Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XXXV)

Singulares favores con que el Corazón de Jesús ilustra, inflama y alienta el de Bernardo
para proseguir sus ideas

A quien ignore los favores con que el Corazón de Jesús movía el de su siervo, parecerán sus ideas poco prudentes en su estado, y a lo sumo naturales a un genio vivo y bullicioso. Mas el que leyere las extraordinarias gracias con que por este tiempo era favorecido del Corazón de Jesús, conocerá visiblemente la actividad de la Divina llama. Es verdad que Bernardo era Hermano estudiante de nuestra Compañía de Jesús, cuyo estado le obligaba al retiro, aplicación al estudio, y ningún comercio con negocios que pudiesen divertirle de sus ejercicios espirituales y literarios. Pero se hallaba tan sagradamente movido a procurar los cultos y glorias del Corazón de Jesús, que no podía resistir.

Lo proponía a sus superiores y Directores, a quienes experimentando palpablemente la voluntad de Dios aprobaban y fomentaban su celo. No se puede dudar que el Corazón de Jesús movía a este dichoso joven, pues su norte era la obediencia, y si encontró en alguna ocasión opuesto a sus ideas el dictamen de sus superiores, cedía no solo rendido, mas con indecible consuelo. Ni puede dejar de admirarse que los primeros hombres de nuestra Provincia fuesen los que abrazaban sus intentos y los llevaban a efecto.

Empecemos a descubrir algunos de los favores muy singulares del Sagrado Corazón de Jesús, a que se deben atribuir los empeños de Bernardo por esta divina devoción.

“Me mostró el Señor entre otros favores recibidos el día de la Asunción de Nuestra Madre Dulcísima los influjos de su Divino Corazón, y el modo con que se comunican a los hombres, en esta dulcísima visión. Vi el Corazón del Eterno Padre (esto es, metafóricamente, la fuente de su amor, su bondad, en el sentido que la escritura atribuye Corazón a la Divinidad) en forma de un globo inmenso de fuego, cuya infinita grandeza se extendía sobre la tierra, cielos y mas allá de los abismos.

Los inmensos resplandores, y como inundaciones de luz que despedía, se recogían en el Corazón Sacrosanto del Dulce Jesús, que se me representó en un cielo cuya latitud y grandeza excedía a la de todas las esferas celestes; los benéficos rayos que esparcía se iban como estrechando hasta recibirse toda su intensidad en el Corazón amabilísimo de Nuestra Madre María Santísima, que miraba en forma de sol brillante y hermoso, el cual inmediatamente comunicaba a los hombres y a toda la tierra la multitud de luces y rayos que había recibido[1].

Y en este misterioso símbolo entendí cómo el amorosísimo Corazón de Jesús comunicaba a los hombres la infinidad de dones y beneficios que recibe del Padre y de la Divinidad del Verbo, por medio del Corazón Santísimo de su Santísima Madre, el cual es el acueducto e instrumento por donde se nos derivan todos los bienes, y la desigual grandeza de aquellos globos hermosos de fuego me significaban lo que hay entre los tres Corazones del Padre, del Hijo, en cuanto a la humanidad, y de la Madre Santísima, y siendo éste menor que los dos, es tanta su capacidad, como es la del sol material, que alumbra a todo el universo: con la distinción que el Corazón purísimo de María Santísima influye y alumbra a un tiempo por todos los hemisferios, y alegra el cielo mismo, teniendo especial complacencia los Bienaventurados en mirar el Corazón de María Santísima con sus excelencias las de su Santísimo Hijo como en un terso y cristalino espejo.

Esta visión se ha repetido el día de la Natividad y en estos ejercicios. En ella he aprendido a entrar en el Corazón de Jesús por el de María, cuyas causas andan tan juntas (como bien nota el P. Gallifet) que, haciéndose la del Corazón Hijo, se hará la del de la Madre, y acaso en España se empezará hacer (en alguna cosa) la causa del Corazón de la Madre, la del Corazón del Hijo Santísimo”.

