San Juan Evangelista, San Francisco de Sales
y San Francisco Javier ofrecen a Bernardo ser protectores de sus ideas, y el Corazón de Jesús inflama el de su siervo para que las prosiga
Como Bernardo no pensaba ni ponía su afecto en otra cosa que en las glorias del Sagrado Corazón de Jesús, así parece que los cortesanos del cielo, cuando le visitaban, se complacían en encenderle en sus deseos. El día del amado discípulo San Juan Evangelista[1] tuvo nuestro joven una regalada visión del Santo, a quien acompañaba San Francisco de Sales. Después de inflamarlo en sagrados afectos, le hablaron de sus ideas en orden al Sagrado Corazón de Jesús.
Le dijeron que los dos Santos miraban con especialidad por esta causa. San Juan, porque después que se recostó sobre el Corazón de su Maestro, quedó abrasado en su amor y en deseos de que los hombres le conociesen. San Francisco de Sales, porque amó tierna y amorosamente el Corazón de su amado Jesús y que, por haberse aventajado en este amor, se había concedido a su Religión la gloria de haber tenido una Hija como la V. Margarita, de quien se valió el Corazón de Jesús para propagar su culto, y que los dos Santos en todo favorecerían sus piadosas ideas. Bien se conoció que estos dos grandes Santos y grandes protectores de la causa del Corazón de Jesús favorecían las ideas de Bernardo pues, sin protección celeste, no pudieran tener el feliz suceso que vimos entonces y se descubrirá en la serie de esta historia. En otras ocasiones visitaron a Bernardo los mismos Santos y le confirmaron en su protección.
Algunos meses después se hallaba nuestro joven confuso y humillado por sus ingratitudes y las de todos los hombres al Sagrado Corazón. Deseaba poder recompensarlas de algún modo. A estas amorosas ansias correspondió el amante Jesús con el favor siguiente.
“Se me descubrió aquella esfera divina del Corazón Sagrado de Jesús convertido en un volcán de fuego, y adorado de San Juan Evangelista y de San Francisco de Sales, nuestro Padre, y amigos. Entonces se dignó el buen Jesús arrojar de aquel Centro de fuego de amor una como centella a mi corazón, diciendo que con aquel don de su Corazón pagase y satisficiese las obligaciones a su Corazón y las injurias contra él cometidas: favor muy semejante al que cuenta de sí la V. Margarita. Ofrecí a Jesús el don y su mismo Corazón, con que entendía quedar satisfecho. Aquí me dijo y confirmó el buen Jesús que aquellos dos Santos harían el oficio de validos en la causa de su culto”.
Hasta aquí el joven devoto del Santísimo Corazón de Jesús. Otros favores recibió de los dos Santos en esta causa, que procuraba con todos sus cuidados y se verán algunos después.
Lo que los cortesanos del cielo favorecían a Bernardo en sus santos empeños venía de los influjos sagrados del Corazón Divino de Jesús. Porque este amabilísimo Señor continuaba sus especiales favores y caricias a Bernardo siempre por medio de su Santísimo Corazón. Desde la noche felicísima de su santo nacimiento del año de 1733, apenas recibió favor alguno este siervo del Corazón de Jesús que no fuese dirigido al mismo Corazón.
No se debe omitir el favor tiernísimo que recibió la noche de Navidad. Después de haberse encendido su espíritu con celestiales inteligencias y su corazón inflamado con fervorosos afectos, gozó el favor siguiente.
“Después de la Comunión vi mi corazón y, junto a él, al Dulcísimo Niño Jesús, tan pequeñito, tan delicado, hermoso y agraciado como cuando salió del vientre santísimo de su Madre; como quien temblaba de frío, se arrimaba a mi corazón cogiéndole con las dos manecitas con ademán de quien quería meterse dentro. Luego vi que su Corazoncito todo hecho un fuego se pasaba al mío, quedando como cerrado y cubierto con él; oyendo entonces mi alma la amorosa voz que me decía que primero había sido su Corazón custodio del mío, que ahora era el mío abrigo del suyo, entendiendo aquí que mi corazón debía trabajar por el de Jesús, para colocarle en el de los hombres, habiéndome él prevenido a este fin con sus favores.
Tener Jesús mi corazón como otras veces dentro del suyo significa lo que hace por mí; tener su Corazón dentro del mío indica lo que debo de hacer yo por él. Los afectos, dulzuras y suavísimos secretos que pasaron en mi corazón honrado con tal huésped, y hecho sagrario y depósito del Corazón de Jesús, no caben en la esfera de nuestras groseras voces. El primer accidente de amor al introducirse el Sagrado Corazón en el mío, fue ensancharse éste, encenderse y ponerse como una hermosa nube cuando de lleno la embiste el sol; otros hubo que no sé explicar”.
Hasta aquí la inflamada pluma de Bernardo. Oyendo el Santísimo Sacrificio de la Misa al día siguiente tuvo semejantes peregrinos accidentes de amor y sintió una sagrada simpatía de amor de su corazón con el de Jesús Sacramentado.
El día de la circuncisión del Divino Niño fue muy sagrado para Bernardo, porque a la tierna solemnidad del día se llegaba ser primer viernes del mes, día consagrado con especialidad al Corazón Santísimo. Con las ansias que el joven tenía de propagar su culto, ofreció al Divino Niño todo su corazón, alma, vida y fuerzas, y espíritu, y el corazón de todos cuantos cooperaban con él en esta santa empresa. Pedía al Corazón de Jesús se dignase echar su bendición a este año, y que con una gota de la preciosa Sangre que derramaba en su circuncisión, regase nuestras empresas y fertilizase cuantos pasos se diesen este año para extender su culto.
En estos fervorosos afectos se hallaba inflamado Bernardo cuando, al recibir la Eucaristía, sucedió lo que refiere:
“Hecha esta oferta al comulgar sentí por un modo admirable (que fue sentimiento o tacto intelectual, y no visión) que mi corazón, con las voces de los de V. Rs., estaba con el discípulo amado San Juan arrimado al Corazón de Jesús, como bañado en la sangre dulcísima y preciosísima que manaba por aquella puerta del Paraíso de la fuente que alegra la ciudad de Dios, y el buen Jesús con aquel lenguaje que entiende el alma, sin ruido de palabras, me decía que aceptaba gustoso la oferta, que desde luego rociaba nuestros deseos y afectos con la Sangre de su Corazón para que produjesen frutos agradables a su Eterno Padre y dignos de eterna gloria para nosotros, y para su Corazón de honra, aunque por varios caminos”.
