia llegó a San Ambrosio el día 7 de diciembre, víspera de la Inmaculada. Hoyos se ordenaría de subdiácono el 18 de diciembre, de diácono el día 31 y de sacerdote el 2 de enero.

[3] Revela la profunda amistad y sintonía espiritual con la Madre Ana de la Concepción, del convento de San Joaquín y Santa Ana de Valladolid.

[4] Bernardo se llena de gozo al ver que, siendo sacerdote, podrá comulgar todos los días y no solamente una vez por semana y los días de especial fiesta, como hacían los estudiantes de la Compañía en aquella época.

[5] Se refiere esta palabra al Santo Sacrifico de la Misa, cuyo valor repara los pecados de la humanidad.

[6] Antes de recibir las sagradas órdenes se hacían ocho días de Ejercicios Espirituales; se ve que Hoyos tuvo que hacerlos él solo, sin abandonar del todo su quehacer de estudiante.

[7] Se conserva el original en el archivo diocesano de Valladolid.

[8] El 18 de diciembre de 1734.

[9] El día 2 de enero de 1735.

[10] Don Julián Domínguez. Le ordena en el palacio de Fabio Nelli con otros dos compañeros.

[11] Uno de los momentos más emotivos de la ceremonia de la consagración sacerdotal: postrados en tierra, son acompañados por el rezo de la comunidad cristiana, que invoca sobre ellos la protección de los Santos.

[12] “Al punto salió sangre y agua”, del manantial del Corazón roto de Cristo manan los sacramentos de la Iglesia.

[13] Responde Bernardo con la entrega total de sí mismo a los planes del Corazón de Jesucristo.

[14] El 14 de enero de 1735.

[15] En la Misa no sólo le “agradece” a Dios, sino que le “paga”. Dios Padre nos dio a su Hijo, y el sacerdote le devuelve a su Hijo en la Santa Misa.

[16] Tuvo lugar esta gracia el 6 de agosto de 1735, estando todavía en el Colegio de San Ambrosio. Tuvo tugar en la primera capilla, entrando a la izquierda, del actual Santuario Nacional; era la preferida por estar allí el cuadro del Salvador y porque había colocado allí Bernardo el cuadro del Corazón de Jesús que hizo pintar para celebrar la primera Novena pública hecha en España.