Hasta aquí el joven favorecido. No sabía por este tiempo pensar ni tratar de otra cosa que de las glorias del Corazón Santísimo. Aun con los cortesanos del cielo que le favorecían, sus afectos, sus súplicas y ardores se dirigían lo mismo. Le favoreció su seráfica Santa Teresa de Jesús el día que la Santa Iglesia celebra la fiesta de la Trasverberación de su corazón fogoso. Al instante reconvino a la Santa con que debía procurar desde el cielo se consiguiese la fiesta del Sagrado Corazón de su Santísimo esposo; que, si la Iglesia celebraba la fiesta de su abrasado corazón, era más justo que celebrase la fiesta al Corazón Divino de Jesús, de cuya fogosa esfera de amor participan todos los corazones amantes las centellas que en ellos se descubren. Le ofreció la Santa su intercesión por el feliz logro de su empresa, y se confesó vencida del argumento de su devoto.

Encomendaba al Señor nuestra Madre, la Compañía, con filial afecto de hijo el día de su confirmación[2]. Tuvo las mismas inteligencias que otras veces, pero cifradas en unas palabras del cap. 9 del libro 2º de los Reyes, que oyó en lo íntimo de su alma: “Le dijo el Señor: he escuchado tu oración y la súplica, que me derramaste ante mí: he santificado esta casa (la Compañía) … para poner allí mi nombre para siempre, y mis ojos y mi corazón estarán allí todos los días”.

Estando Bernardo en fervorosa oración le dijo el Señor:

“He oído tu oración y tu súplica; está cierto que ha santificado esta mi casa, la Compañía de Jesús, mi Hijo, cuyo augusto nombre he puesto en ella por toda la eternidad. Tendré los ojos y mi corazón en ella por todos los días de los siglos futuros”.

Como el Corazón de Jesús tenía robado el de su siervo se le confirmó con estas palabras, lo que otras veces había entendido, que el Señor había escogido a nuestra Compañía de Jesús para promover los cultos de su Sagrado Corazón.

La palabra “corazón” le trajo a la memoria que, algunos años antes, en este día le dijo el Señor de nuestro P. General[3] presente, antes de su elección:

“Levantaré, esto es, elegiré un sacerdote fiel que gobierne mi Compañía según mi Corazón”.

Le pareció que su Paternidad Muy Rvda. en algún tiempo protegería el culto del Corazón Divino. Profecía verificada ya con la paternal protección que ha hallado y halla esta amabilísima devoción en el devoto y benigno corazón de nuestro común Padre.

Para encender más en el Sagrado Corazón de Jesús el corazón de Bernardo, le hacía ver los progresos futuros y algunas felices almas devotas del Corazón Santísimo.

“El miércoles en tiempo de Misa vi al Dulcísimo Jesús y a la llaga del costado muy hermosa, y se dejaba ver por su concavidad el Divino Corazón, y una multitud de purísimas palomas se metían por la llaga hasta hacer su nido en el Corazón Sagrado; otras andaban revoloteando como que querían entrar; otras se recostaban sobre el pecho amable del Señor por la parte de afuera. Entendí era este el agujero de la piedra a que el Espíritu Santo convida a la paloma: «ven, paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos», y la ventana del arca por donde entró la paloma con el ramo de oliva[4].

Entendí mil excelencias del Divino Corazón, en particular que era refugio a las almas santas, castas palomas, cuando las cerca el gavilán. Que era nido en que habitan otras más amadas, etc… Porque, aunque está abierto para todos, pero en particular para las almas que son palomas. Y así esta fiesta del Divino Corazón será el imán de las almas santas”.

Hasta aquí Bernardo, quien, con el apacible símbolo de las palomas, entendió muchos sagrados secretos y conoció distintamente algunas almas que deseaban ser religiosas.

No dejaban de interrumpirse estos favores del Corazón Divino con terribles penas que afligían sobremanera su espíritu, pero a los temores, penas y fatigas de espíritu se seguían nuevos favores. Había padecido los espantosos trabajos que insinuaremos en el capítulo siguiente, y a ellos siguió un particularísimo favor del Corazón Divino que descubrirán sus propias palabras.