En los ejercicios de renovación experimentó los favores y sólidos efectos que nos ha descubierto en otras renovaciones; pero nos remite a lo referido en ocasiones semejantes; sólo dice que, al tiempo de renovar sus votos de pobreza, castidad y obediencia, renovó Jesús un favor que le había hecho en este día cuatro años antes. Entonces no entendió el joven todo el misterio que se le descubrió ahora.
Le mostró Jesús su Corazón Divino, del cual pendían tres cordones de oro finísimo que, al mismo tiempo, eran cadenas y saetas que aprisionaban y herían el corazón de Bernardo. Se juntaban los tres cordones, símbolo de los tres votos, a corta distancia, después que salían del Corazón de Jesús. Volvían a destejerse poco antes de llegar al corazón del referido joven, al cual aprisionaban dulcemente con el de su Amado; al tiempo que pronunciaba la fórmula de sus votos sentía que se iba estrechando más y más el lazo de los cordones, digo de los dos corazones; recibió este favor en presencia de los Santos sus devotos, entre quienes distinguió a la V. Margarita.
Todo lo reconocía ya al Dulcísimo Corazón de Jesús, en quien continuamente vivía y deseaba vivir muerto a todo lo visible en este amabilísimo sepulcro.
“Haciendo el Corazón de Jesús la cosa de este modo, ¿qué mucho yo no ame, ni piense, ni desee apartarme de él aun durmiendo? Mas lo peor es que mis ingratitudes son parte de las que tiene el Corazón de Jesús más vivamente y yo me estoy muy sereno”.
Aunque por este tiempo recibía Bernardo particulares favores del Corazón Divino, dejó de escribirlos por estar totalmente engolfado en las ideas de promover las glorias y cultos del mismo Corazón. Notó algunos del santo tiempo de Cuaresma; poco antes de los infaustos días de carnestolendas, empezó el deífico Corazón de Jesús a conmover el de su siervo con tiernos y afectuosos sentimientos de las injurias que le hace la ingratitud de los mortales. Le pedía el Sacrosanto Corazón injuriado que, de algún modo, recompensase las injurias que los hombres le hacían.
Así lo procuró el joven con todos los obsequios, ruegos, oraciones y penitencias que el Señor le inspiraba y le permitía la obediencia. Se le repitió el aviso que había tenido antes: que el Miércoles de Ceniza volverían los sagrados ímpetus a purificar y martirizar su corazón. Deseaba conformar su corazón con el de Jesús coronado de espinas, y esta semejanza habían de obrar los ímpetus con otros pequeños trabajos que nunca le faltaban.
Siempre estaba su corazón gozoso, siempre ansioso y siempre tranquilo. Descríbanos Bernardo el temple de su corazón:
“Por este tiempo tuve frecuentes consuelos en la presencia de Jesús Sacramentado que estaba patente por la novena de mi San Javier[2], y éste mi especial abogado me visitó, confirmándome y complaciéndose en los deseos de que por todo el mundo se extienda el culto del Corazón Sagrado, y prometiéndome en el asunto el favor que le pedía en su novena. Las tardanzas del librito eran torcedores[3], que por una parte apretaban mi corazón deseoso de que salga cuanto antes, esperando de él grandes efectos, y por otra después de darme que sentir, me dejaban en una tranquilidad admirable de espíritu, dejando todos mis deseos en el Corazón mismo de Jesús o yendo dulcemente o dejándome llevar de la amorosa providencia de nuestro Dios, en la cual miraba con una inalterable paz todas las dilaciones y demoras, ayudándome a esto los admirables sentimientos y luces, y aun palabras del mismo Jesús, que siempre me enseña la doctrina que tiene en su práctica nuestro Santo Director acerca de la total dependencia de nuestra voluntad de la de Dios.
Y así no sé cómo es lo que en este punto de promover el culto del Sagrado Corazón experimento y he experimentado, que las tardanzas y todo lo que parece retarda nuestros deseos en su progreso me da bien qué sentir y, al mismo tiempo, me dejan en una celestial serenidad e indiferencia, y seguro que aun lo que parece desvío, son progresos y esmaltes con que hermosea el Señor la encadenación maravillosa con que su providencia dirige la causa de su admirable Corazón. Ello parece contradicción: unos deseos tan ardientes con tanta tranquilidad; unos sentimientos tan vivos en las dilaciones con una paz dulcísima; pero ello pasa así, que tan diestro es quien causa este admirable edificio de la perfección, que va edificando en mi alma por modos al parecer encontrados”.
Pero si hemos de saber algo de lo mucho que padeció en su corazón en la Semana Santa[4], es preciso que lo refiera su pluma mojada en la amargura de sus penosas aflicciones:
“El Domingo de Ramos por la mañana se me mostraron aquellos divinos afectos que en la entrada en Jerusalén en tal día pasaban por el Corazón de Jesús dulcísimo, mezclados de gozo y de tristeza: aquél, por ver la gloria que los hombres rendían al Eterno Padre reconociéndole por Hijo suyo y por el Mesías prometido; y ésta, por las injurias que le esperaban y por las miserias que esperaba a aquella infeliz ciudad por haberle de dar la muerte, como lo explicaron aquellas lágrimas suaves y amargas nacidas de los afectos del corazón.
En el mío resonaba el eco de estos afectos, aunque más predominó el del gozo hasta la tarde, en que con la luz que se me daba del sentimiento de aquel Sagrado Corazón, cuando por la tarde se vio ya solo y desamparado de los hombres en ofensa de su Eterno Padre y suya; con esta luz empezó en mi corazón la semana de Pasión. Después, desde entonces se llenó mi espíritu de dolor, amargura, tristeza y aflicción, inundado con nuevas avenidas de ímpetus, que aunque habían sido fuertes en el discurso de la Cuaresma, algunas veces en especial, ahora lo eran mucho más.
Toda esta Semana Sagrada, mi oración, presencia de Dios y mis afectos, miraban, como las líneas a su centro, al Corazón afligido de Jesús a quien seguía con la memoria y sentimientos en todos los pasos y últimos lances que mostraban las finezas de su amor. Pero desde el miércoles de tinieblas cargó sobre mi corazón mayor copia de aflicciones y dolores.
El jueves se minoraron en parte, arrebatándome el amor al Santísimo Sacramento y los misterios que ocurrieron en la Institución: algunos de los cuales vi al comulgar, por visión intelectual, en el Corazón Sagrado como en un espejo clarísimo. Mas ésta tal cual interrupción, se recompensó bien con la inundación de dolores y penas interiores que se siguieron, como se iban siguiendo los pasos de mi amado Jesús. Y en particular sentí empezar de lleno, a la noche de mi oración, después de haber tenido amorosamente las delicias de nuestro hermano y condiscípulo San Juan recostado en el pecho y Corazón de Jesús.