“El favor que se siguió fue este: Teniendo a mi Divino Jesús Sacramentado en el pecho, se empezaron a recoger los sentidos y potencias, y luego vi los ángeles y santos mis devotos todos juntos, aunque con más distinción reparé en N. S. Director[5], y en su Hija la V. M. Margarita de Alacoque, cuyo corazón encendido en el amor del de Jesús, me pareció tenía uno como distintivo, divisa o blasón por su ardentísimo amor al Corazón de Jesús que le hermoseaba sobremanera.

También asistía Nuestra Dulcísima Madre María Santísima y su Santísimo Hijo Jesús, con quien renovó mi alma el desposorio, y la entrega y oferta de mi corazón. A este tiempo se mostró el Sagrado Corazón de Jesús hecho un incendio de fuego arrojando llamas y despidiendo por la herida un volcán de amor, convertido en rayos clarísima luz; quedó absorta mi alma, y mucho más cuando la convidó el buen Jesús a entrar dentro de su Corazón, pues atemorizada de su bajeza, y de aquella infinita grandeza e inmensa copia de llamas, se encogía y sumergía en su nada; pero, sin saber cómo, se halló dentro de aquel Divino Corazón por un modo tan sobrenatural, imperceptible y soberano, que no hay que pensar explicarlo con lo grosero de las expresiones de nuestra lengua. Aquí cesó la visión de todos los santos que acompañaban al Dulcísimo Jesús, y se quedó el alma sola con su amado y hospedada en su Corazón.

Yo, amado Padre, bien quisiera dar a entender a V. Ra. una sombra siquiera de lo que aquí dentro de este cielo animado de la Divinidad sentí, vi, oí, palpé, gusté; «pero no es posible al hombre decirlo», sólo la memoria me confunde y anega en un piélago de dulzura y confusión juntamente. Inmediatamente que entró el alma en aquel Sacrosanto Corazón, se sintió penetrada hasta las íntimas médulas de aquel seráfico fuego en que ardía el Divino Corazón, al modo que si un hombre entrase en un horno de fuego encendido, al punto sería consumido de la voracidad del fuego.

Lo ardiente y activo del que prendió en mi alma con tal fuerza que se consumía y abrasaba lo íntimo de mi espíritu, hizo el efecto que el fuego material, esto es, consumió y deshizo entre sus ardores todas las frialdades, todas las tibiezas, todas las otras mezclas de cosas, hasta dejar puramente alma y no más; como el crisol separa y consume toda escoria o metal dejando oro y no más.

Aquí pareció se desnudaba el alma del hombre viejo y quedaba como una materia prima para recibir las impresiones del Divino Corazón. Dentro de este tesoro vi, por una alta visión intelectual las riquezas infinitas que el Padre Eterno depositó en este Sagrario de la Divinidad, y oí mil maravillosos secretos que me declararon de la inundación con que (para decirlo así), sin poder ya contenerse, quería salir de madre el incendio de este soberano Corazón para anegar en fuego de amor los helados corazones de los hombres.

¡Oh Padre mío! ¿cómo explicaría yo a V. Ra. las excelencias, prerrogativas y grandezas que conocí de este soberano Corazón? ¿Cómo insinuaría yo los sentimientos de este Corazón Sagrado al ver despreciado su amor? «no lo puedo decir, no lo puedo decir».

Después de habérseme manifestado los consejos de la Divina Providencia en mostrar a la Iglesia esta mina escondida para desagraviar su amor con los hombres, en lo que toca a lo general de su dignación, se me descubrieron en particular los decretos de Dios de usar de este indigno, ingrato y fementido corazón mío en la extensión del culto del Divino Corazón, para mostrar más su sabiduría y poder cuanto más indigno y desproporcionado y contentible es el instrumento.

Y aquí entendí también cómo el Corazón mismo había elegido a vuestras Reverencias como a mis Padres espirituales para suplir mi incapacidad e ineptitud, y no sin incomparable complacencia de mi alma veía en el mismo Sagrado Corazón cómo influía e influirá en adelante en los de V. Rs. (vuestras Reverencias) incitándolos a la ejecución de esta su determinada voluntad y agradeciéndolo con la efusión de sus dones en V. Rs. que miraba esparcirse desde aquel centro del fuego Divino a los corazones de mis amados Padres en forma de rayos, de luces y llamas que se comunicaban en amorosos y benignos influjos”.

Hasta aquí la inflamada pluma del joven devoto del Corazón de Jesús. Y si el Divino Corazón mostró a Bernardo que le había escogido para dilatar sus cultos, por ser instrumento inhábil, despreciable y contentible, qué debiera yo decir de mí.

Enseña el Corazón de Jesús a Bernardo
en unos ejercicios la perfección que de él desea,
con favores, temores y celestial doctrina

Todos los ejercicios que hacemos los jesuitas una vez al año eran para este feliz joven, como hemos visto, una sagrada esfera en que se renovaba su espíritu y en que el Señor le comunicaba favores singulares. En los que hizo por el octubre de este año de 1733 se le mostró tan benigno el Santísimo Corazón de Jesús, cuyos cultos procuraba, que conoció cuan agradables le eran sus pequeños desvelos en promover esta devoción.

Lo que experimentó en estos ejercicios fue, dice, “una quimera Divina”, según los movimientos encontrados de su espíritu: unas veces se veía engolfado en un océano de delicias y favores dentro del Sagrado Corazón. Otras veces le parecía hallarse en lo profundo de un abismo de penas, temores, sobresaltos, aflicciones y desconsuelos indecibles. Empezaba siempre la oración por la meditación que proponía a la comunidad; pero de ésta le levantaba el espíritu del Señor a la contemplación de alguna perfección del Corazón Santísimo de Jesús.

“Sobre el fin del hombre y sobre aquellas palabras: «Yo soy el principio y el fin», abundantes todos los años en esparcir luces a mi entendimiento, entendí altísimas cosas del Corazón, principio y centro de todas las bondades. Me mostró el dicho fin a que me había destinado el Señor, de propagar el culto del Corazón[6].

Sobre los pecados se me declaró lo mucho que desagradan a Dios las mínimas imperfecciones, particularmente las que en cierto modo son contra el Corazón de Jesús, como las que son contra su amor en la Eucaristía. La consideración de la muerte en lugar de darme temor, me alegraba y me hacía exclamar: «ven, ven, dulce muerte». Pero a lo último revolvió (como sucedió el año pasado en este ejercicio) sobre el pobre corazón toda la eficacia de la terrible memoria de la muerte, excitando unos pavorosos temores que llenaron de luto y tinieblas toda el alma. Se levantaron las dudas, las sospechas y miedos de estar engañado, y de ser disparates de mi imaginación todas estas cosas, y me miraba en la hora de la muerte acosado de estas turbaciones, y aprehensión de haber estado en desgracia de Dios por fingir revelaciones, y vender como palabras divinas las soberbias de mi vanidad; pues toda esta serie de cosas se me representaba como artificio de mi soberbio espíritu.

No puedo explicar a V. Ra. el martirio que estos temores, avivados en las aparentes reflexiones, causaron en este pobre corazón, despedazándome las entrañas de sentimiento y dolor. Ya otras veces he hablado sobre estos temores, y acaso después volveré a hablar, y así sólo añado que esta tormenta se serenó presto con los influjos del Divino Corazón de Jesús”.

A este terrible martirio de penas interiores que describe Bernardo, siguieron otros modos de padecer muy secretos y aflictivos. Los mismos favores del Corazón Divino eran muchas veces motivo para mayores penas de su interior. Contemplaba su amado Corazón de Jesús, no sólo amante pero también paciente, y le parecía que su corazón no amaba el de su amado, pues no tenía que padecer por el Corazón amante de Jesús coronado de espinas y lleno de imponderables trabajos. Cuando le venían a la memoria algunas cosas que había padecido y padecía actualmente los reputaba por nada, y siempre se atormentaba con este argumento y máxima de las almas favorecidas del Señor: “La señal y carácter del buen espíritu es padecer mucho por el amor del Señor; tú no padeces nada, luego tu espíritu está iluso y engañado con devaneos de tu fantasía fácil en producirlos”.