No dormí en cama, como V. Ra. me lo permitía; el sueño fue corto porque, además de no darle entrada hasta bien tarde, desperté con la memoria de mi amado Jesús entregado en casa de Caifás a las burlas de los ministros en aquella hora. Por momentos tenía desde la media noche presentes los pasos de la pasión, siguiendo inseparablemente, con una como visión de todos ellos, a Jesús, en cuyo Corazón como en mar de amargura, tuvo todo el viernes mi espíritu aquel bautismo de dolor en que deseaba bañarme.
Acompañé a mi Dios al Pretorio de Pilatos, a la casa de Herodes y finalmente al Calvario, dentro siempre de su afligidísimo Corazón y sintiendo por compasión, en lo posible a mi flaqueza, alguna partecita de lo que él padeció entonces y de lo que ahora siente el menosprecio de tantas finezas en la ingratitud de los fieles.
Este día salí a visitar las estaciones con mi hermano el P. N.[5] y, de cuando en cuando, iba arrojando en su corazón saetas que le compungían con la memoria de los lances que en aquella hora pasó el Corazón Dulcísimo y participó este mi Padre y Hermano algo de mis sentimientos.
Al visitar en las iglesias al Señor, recibía unos movimientos extraordinarios que me daban a sentir claramente la presencia de aquel Corazón divinísimo; en los oficios también fueron singulares los afectos, en particular al oír lo que nuestro hermano y condiscípulo San Juan decía en su evangelio: «Uno de los soldados con la lanza le atravesó el costado». Pues patentemente vi en espíritu ese misterio, como también al consumir la Hostia el sacerdote; pues quedó mi corazón o mi alma como si al cuerpo le faltara la luz del sol; viendo aquí en mí, por experiencia, el afecto de David: «y la luz de mis ojos y él mismo no está conmigo»; en fin, en tiempo de tinieblas, fueron los sentimientos e inteligencias sobre los Salmos (como otras veces) admirables, y todo era añadir nuevas olas al piélago de amarguras en que me hallaba.
Enterrado el Cuerpo de Jesús, se enterró mi corazón dentro de su mismo Corazón hasta resucitar con él triunfante y gozoso en su Resurrección en que el mismo Sagrado Corazón, que me había servido de sepulcro, me sirvió de cielo en que gozar de sus dulzuras y celestiales delicias, cesando totalmente los ímpetus”.
Capítulo 8
Vence la devota y fogosa actividad de Bernardo
los embarazos que se oponen a la impresión
de su librito del Corazón Sagrado de Jesús
Deseaba ardientemente Bernardo que se imprimiese el librito del Sagrado Corazón de Jesús para esparcirle por todo el mundo y por toda España, pero era forzoso que esta su idea sufriese las dilaciones que de ordinario llevan la impresión de libros, y la que necesitaba este asunto de una devoción nueva y desconocida en toda España. No adelantaban mucho las activas diligencias del joven, aunque procedidas de hombres autorizados. Como esta causa era tan propia del Corazón de Jesús, este Señor daba cada día mayores alientos a su amante siervo.
Prevenido Bernardo el día de la Santa Cruz[6], en que se cumplía un año después del primer favor del Sagrado Corazón de Jesús en una fervorosa novena, dio humildes gracias al mismo Divino Corazón por este favor inestimable. Se agradó mucho el mismo Sagrado Corazón en ese obsequio, y entendió el joven que debía tener por uno de los mayores favores que había recibido de la bondad Divina, que Jesús le hubiese escogido para propagar los cultos de su Corazón. Las exclamaciones fogosas con que Bernardo desahoga su inflamado espíritu al conocer esta dicha, declaran bien su grandeza:
“¡Oh, Padre mío (exclama escribiendo a su Director), qué felices somos! ¡Qué dicha tan grande! ¡Que el Señor nos haya abierto los tesoros de su Corazón! ¡Oh, qué fortuna! ¡Que nos haya querido, aunque tan inútiles, por instrumento para extender su culto! ¡Oh, amado Padre! Ofrezcámosle nuestros corazones, nuestras vidas y nuestra sangre, todo consagrado a su Corazón, y a la propagación de su culto. ¡Oh, si yo pudiera tener una voz que se oyese en todo el mundo para clamar y descubrir a los hombres ese tesoro escondido! Oh, quiera el mismo Corazón dar eficacia a nuestras ideas y perfeccionar las que por nuestro medio se ha dignado empezar en España acerca de su culto”.
Hasta aquí las ardientes exclamaciones de este inflamado joven, que debieran encender el hielo de nuestros corazones en procurar las glorias del Sagrado Corazón de Jesús.
Esas sus ansias que Bernardo declaraba con tanto ardor a los hombres, significaba con más sagrado empeño a los cortesanos del cielo. Pidió al príncipe de los ángeles San Miguel, en su día, que diese feliz suceso a las ideas de propagar el culto del Corazón Divino: le respondió el Santo Arcángel que ya estaba encargado el asunto de parte de la Santísima Trinidad, pero que se había de conseguir por los pasos y medios de la Divina Providencia: procediendo en esta causa como si fuese causa de los efectos del Divino Corazón, que los hombres que tanto lo deseaban cooperasen de su parte lo que pudiesen, y que después se dejasen en manos de la Divina Voluntad. Que echaría su bendición a sus deseos, aunque por medios, al parecer, contrarios.
“Creo que esto último alude a nuestro librito, de que parece pende un gran progreso en España, y al mismo tiempo se nos dilata sin saber cómo: Pero, amado Padre, tomemos el consejo de ese amado Arcángel; hagamos lo posible de nuestra parte, pero dejémonos en manos de la Divina Providencia, obremos como si en nosotros estuviese todo y dejémonos en las manos de Dios como si nuestras diligencias no hubieran de servir, o como quien todo lo espera de arriba”.
Hasta aquí el consejo del prudentísimo Bernardo, nunca bastantemente alabado ni bastantemente practicado en los negocios de la mayor gloria de Dios.