Si la divina luz le aseguraba que los favores recibidos eran del Señor y de su santísimo Corazón, se forjaba otra tormenta en esta forma. Verdad es que los favores recibidos tienen todas las señales de buen espíritu; pero ¿dónde está la perfección a que eres llamado, y las sólidas virtudes que corresponden al estado de alma favorecida de Dios? Le descubrió algunas veces la Divina luz con tal viveza sus imperfecciones y la pobreza de su alma en punto de virtudes, que no podía sufrir la confusión que le causaba.

Aunque se queja de no saber explicar lo que pasaba en su espíritu en estos lances, juzgo que las explicará mejor su pluma que la mía.

“Viéndome tan lejos de la perfección que se me pedía cayó sobre mi corazón un pavor y asombro inexplicable, y quisiera esconderme en el infierno antes que sufrir el pudor, vergüenza y confusión que me causó esta vista interior, que no me dejó ánimo para levantar los ojos a mi Dios. Aquí representándoseme por el lado opuesto que los favores recibidos eran de Dios, y cotejándolos con esta mi ingratitud y mala correspondencia, se forjó otra línea de temores, creyendo no había infierno bastante a mi infidelidad, y que la providencia me había favorecido tanto para ponerme por ejemplo de la mayor ingratitud, dejándome precipitar en un abismo de maldad, creyendo de mí el dicho: «elevándote, te hiciste pedazos»; en tanta confusión acudí por consejo a mi Dulcísimo Director San Sales que, amoroso, me respondió que amase esta misma miseria que en mí veía, pues me hacía conocer mi flaqueza, y que hiciese de ella escalón para entrar y salir al Corazón de Jesús, en el cual hallaría la paz”.

La halló tan serena, suave y dulce, que a esta tempestad de penas siguió uno de los más regalados favores del Sagrado Corazón de Jesús que referimos en el capítulo precedente. No se contentaba este Divino Corazón con enseñar a su siervo con regalos y penas. Le daba solidísimas doctrinas para adelantarse en la perfección heroica y sublime. El día de ejercicios en que meditaba el desengaño del cuerpo muerto y sepultado, le dio el Señor una excelente doctrina de que debemos aprovecharnos todos. Para no disminuir su eficacia nos la propone el joven que la recibió con sus mismas palabras.

“Me dijo el Señor que su Corazón me debía servir de sepulcro en que muriese y se enterrase el hombre viejo y la misma alma muerta al mundo, y que no había de vivir fuera de su Corazón. «Aquí –me dijo– habitarás, aquí morirás, aquí vivirás eternamente»: que todo lo que no fuese su Corazón o no mirase a él, era nada para mí, y como el muerto no tiene acción vital, así mi corazón, en cuanto muerto a todo lo que no era Dios, no había de tener acción vital de esta vida, sino de la sobrenatural que había de vivir; que como muerto a todo lo creado, no había de usar de ello, ni mirarlo, sino en cuanto podía ser alimento de la vida sobrenatural, sólo en cuanto era medio para el fin; que tuviese muy presente la distinción del medio y del fin, que siendo lo temporal sólo medio, sobre todo había de volar y remontarse: que tocase la tierra en cuanto era necesario para pisar sobre ella, que si asentaba del todo el pie, se mancharía; que su Corazón Divino había de ser mi centro y mi elemento, que todo lo que era estar o morar fuera de él fuese para mí como al pez estar fuera del agua, al fuego de su esfera, que mi Amado fuese todo mío y yo todo de mi Amado[7]: de este modo me explicó, y aún no doy bien a entender aquel despego, aquel remonte, aquel vuelo sobre todo lo que no es Dios y su Corazón; lo cual veía más claramente que la luz del sol y penetraba toda la profundidad toda el alma, y última necesidad de la perfección que se me pedía, y desde luego empecé a experimentar en mí un destello de este celestial estado poniéndome el Señor prácticamente en aquella desnudez de afectos que me pedía para que no lo entendiese sólo especulativamente.

Sobre todo, lo que más se me imprimió fue ser el Corazón de Jesús sepulcro de mi corazón muerto a lo visible y habitación de mi alma viva a lo que solamente es Dios y su Corazón Divino; y aspirando y respirando así en el Amado me formaría imagen del Corazón de Jesús; pues en esta muerte se encierra la fuga de todo lo imperfecto, y el seguimiento de lo más perfecto y agradable a los Divinos ojos.

Pero, pareciendo al alma que esto solo era formarse imagen del Corazón amante, pero no del Corazón paciente, se explicó por señas, como quejándose amorosa, de que el buen Jesús no la amaba, pues no le daba trabajos, penas, aflicciones y dolores, que eran las contraseñas de su amor y los colores con que se retrata en las almas la imagen de su amor crucificado.

Entonces con una suavidad y amor indecible, vi me representaba y decía el Señor que, si en esto consistía, que supiese me esperaban tantas cruces por medio de los hombres, de los demonios, de mí mismo, y aun de su amante Corazón, que me darían abundante materia en que delinear en mí una viva imagen de su Corazón afligido y de mi amado crucificado. Se explicó el alma aquí en gozos, pero deseaba se acercase el cumplimiento de esta promesa, y se le respondió que la sabiduría infinita de aquel espíritu que regía mi interior lo regulaba según la mayor gloria divina y la mayor conveniencia del estado presente, que tuviese por cruz las pasiones, y me crucificase en ella, que no era de menos dolor esta crucifixión.

En estos dos puntos de amar y padecer se cifra toda la hermosura de la imagen de mi perfección, pero los documentos que sin hablar se me dieron, los quilates y realces con que se había de llenar el bosquejo, fueron tantos y tales, que si no me hiciera el Señor el favor de conservarlos como esculpidos en el alma y de dar alientos a mi flaqueza, me confundiría su multitud y desanimaría su delicadeza”.

Hasta aquí el discípulo favorecido del Sagrado Corazón de Jesús. Este Señor se dignó llenar de consuelo el corazón de Bernardo con una noticia profética el día 7º de sus ejercicios. Se le dio a entender que se acercaba ya el tiempo de que se estableciese en la Santa Iglesia el culto del Divino Corazón, objeto dulcísimo de sus ansias: que vería él mismo los progresos de su devoción en los corazones de los fieles[8]. Pero entendió que restaban no pocas ni pequeñas dificultades y contradicciones que superar, mas que reinaría y se dilataría ampliamente el imperio del Corazón de Jesús. En estas últimas palabras de Bernardo se ven cumplidas muchas cosas contenidas en sus expresiones proféticas.

Como el Señor había tomado muy por su cuenta instruir, enseñar, mortificar y vivificar a su siervo en estos ejercicios, reservó para el último día una maravillosa doctrina. Experimentó Bernardo con la temerosa consideración del Juicio Universal espantosos temores y sobresaltos de su espíritu. Llegaron a tal punto que sólo el Señor, que hace calmar y enmudecerlos vientos y tempestades, pudiera sosegarlos. La descripción de esta tormenta y su serenidad nadie puede ponerla a vista de nuestros ojos, como el espíritu afligido que la padeció.

“En la consideración del Juicio Universal se removieron los temores de ir todo perdido, de ser todo una ilusión, de fingir de mi cabeza estas cosas, de estar en desgracia de Dios, de haberse de llenar mi rostro de confusión cuando en el Juicio, delante de todo el mundo, descubriese Dios mis enredos, engaños y ficciones. Aquí se encresparon las olas de la tempestad que ya levantaban el alma hasta el cielo. Cuando quería quietarme con la consideración de mis buenos deseos de amar a Dios, de los efectos en mi alma y en las de otros, ya la estrellaban y sepultaban en lo más profundo del abismo; escuchando de la boca del mismo Dios Jesús: «apartaos de Mí quienes obráis iniquidad, no os conozco».