Tomó muy a pecho practicar el consejo que le había dado San Miguel, y él inspiraba a otros; y así suplicó, rogó, instó y consiguió que el librito saliese a la luz pública; pero padeció las dilaciones de un año, que gastó en cuantas diligencias le inspiraba su ingenio fértil, inventivo y acalorado de su actividad, y con ardores más sagrados. Por este tiempo escribió muchos papeles al Rvdo. Padre Villafañe, Rector del colegio de nuestro Padre San Ignacio, para que consiguiese licencia del Padre Provincial para la impresión. La deseaba también el M. Rvdo. P. Manuel de Prado, amante protector de las ideas de Bernardo, a quien estimaba y amaba tiernamente; pero su cordial afecto no debía dispensar las precisas obligaciones de su autoridad y de su oficio. Era necesario para complacer a su amado joven y condescender a los ruegos de otros, que el librito pasase por la censura de los Padres Revisores; esta indispensable diligencia con todos nuestros libros se hacía más precisa y debía ser más severa en un asunto nuevo y que se ignoraba cómo sería recibida del público.
Pasó el libro felizmente por la censura de muchos Revisores, que le aprobaron con más elogio del que su forma y estilo merecía[7]. Juzgó Bernardo que, aprobado el libro, le tenía ya dado a la estampa, porque el M. R. P. Provincial deseaba complacerle, y los P.P. (Padres) autorizados que le protegían, le aseguraban la licencia para la impresión. Se retardaba, no obstante, más de lo que deseaba la fogosidad activa del joven. La aprobación de los Padres Revisores fue remitida a Roma, como se estila en los libros de alguna monta, pues, aunque este era tan pequeño, la novedad del asunto y los recelos de la acepción que entendía la devoción del Corazón de Jesús a que excitaba, pedía se procediese con prudente lentitud. Se añadía también a la favorable censura de los Padres Revisores de la Provincia gran peso de autoridad con la aprobación de Roma, y así prudentemente se dilataban los deseos del joven por que lograsen después todos los esfuerzos de su santo celo.
Después de muchos meses de suspensión en este pequeño asunto, que necesitaba la remisión de la censura a Roma y la respuesta, se hallaba vencida la dificultad de la licencia para la impresión. Mas cuando Bernardo creyó tener ya vencidos todos los embarazos para imprimir el libro, se le opusieron otros en que no había pensado.
Había resuelto el Padre Provincial dar su licencia autorizada con la de N. M. R. P. General, cuando supo que el P. Misionero, celoso promotor de la devoción del Corazón de Jesús, había dado a la luz pública un librito del mismo asunto: era éste el que con título de “Incendios Sagrados”, dio a la estampa en Murcia[8]. Mostró bien cuán encendido estaba su corazón con el fuego en que intentaba encender los corazones de sus oyentes y lectores de sus “Incendios Sagrados”; pues, sin tener particulares noticias de la devoción que publicaba, le inflamó su amante celo y le alumbró para que escribiese su libro.
La noticia de que se había escrito y publicado ya un libro semejante al que Bernardo deseaba imprimir, hizo al P. Provincial suspender su licencia. Le parecía que era del todo ocioso ese segundo librillo, habiéndole prevenido el del P. Calatayud. Instaban, no obstante, Bernardo y los Padres autorizados que le favorecían, porque se diese al público el segundo librito, esperando que no sería inútil para la gloria del Sagrado Corazón de Jesús. Acabó de determinar la innata propensión que tenía el P. Provincial a dar la licencia, el mismo libro que la había retardado; porque llegando algunos ejemplares a Valladolid, se vio que los “Incendios Sagrados” inflamaban los corazones en la devoción del Corazón del Señor, pero no ilustraban bastante los entendimientos, habiéndose escrito a la luz de una devoción calurosa sin las noticias necesarias para enseñar todo lo que pedía el asunto.
Conociendo ya el P. Provincial que sería oportuna la impresión del libro de Bernardo, concedió benignamente su licencia. Superadas todas las dificultades domésticas, siguieron otras que no se habían previsto porque no eran regulares. Mas también éstas venció la actividad devota de nuestro joven. Se valió de un jesuita de nuestro colegio de San Ambrosio, donde vivía, para con una persona muy ilustre de quien dependía también el negocio. Le ofreció el Padre sus buenos oficios y, cuando iba ya a practicarlos, no le fue posible la ejecución.
Bernardo, a quien ningún suceso adverso detenía en su empeño, volvió su idea al R. P. Villafañe, que le había allanado los embarazos domésticos. Le rogó se dignase su Ra. tomar a su cuenta vencer el que ahora se le ponía, asegurándole que el Sagrado Corazón de Jesús lo quería y premiaría todo el trabajo y molestia. Eran más que críticas las circunstancias en que Bernardo pedía al P. Villafañe esa gracia; pero como el Divino Corazón quería vencidas todas las dificultades, se determinó el P. Rector de San Ignacio a complacer al joven, venciéndose generosamente y logrando el feliz suceso que se necesitaba[9].
No se puede admirar bastantemente la actividad devota de Bernardo en vencer cuanto se oponía a su designio, pero yo admiro más la tranquilidad, sosiego y paz, que gozaba en medio de éste, a los ojos humanos, bullicio fogoso. Las dilaciones no descomponían la serenidad de su espíritu, antes la ponían en más imperturbable calma.
“Esta dilación, aunque la siento en parte, me hace ver que el Señor quiere vayan las cosas de su edificio o Deífico Corazón caminando por dificultades, y que sin duda ese librito ha de servir no poco para promover este sagrado culto, pues tantos pasos y deseos ha costado, pero lo miro todo en el Divino Corazón, y lo dejo a su Providencia, que acaso dirige a algún fin lo que a nosotros mortifica, y me inclino no poco a esto”.
[1] Era el 27 de diciembre de 1734.
[2] Alude a la Novena de la Gracia, que se hacía ya en honor de San Francisco Javier, del 4 al 12 de marzo (año 1734).
[3] El Tesoro escondido estaba ya escrito; por ser cosa nueva, lo revisaron los censores de la Provincia jesuítica de Castilla y también fue revisado en Roma.
[4] Semana Santa del año 1734.
[5] Pudiera ser el compañero suyo de estudios Lorenzo Jiménez o tal vez Osorio.
[6] El 3 de mayo de 1734.
[7] Modestia del P. Loyola, autor del libro.
[8] Fruto del celo impetuoso del P. Pedro de Calatayud es este librito, que él publicó a finales de 1733 cuando estaba en Murcia.
[9] Costó odiosos trámites obtener la licencia de este Obispo, pues no estaba en relaciones amistosas con el P. Villafañe, por eso Bernardo quiso que fuese el P. Francisco de Rávago quien se acercase al Obispo; no pudo ser y Bernardo tuvo que pedir a Villafañe que se arriesgase y fuese él.