Toda la tormenta se escondía en lo interior sin mostrarse en lo exterior, tanto más formidable, cuanto más en el corazón. Yo, amado Padre, quisiera poner delante de los ojos a V. R. todo lo que aquí pasó en mi espíritu, todos los pensamientos, todas las razones, todos los discursos y reflexiones con que mi pobre alma se sentía traspasar de parte a parte como con saetas emponzoñadas que la causaban congojas de muerte; porque verdaderamente se me representaba tan claro que todo era fingimiento, que casi me hallaba reducido a una desesperación total, mirando imposible el arrepentimiento, porque si me resolvía a confesarlo o a escribirlo todo a V. R. me parecía que, persuadiéndose a que estos eran temores de probación y no estímulos de conciencia herida, no podía hallar en V. R. la penitencia, pues quedaba arraigado el principio de mis maldades.

Cuando procuraba consolarme con que yo todo lo había remitido a la obediencia, no ocultando la menor cosa, con que yo de todo corazón deseaba ser bueno, con que en mi corazón experimentaba buenos efectos, con que esta serie admirable y trabazón de sucesos, este cumplirse muchas cosas que antes había yo asegurado, este comunicar con siervos de Dios como la M. C[9]., el P. N[10]., etc., este sentir ellos de mi espíritu que es de Dios, este anhelar mi corazón por la gloria del de Jesús, esta seguridad cuando acabo de recibir algún favor que es tan grande que si me hicieran pedazos no pudiera dudar, este no atreverme yo a afirmar que no había en mí favores de Dios, estas mudanzas tan repentinas de un desamparo y sequedad horrorosa a un colmo de dulzuras y suavidades, este no poder yo hallar los consuelos cuando los busco, si no cuando me los dan, y en fin, que Dios no había de permitir viviese yo engañado, ni que V. Rs. se engañasen y cegasen tan del todo.

Cuando con todo esto procuraba consolarme a fuerza de la razón (pues otras fuerzas no alcanzan), por una parte, creía que esto era de Dios y, por otra, no podía sosegarme por la actividad del temor con que sacaba por consecuencia que mi espíritu era una quimera compuesta de bueno y malo, un monstruo de contradicciones, y remataba en que, en mí, había una máquina espantosa de malicia con que quería engañar a mi conciencia y aun al mismo Dios, y así me parecía que ni el bandolero más desalmado, ni el mismo demonio se podía comparar conmigo en la multitud de pecados y en la malignidad de mis procederes e intenciones; y así estaba como asombrado de que no se abriese la tierra y me tragase el infierno, y me admiraba cómo Dios no me precipitaba en los abismos, mirándome como objeto de su indignación justísima[11].

Estando en este mar de desconsuelos, de penas y confusiones, en un momento calmaron los vientos y quedó todo sereno, diciéndome el Señor, «¿qué tienes que temer? Aunque todo fuera ilusión, ¿qué importaba, si no pones tu corazón en estas cosas y te sirven para amarme más?» Aquí el alma, como sobresaltada todavía, dijo: «Señor, si yo lo finjo, ¿cómo no pondré el corazón en estas cosas?, ¿cómo os amaré cuando os ofendo? ¿Qué importa que, por una parte parezca os sirvo, si por otra os irrito?» Replicó el Señor, preguntándome: «¿Te atreves a decir que no pasan por ti esos favores? ¿Te atreves a decir que quieres fingirlos?»

Entonces quedé totalmente sereno, viendo que ni uno ni otro pudiera afirmar, y se me aseguró que en lo sustancial iba bien, que aunque en algunas cosas accidentales se meta el espíritu propio, como sucede cuando se revela una cosa y la imaginación añade alguna circunstancia, y como el alma está ilustrada con la primera luz, cree a veces que es de Dios lo que es del natural; que, sin embargo, el Señor no permite este error en cosa sustancial, ni aquí hay ofensa suya en afirmar como revelada de Dios alguna circunstancia que añadió la imaginación; porque el alma así lo persuadió, y por esto convenía que todo pasase por los Padres espirituales, a quienes él asiste para que sepan discernir lo precioso de lo vil.

Pues aunque vulgarmente los hombres piensan que lo mismo es decir una persona, a quien Dios favorece, alguna cosa, que creer que es profecía o revelación; no es así, que no todo lo que los profetas decían, lo decía Dios, y por eso, aunque el Padre espiritual esté cierto que es Dios el autor de una revelación, ha de examinar sus circunstancias, y no aprobar si no lo que la prudencia, experiencia, etc. dictaren; que Dios gusta se someta todo a sus Ministros visibles.

Con esta admirable doctrina quedé consolado y asegurado de que, aunque haya engaño en alguna cosa, en lo sustancial voy bien, y así, aunque afirme Dios me ha revelado, Dios me ha declarado, etc., debe V. Ra. no regirse en todo por esto, sino juntamente por lo que el Señor inspirare, pues aun cuando V. Ra. se opusiera directamente a la voluntad del Señor, no le sería ofensivo, pues quiere que los directores se guíen por lo que él les dictare, y se agrada a veces de estas controversias entre sí y el Padre espiritual”.

Hasta aquí el P. Bernardo, cuyo dulcísimo Director San Francisco de Sales le visitó en la última hora de oración de los ejercicios.

Le habló como Padre espiritual, y redujo a tres documentos todas las inteligencias, documentos y avisos que se habían dado.

“El 1º (dice el humilde discípulo) consistía en proceder confiadamente en medio de mis temores, mientras caminase simplemente.

2º, en no ser remiso en cuanto pudiese hacer para promover el culto del Corazón de Jesús, no dejando de proponer a V. Rs. cuanto juzgase conducente.

3º, en mirar mi alma como sepultada en el suavísimo sepulcro del Corazón de Jesús. En este último documento se me cifra toda la perfección, la muerte del amor propio y pasiones, la vida soberana de mis acciones, la libertad del espíritu, la indiferencia en las manos de la providencia, aún en la mínima cosa, próspera o adversa”.

Hemos referido en este capítulo algo de lo que pasó al joven del Corazón de Jesús en las horas de oración retirada, mas ¿quién nos dirá lo que pasó por su corazón, alma y espíritu en todos los ejercicios, ya fuesen espirituales, ya fuesen corporales de su estado? Nadie podrá decirlo mejor que el mismo joven con estas ardientes palabras:

“Fuera de la oración, en todos los ejercicios o espirituales o corporales, ha andado el alma endiosada, o para explicarme mejor, encorazonada en el Dulcísimo Corazón de mi Amor Jesús; siempre lo hallaba conmigo, o me hallaba a mí en él; ni andar, ni hablar, ni comer, ni escribir, ni leer, ni menearme, ni casi respirar puedo sin tener en mi alma aquel dulcísimo Corazón, objeto de mis afectos, centro de mi amor, blanco de mis deseos, término de mis esperanzas, campo de mis delicias, motivo de mis complacencias, incentivo de mis gozos, vida de mi alma, alma de mi vida, alma de mi corazón, y corazón de mi vida y alma. En este Corazón habito, en este Corazón vivo, en este Corazón amabilísimo muero de amor”.

Estas palabras de Bernardo son digna corona de este capítulo y del fruto de sus ejercicios.


[1] El Corazón de María aparece en esta visión como medianera de las gracias que nos vienen del Corazón de Jesús.

[2] El 27 de septiembre de 1540 el Papa Paulo III confirmó la Compañía de Jesús.

[3] P. General Frantisek Retz, que gobernaría la Orden hasta 1751.

[4] Alusión al texto del Génesis referente al diluvio con el episodio del arca de Noé.

[5] Alude a San Francisco de Sales.

[6] Esta será su mejor arma para lanzarse animoso a llevar adelante su tarea.

[7] “Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser”.

[8] En 1765, el Papa Clemente XIII concede la Misa y el Oficio litúrgicos del Corazón de Jesús a Polonia y a la Archicofradía romana del Sagrado Corazón, y después a las Salesas, en España en 1815.

[9] Se refiere a la Madre Ana de la Concepción.

[10] El P. Agustín de Cardaveraz y al P. Pedro de Calatayud.

[11] Magistralmente describe en este párrafo la lucha de los “espíritus” dentro de su propio corazón. Bernardo sólo tiene 22 años.