San Juan Evangelista, San Francisco de Sales
y San Francisco Javier ofrecen a Bernardo ser protectores de sus ideas, y el Corazón de Jesús inflama el de su siervo para que las prosiga
Como Bernardo no pensaba ni ponía su afecto en otra cosa que en las glorias del Sagrado Corazón de Jesús, así parece que los cortesanos del cielo, cuando le visitaban, se complacían en encenderle en sus deseos. El día del amado discípulo San Juan Evangelista[1] tuvo nuestro joven una regalada visión del Santo, a quien acompañaba San Francisco de Sales. Después de inflamarlo en sagrados afectos, le hablaron de sus ideas en orden al Sagrado Corazón de Jesús.
Le dijeron que los dos Santos miraban con especialidad por esta causa. San Juan, porque después que se recostó sobre el Corazón de su Maestro, quedó abrasado en su amor y en deseos de que los hombres le conociesen. San Francisco de Sales, porque amó tierna y amorosamente el Corazón de su amado Jesús y que, por haberse aventajado en este amor, se había concedido a su Religión la gloria de haber tenido una Hija como la V. Margarita, de quien se valió el Corazón de Jesús para propagar su culto, y que los dos Santos en todo favorecerían sus piadosas ideas. Bien se conoció que estos dos grandes Santos y grandes protectores de la causa del Corazón de Jesús favorecían las ideas de Bernardo pues, sin protección celeste, no pudieran tener el feliz suceso que vimos entonces y se descubrirá en la serie de esta historia. En otras ocasiones visitaron a Bernardo los mismos Santos y le confirmaron en su protección.
Algunos meses después se hallaba nuestro joven confuso y humillado por sus ingratitudes y las de todos los hombres al Sagrado Corazón. Deseaba poder recompensarlas de algún modo. A estas amorosas ansias correspondió el amante Jesús con el favor siguiente.
“Se me descubrió aquella esfera divina del Corazón Sagrado de Jesús convertido en un volcán de fuego, y adorado de San Juan Evangelista y de San Francisco de Sales, nuestro Padre, y amigos. Entonces se dignó el buen Jesús arrojar de aquel Centro de fuego de amor una como centella a mi corazón, diciendo que con aquel don de su Corazón pagase y satisficiese las obligaciones a su Corazón y las injurias contra él cometidas: favor muy semejante al que cuenta de sí la V. Margarita. Ofrecí a Jesús el don y su mismo Corazón, con que entendía quedar satisfecho. Aquí me dijo y confirmó el buen Jesús que aquellos dos Santos harían el oficio de validos en la causa de su culto”.
Hasta aquí el joven devoto del Santísimo Corazón de Jesús. Otros favores recibió de los dos Santos en esta causa, que procuraba con todos sus cuidados y se verán algunos después.
Lo que los cortesanos del cielo favorecían a Bernardo en sus santos empeños venía de los influjos sagrados del Corazón Divino de Jesús. Porque este amabilísimo Señor continuaba sus especiales favores y caricias a Bernardo siempre por medio de su Santísimo Corazón. Desde la noche felicísima de su santo nacimiento del año de 1733, apenas recibió favor alguno este siervo del Corazón de Jesús que no fuese dirigido al mismo Corazón.
No se debe omitir el favor tiernísimo que recibió la noche de Navidad. Después de haberse encendido su espíritu con celestiales inteligencias y su corazón inflamado con fervorosos afectos, gozó el favor siguiente.
“Después de la Comunión vi mi corazón y, junto a él, al Dulcísimo Niño Jesús, tan pequeñito, tan delicado, hermoso y agraciado como cuando salió del vientre santísimo de su Madre; como quien temblaba de frío, se arrimaba a mi corazón cogiéndole con las dos manecitas con ademán de quien quería meterse dentro. Luego vi que su Corazoncito todo hecho un fuego se pasaba al mío, quedando como cerrado y cubierto con él; oyendo entonces mi alma la amorosa voz que me decía que primero había sido su Corazón custodio del mío, que ahora era el mío abrigo del suyo, entendiendo aquí que mi corazón debía trabajar por el de Jesús, para colocarle en el de los hombres, habiéndome él prevenido a este fin con sus favores.
Tener Jesús mi corazón como otras veces dentro del suyo significa lo que hace por mí; tener su Corazón dentro del mío indica lo que debo de hacer yo por él. Los afectos, dulzuras y suavísimos secretos que pasaron en mi corazón honrado con tal huésped, y hecho sagrario y depósito del Corazón de Jesús, no caben en la esfera de nuestras groseras voces. El primer accidente de amor al introducirse el Sagrado Corazón en el mío, fue ensancharse éste, encenderse y ponerse como una hermosa nube cuando de lleno la embiste el sol; otros hubo que no sé explicar”.
Hasta aquí la inflamada pluma de Bernardo. Oyendo el Santísimo Sacrificio de la Misa al día siguiente tuvo semejantes peregrinos accidentes de amor y sintió una sagrada simpatía de amor de su corazón con el de Jesús Sacramentado.
El día de la circuncisión del Divino Niño fue muy sagrado para Bernardo, porque a la tierna solemnidad del día se llegaba ser primer viernes del mes, día consagrado con especialidad al Corazón Santísimo. Con las ansias que el joven tenía de propagar su culto, ofreció al Divino Niño todo su corazón, alma, vida y fuerzas, y espíritu, y el corazón de todos cuantos cooperaban con él en esta santa empresa. Pedía al Corazón de Jesús se dignase echar su bendición a este año, y que con una gota de la preciosa Sangre que derramaba en su circuncisión, regase nuestras empresas y fertilizase cuantos pasos se diesen este año para extender su culto.
En estos fervorosos afectos se hallaba inflamado Bernardo cuando, al recibir la Eucaristía, sucedió lo que refiere:
“Hecha esta oferta al comulgar sentí por un modo admirable (que fue sentimiento o tacto intelectual, y no visión) que mi corazón, con las voces de los de V. Rs., estaba con el discípulo amado San Juan arrimado al Corazón de Jesús, como bañado en la sangre dulcísima y preciosísima que manaba por aquella puerta del Paraíso de la fuente que alegra la ciudad de Dios, y el buen Jesús con aquel lenguaje que entiende el alma, sin ruido de palabras, me decía que aceptaba gustoso la oferta, que desde luego rociaba nuestros deseos y afectos con la Sangre de su Corazón para que produjesen frutos agradables a su Eterno Padre y dignos de eterna gloria para nosotros, y para su Corazón de honra, aunque por varios caminos”.
En los ejercicios de renovación experimentó los favores y sólidos efectos que nos ha descubierto en otras renovaciones; pero nos remite a lo referido en ocasiones semejantes; sólo dice que, al tiempo de renovar sus votos de pobreza, castidad y obediencia, renovó Jesús un favor que le había hecho en este día cuatro años antes. Entonces no entendió el joven todo el misterio que se le descubrió ahora.
Le mostró Jesús su Corazón Divino, del cual pendían tres cordones de oro finísimo que, al mismo tiempo, eran cadenas y saetas que aprisionaban y herían el corazón de Bernardo. Se juntaban los tres cordones, símbolo de los tres votos, a corta distancia, después que salían del Corazón de Jesús. Volvían a destejerse poco antes de llegar al corazón del referido joven, al cual aprisionaban dulcemente con el de su Amado; al tiempo que pronunciaba la fórmula de sus votos sentía que se iba estrechando más y más el lazo de los cordones, digo de los dos corazones; recibió este favor en presencia de los Santos sus devotos, entre quienes distinguió a la V. Margarita.
Todo lo reconocía ya al Dulcísimo Corazón de Jesús, en quien continuamente vivía y deseaba vivir muerto a todo lo visible en este amabilísimo sepulcro.
“Haciendo el Corazón de Jesús la cosa de este modo, ¿qué mucho yo no ame, ni piense, ni desee apartarme de él aun durmiendo? Mas lo peor es que mis ingratitudes son parte de las que tiene el Corazón de Jesús más vivamente y yo me estoy muy sereno”.
Aunque por este tiempo recibía Bernardo particulares favores del Corazón Divino, dejó de escribirlos por estar totalmente engolfado en las ideas de promover las glorias y cultos del mismo Corazón. Notó algunos del santo tiempo de Cuaresma; poco antes de los infaustos días de carnestolendas, empezó el deífico Corazón de Jesús a conmover el de su siervo con tiernos y afectuosos sentimientos de las injurias que le hace la ingratitud de los mortales. Le pedía el Sacrosanto Corazón injuriado que, de algún modo, recompensase las injurias que los hombres le hacían.
Así lo procuró el joven con todos los obsequios, ruegos, oraciones y penitencias que el Señor le inspiraba y le permitía la obediencia. Se le repitió el aviso que había tenido antes: que el Miércoles de Ceniza volverían los sagrados ímpetus a purificar y martirizar su corazón. Deseaba conformar su corazón con el de Jesús coronado de espinas, y esta semejanza habían de obrar los ímpetus con otros pequeños trabajos que nunca le faltaban.
Siempre estaba su corazón gozoso, siempre ansioso y siempre tranquilo. Descríbanos Bernardo el temple de su corazón:
“Por este tiempo tuve frecuentes consuelos en la presencia de Jesús Sacramentado que estaba patente por la novena de mi San Javier[2], y éste mi especial abogado me visitó, confirmándome y complaciéndose en los deseos de que por todo el mundo se extienda el culto del Corazón Sagrado, y prometiéndome en el asunto el favor que le pedía en su novena. Las tardanzas del librito eran torcedores[3], que por una parte apretaban mi corazón deseoso de que salga cuanto antes, esperando de él grandes efectos, y por otra después de darme que sentir, me dejaban en una tranquilidad admirable de espíritu, dejando todos mis deseos en el Corazón mismo de Jesús o yendo dulcemente o dejándome llevar de la amorosa providencia de nuestro Dios, en la cual miraba con una inalterable paz todas las dilaciones y demoras, ayudándome a esto los admirables sentimientos y luces, y aun palabras del mismo Jesús, que siempre me enseña la doctrina que tiene en su práctica nuestro Santo Director acerca de la total dependencia de nuestra voluntad de la de Dios.
Y así no sé cómo es lo que en este punto de promover el culto del Sagrado Corazón experimento y he experimentado, que las tardanzas y todo lo que parece retarda nuestros deseos en su progreso me da bien qué sentir y, al mismo tiempo, me dejan en una celestial serenidad e indiferencia, y seguro que aun lo que parece desvío, son progresos y esmaltes con que hermosea el Señor la encadenación maravillosa con que su providencia dirige la causa de su admirable Corazón. Ello parece contradicción: unos deseos tan ardientes con tanta tranquilidad; unos sentimientos tan vivos en las dilaciones con una paz dulcísima; pero ello pasa así, que tan diestro es quien causa este admirable edificio de la perfección, que va edificando en mi alma por modos al parecer encontrados”.
Pero si hemos de saber algo de lo mucho que padeció en su corazón en la Semana Santa[4], es preciso que lo refiera su pluma mojada en la amargura de sus penosas aflicciones:
“El Domingo de Ramos por la mañana se me mostraron aquellos divinos afectos que en la entrada en Jerusalén en tal día pasaban por el Corazón de Jesús dulcísimo, mezclados de gozo y de tristeza: aquél, por ver la gloria que los hombres rendían al Eterno Padre reconociéndole por Hijo suyo y por el Mesías prometido; y ésta, por las injurias que le esperaban y por las miserias que esperaba a aquella infeliz ciudad por haberle de dar la muerte, como lo explicaron aquellas lágrimas suaves y amargas nacidas de los afectos del corazón.
En el mío resonaba el eco de estos afectos, aunque más predominó el del gozo hasta la tarde, en que con la luz que se me daba del sentimiento de aquel Sagrado Corazón, cuando por la tarde se vio ya solo y desamparado de los hombres en ofensa de su Eterno Padre y suya; con esta luz empezó en mi corazón la semana de Pasión. Después, desde entonces se llenó mi espíritu de dolor, amargura, tristeza y aflicción, inundado con nuevas avenidas de ímpetus, que aunque habían sido fuertes en el discurso de la Cuaresma, algunas veces en especial, ahora lo eran mucho más.
Toda esta Semana Sagrada, mi oración, presencia de Dios y mis afectos, miraban, como las líneas a su centro, al Corazón afligido de Jesús a quien seguía con la memoria y sentimientos en todos los pasos y últimos lances que mostraban las finezas de su amor. Pero desde el miércoles de tinieblas cargó sobre mi corazón mayor copia de aflicciones y dolores.
El jueves se minoraron en parte, arrebatándome el amor al Santísimo Sacramento y los misterios que ocurrieron en la Institución: algunos de los cuales vi al comulgar, por visión intelectual, en el Corazón Sagrado como en un espejo clarísimo. Mas ésta tal cual interrupción, se recompensó bien con la inundación de dolores y penas interiores que se siguieron, como se iban siguiendo los pasos de mi amado Jesús. Y en particular sentí empezar de lleno, a la noche de mi oración, después de haber tenido amorosamente las delicias de nuestro hermano y condiscípulo San Juan recostado en el pecho y Corazón de Jesús.
No dormí en cama, como V. Ra. me lo permitía; el sueño fue corto porque, además de no darle entrada hasta bien tarde, desperté con la memoria de mi amado Jesús entregado en casa de Caifás a las burlas de los ministros en aquella hora. Por momentos tenía desde la media noche presentes los pasos de la pasión, siguiendo inseparablemente, con una como visión de todos ellos, a Jesús, en cuyo Corazón como en mar de amargura, tuvo todo el viernes mi espíritu aquel bautismo de dolor en que deseaba bañarme.
Acompañé a mi Dios al Pretorio de Pilatos, a la casa de Herodes y finalmente al Calvario, dentro siempre de su afligidísimo Corazón y sintiendo por compasión, en lo posible a mi flaqueza, alguna partecita de lo que él padeció entonces y de lo que ahora siente el menosprecio de tantas finezas en la ingratitud de los fieles.
Este día salí a visitar las estaciones con mi hermano el P. N.[5] y, de cuando en cuando, iba arrojando en su corazón saetas que le compungían con la memoria de los lances que en aquella hora pasó el Corazón Dulcísimo y participó este mi Padre y Hermano algo de mis sentimientos.
Al visitar en las iglesias al Señor, recibía unos movimientos extraordinarios que me daban a sentir claramente la presencia de aquel Corazón divinísimo; en los oficios también fueron singulares los afectos, en particular al oír lo que nuestro hermano y condiscípulo San Juan decía en su evangelio: «Uno de los soldados con la lanza le atravesó el costado». Pues patentemente vi en espíritu ese misterio, como también al consumir la Hostia el sacerdote; pues quedó mi corazón o mi alma como si al cuerpo le faltara la luz del sol; viendo aquí en mí, por experiencia, el afecto de David: «y la luz de mis ojos y él mismo no está conmigo»; en fin, en tiempo de tinieblas, fueron los sentimientos e inteligencias sobre los Salmos (como otras veces) admirables, y todo era añadir nuevas olas al piélago de amarguras en que me hallaba.
Enterrado el Cuerpo de Jesús, se enterró mi corazón dentro de su mismo Corazón hasta resucitar con él triunfante y gozoso en su Resurrección en que el mismo Sagrado Corazón, que me había servido de sepulcro, me sirvió de cielo en que gozar de sus dulzuras y celestiales delicias, cesando totalmente los ímpetus”.
Vence la devota y fogosa actividad de Bernardo
los embarazos que se oponen a la impresión
de su librito del Corazón Sagrado de Jesús
Deseaba ardientemente Bernardo que se imprimiese el librito del Sagrado Corazón de Jesús para esparcirle por todo el mundo y por toda España, pero era forzoso que esta su idea sufriese las dilaciones que de ordinario llevan la impresión de libros, y la que necesitaba este asunto de una devoción nueva y desconocida en toda España. No adelantaban mucho las activas diligencias del joven, aunque procedidas de hombres autorizados. Como esta causa era tan propia del Corazón de Jesús, este Señor daba cada día mayores alientos a su amante siervo.
Prevenido Bernardo el día de la Santa Cruz[6], en que se cumplía un año después del primer favor del Sagrado Corazón de Jesús en una fervorosa novena, dio humildes gracias al mismo Divino Corazón por este favor inestimable. Se agradó mucho el mismo Sagrado Corazón en ese obsequio, y entendió el joven que debía tener por uno de los mayores favores que había recibido de la bondad Divina, que Jesús le hubiese escogido para propagar los cultos de su Corazón. Las exclamaciones fogosas con que Bernardo desahoga su inflamado espíritu al conocer esta dicha, declaran bien su grandeza:
“¡Oh, Padre mío (exclama escribiendo a su Director), qué felices somos! ¡Qué dicha tan grande! ¡Que el Señor nos haya abierto los tesoros de su Corazón! ¡Oh, qué fortuna! ¡Que nos haya querido, aunque tan inútiles, por instrumento para extender su culto! ¡Oh, amado Padre! Ofrezcámosle nuestros corazones, nuestras vidas y nuestra sangre, todo consagrado a su Corazón, y a la propagación de su culto. ¡Oh, si yo pudiera tener una voz que se oyese en todo el mundo para clamar y descubrir a los hombres ese tesoro escondido! Oh, quiera el mismo Corazón dar eficacia a nuestras ideas y perfeccionar las que por nuestro medio se ha dignado empezar en España acerca de su culto”.
Hasta aquí las ardientes exclamaciones de este inflamado joven, que debieran encender el hielo de nuestros corazones en procurar las glorias del Sagrado Corazón de Jesús.
Esas sus ansias que Bernardo declaraba con tanto ardor a los hombres, significaba con más sagrado empeño a los cortesanos del cielo. Pidió al príncipe de los ángeles San Miguel, en su día, que diese feliz suceso a las ideas de propagar el culto del Corazón Divino: le respondió el Santo Arcángel que ya estaba encargado el asunto de parte de la Santísima Trinidad, pero que se había de conseguir por los pasos y medios de la Divina Providencia: procediendo en esta causa como si fuese causa de los efectos del Divino Corazón, que los hombres que tanto lo deseaban cooperasen de su parte lo que pudiesen, y que después se dejasen en manos de la Divina Voluntad. Que echaría su bendición a sus deseos, aunque por medios, al parecer, contrarios.
“Creo que esto último alude a nuestro librito, de que parece pende un gran progreso en España, y al mismo tiempo se nos dilata sin saber cómo: Pero, amado Padre, tomemos el consejo de ese amado Arcángel; hagamos lo posible de nuestra parte, pero dejémonos en manos de la Divina Providencia, obremos como si en nosotros estuviese todo y dejémonos en las manos de Dios como si nuestras diligencias no hubieran de servir, o como quien todo lo espera de arriba”.
Hasta aquí el consejo del prudentísimo Bernardo, nunca bastantemente alabado ni bastantemente practicado en los negocios de la mayor gloria de Dios.
Tomó muy a pecho practicar el consejo que le había dado San Miguel, y él inspiraba a otros; y así suplicó, rogó, instó y consiguió que el librito saliese a la luz pública; pero padeció las dilaciones de un año, que gastó en cuantas diligencias le inspiraba su ingenio fértil, inventivo y acalorado de su actividad, y con ardores más sagrados. Por este tiempo escribió muchos papeles al Rvdo. Padre Villafañe, Rector del colegio de nuestro Padre San Ignacio, para que consiguiese licencia del Padre Provincial para la impresión. La deseaba también el M. Rvdo. P. Manuel de Prado, amante protector de las ideas de Bernardo, a quien estimaba y amaba tiernamente; pero su cordial afecto no debía dispensar las precisas obligaciones de su autoridad y de su oficio. Era necesario para complacer a su amado joven y condescender a los ruegos de otros, que el librito pasase por la censura de los Padres Revisores; esta indispensable diligencia con todos nuestros libros se hacía más precisa y debía ser más severa en un asunto nuevo y que se ignoraba cómo sería recibida del público.
Pasó el libro felizmente por la censura de muchos Revisores, que le aprobaron con más elogio del que su forma y estilo merecía[7]. Juzgó Bernardo que, aprobado el libro, le tenía ya dado a la estampa, porque el M. R. P. Provincial deseaba complacerle, y los P.P. (Padres) autorizados que le protegían, le aseguraban la licencia para la impresión. Se retardaba, no obstante, más de lo que deseaba la fogosidad activa del joven. La aprobación de los Padres Revisores fue remitida a Roma, como se estila en los libros de alguna monta, pues, aunque este era tan pequeño, la novedad del asunto y los recelos de la acepción que entendía la devoción del Corazón de Jesús a que excitaba, pedía se procediese con prudente lentitud. Se añadía también a la favorable censura de los Padres Revisores de la Provincia gran peso de autoridad con la aprobación de Roma, y así prudentemente se dilataban los deseos del joven por que lograsen después todos los esfuerzos de su santo celo.
Después de muchos meses de suspensión en este pequeño asunto, que necesitaba la remisión de la censura a Roma y la respuesta, se hallaba vencida la dificultad de la licencia para la impresión. Mas cuando Bernardo creyó tener ya vencidos todos los embarazos para imprimir el libro, se le opusieron otros en que no había pensado.
Había resuelto el Padre Provincial dar su licencia autorizada con la de N. M. R. P. General, cuando supo que el P. Misionero, celoso promotor de la devoción del Corazón de Jesús, había dado a la luz pública un librito del mismo asunto: era éste el que con título de “Incendios Sagrados”, dio a la estampa en Murcia[8]. Mostró bien cuán encendido estaba su corazón con el fuego en que intentaba encender los corazones de sus oyentes y lectores de sus “Incendios Sagrados”; pues, sin tener particulares noticias de la devoción que publicaba, le inflamó su amante celo y le alumbró para que escribiese su libro.
La noticia de que se había escrito y publicado ya un libro semejante al que Bernardo deseaba imprimir, hizo al P. Provincial suspender su licencia. Le parecía que era del todo ocioso ese segundo librillo, habiéndole prevenido el del P. Calatayud. Instaban, no obstante, Bernardo y los Padres autorizados que le favorecían, porque se diese al público el segundo librito, esperando que no sería inútil para la gloria del Sagrado Corazón de Jesús. Acabó de determinar la innata propensión que tenía el P. Provincial a dar la licencia, el mismo libro que la había retardado; porque llegando algunos ejemplares a Valladolid, se vio que los “Incendios Sagrados” inflamaban los corazones en la devoción del Corazón del Señor, pero no ilustraban bastante los entendimientos, habiéndose escrito a la luz de una devoción calurosa sin las noticias necesarias para enseñar todo lo que pedía el asunto.
Conociendo ya el P. Provincial que sería oportuna la impresión del libro de Bernardo, concedió benignamente su licencia. Superadas todas las dificultades domésticas, siguieron otras que no se habían previsto porque no eran regulares. Mas también éstas venció la actividad devota de nuestro joven. Se valió de un jesuita de nuestro colegio de San Ambrosio, donde vivía, para con una persona muy ilustre de quien dependía también el negocio. Le ofreció el Padre sus buenos oficios y, cuando iba ya a practicarlos, no le fue posible la ejecución.
Bernardo, a quien ningún suceso adverso detenía en su empeño, volvió su idea al R. P. Villafañe, que le había allanado los embarazos domésticos. Le rogó se dignase su Ra. tomar a su cuenta vencer el que ahora se le ponía, asegurándole que el Sagrado Corazón de Jesús lo quería y premiaría todo el trabajo y molestia. Eran más que críticas las circunstancias en que Bernardo pedía al P. Villafañe esa gracia; pero como el Divino Corazón quería vencidas todas las dificultades, se determinó el P. Rector de San Ignacio a complacer al joven, venciéndose generosamente y logrando el feliz suceso que se necesitaba[9].
No se puede admirar bastantemente la actividad devota de Bernardo en vencer cuanto se oponía a su designio, pero yo admiro más la tranquilidad, sosiego y paz, que gozaba en medio de éste, a los ojos humanos, bullicio fogoso. Las dilaciones no descomponían la serenidad de su espíritu, antes la ponían en más imperturbable calma.
“Esta dilación, aunque la siento en parte, me hace ver que el Señor quiere vayan las cosas de su edificio o Deífico Corazón caminando por dificultades, y que sin duda ese librito ha de servir no poco para promover este sagrado culto, pues tantos pasos y deseos ha costado, pero lo miro todo en el Divino Corazón, y lo dejo a su Providencia, que acaso dirige a algún fin lo que a nosotros mortifica, y me inclino no poco a esto”.
[1] Era el 27 de diciembre de 1734.
[2] Alude a la Novena de la Gracia, que se hacía ya en honor de San Francisco Javier, del 4 al 12 de marzo (año 1734).
[3] El Tesoro escondido estaba ya escrito; por ser cosa nueva, lo revisaron los censores de la Provincia jesuítica de Castilla y también fue revisado en Roma.
[4] Semana Santa del año 1734.
[5] Pudiera ser el compañero suyo de estudios Lorenzo Jiménez o tal vez Osorio.
[6] El 3 de mayo de 1734.
[7] Modestia del P. Loyola, autor del libro.
[8] Fruto del celo impetuoso del P. Pedro de Calatayud es este librito, que él publicó a finales de 1733 cuando estaba en Murcia.
[9] Costó odiosos trámites obtener la licencia de este Obispo, pues no estaba en relaciones amistosas con el P. Villafañe, por eso Bernardo quiso que fuese el P. Francisco de Rávago quien se acercase al Obispo; no pudo ser y Bernardo tuvo que pedir a Villafañe que se arriesgase y fuese él.