Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(IX)

Sagrado Corazón de Jesús

OBRAS COMPLETAS

ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (IV)

Profesión. – Primeras manifestaciones del Corazón Divino

Conseguido el tan deseado bien de la santa profesión, en el día mismo que la hice, quiso mi divino Maestro recibirme por su esposa; pero de una manera imposible de explicar. Sólo diré que me hablaba y trataba como si estuviera en el Tabor, siéndome esto más duro que la muerte, por no ver en mí conformidad alguna con mi Esposo, al cual miraba desfigurado por completo y desgarrado sobre el Calvario. Pero Él me dijo: «Déjame hacer cada cosa a su tiempo, pues quiero que seas ahora el entretenimiento de mi amor, el cual desea divertirse contigo a su placer, como lo hacen los niños con sus muñecos. Es menester que te abandones así sin otras miras ni resistencia alguna, dejándome hallar mi contento a tus expensas; pero nada perderás en ello». Me prometió no alejarse de mí jamás, diciéndome: «Estate siempre pronta y dispuesta a recibirme, porque quiero en adelante hacer en ti mi morada, para conversar y entretenerme contigo».

Desde este momento me favoreció con su divina presencia; pero de un modo cual no lo había experimentado hasta entonces, pues nunca había recibido una gracia tan grande, a juzgar por los efectos obrados siempre en mí desde este día. Le veía, le sentía cerca de mí y le oía mucho mejor que con los sentidos corporales, mediante los cuales hubiera podido distraerme para desviarme de Él; pero a esto no podía poner obstáculo alguno, no teniendo en ello ninguna participación. Me infundió un anonadamiento tan profundo, que me sentí súbitamente como caída y perdida en el abismo de mi nada, del que no he podido ya salir por respeto y homenaje a esta infinita grandeza, ante la cual quería estar siempre postrada con el rostro en tierra o de rodillas. Hasta ahora lo he hecho, en cuanto mis ocupaciones y debilidad han podido permitírmelo, pues Él no me dejaba reposar en una postura menos respetuosa, y no me atrevía a sentarme, a no ser cuando me hallaba en presencia de alguna persona, por la consideración de mi indignidad, la cual Él me hacía ver tan grande, que no osaba presentarme a nadie sino con extraña confusión, y deseando que no se acordasen de mí, sino para despreciarme, humillarme e injuriarme, porque sólo esto merecía.

Gozaba tanto este único amor de mi alma en verme tratar así, que, contra la sensibilidad de mi natural orgullo, no me dejaba hallar gusto entre las criaturas, sino en ocasiones de contradicción, de humillación y de abyección. Eran éstas mi manjar delicioso, el cual nunca ha permitido Él que me faltase, ni jamás me decía:

«Basta». Antes al contrario, suplía Él mismo la falta de parte de las criaturas o de mí misma; pero, ¡Dios mío!, era de un modo mucho más sensible, cuando os mezclabais vos en ello, y sería demasiado larga mi explicación.

Me honraba con sus conversaciones; unas veces cual si fuera un amigo o un esposo el más apasionado, otras cual un padre herido de amor por su hijo único; otras, en fin, bajo formas diferentes. Callo los efectos que producía esto en mí. Diré solamente que me hizo ver en Él dos santidades, la una de amor y la otra de justicia; ambas rigurosísimas a su manera, y ambas se ejercían continuamente sobre mí. La primera me haría sufrir una especie de purgatorio dolorosísimo y difícil de soportar, para alivio de las santas almas en él detenidas, a las cuales permitiría dirigirse a mí según su beneplácito.

Y la santidad de justicia, tan terrible y espantosa para los pecadores, me haría sentir todo el peso de su justo rigor, atormentándome en beneficio de los mismos y «particularmente –me dijo– de las almas que me están consagradas, por cuya causa te haré ver y sentir de aquí en adelante lo que te convendrá sufrir por mi amor». Mas Vos, Dios mío, que conocéis mi ignorancia e impotencia para explicar cuanto ha pasado después entre vuestra soberana Majestad y vuestra miserable e indigna esclava, por los efectos siempre activos de vuestro amor y de vuestra gracia, dadme el medio de poder decir algo de lo más inteligible y sensible capaz de hacer ver hasta qué exceso de liberalidad ha ido vuestro amor hacia un objeto tan miserable e indigno.

Mas como nada ocultaba a mi Superiora y Maestra, aunque muchas veces no comprendiese yo misma lo que les estaba diciendo, me hicieron ellas conocer que iba por caminos extraordinarios impropios de las hijas de Santa María. Esto me afligió mucho y fue causa de no dejar género de resistencia que no hiciese para separarme de tales caminos. Mas era en vano, porque este Espíritu había adquirido tal imperio sobre el mío, que no podía y a disponer de éste, ni tampoco de mis otras potencias interiores, las cuales tenía absortas en Él. Me esforzaba cuanto podía por seguir el método de la oración que me enseñaban, con las otras prácticas; pero nada quedaba en mi espíritu.

Por más que leía los puntos de mi oración, se desvanecía todo, y no me era posible entender ni retener nada, fuera de lo que me enseñaba mi Divino Maestro. Esto me hacía sufrir mucho, porque se destruían en mí, en cuanto era posible, todas sus operaciones, y sin embargo, se me ordenaba hacerlo así. De este modo, siguiendo exactamente cuanto la obediencia me mandaba, combatía contra Él con todas mis fuerzas para sustraerme a su poder, que hacía inútil el mío.

Me quejaba a Él diciéndole: «Y bien, mi soberano Maestro, ¿por qué no me dejáis en el camino ordinario de las hijas de Santa María? ¿Me habéis traído a vuestra santa casa para perderme? Dad esas gracias extraordinarias a las almas escogidas, las cuales sabrán corresponderos y glorificaros mejor que yo, que sólo sé resistiros. No quiero sino vuestro amor y vuestra cruz, y esto me basta para ser una buena religiosa, que es todo cuanto deseo». Y Él me respondió:

«Combatamos, hija mía, lo admito gustoso, y veremos quién conseguirá la victoria, si el Criador o la criatura, la fuerza o la debilidad, la Omnipotencia o la impotencia; pero el que sea vencedor, lo será para siempre».

Esto me puso en una confusión extrema, durante la cual me dijo: «Has de saber que no me has ofendido con esas luchas y oposiciones que me has hecho por obediencia, por la cual di mi vida; pero quiero enseñarte que soy el dueño absoluto de mis dones y de mis criaturas, y que nada podrá impedirme cumplir mis designios. Por lo cual no sólo quiero que hagas cuanto te mandan tus Superioras, sino más aún, que nada hagas de cuanto yo te ordenare, sin su consentimiento; porque amo la obediencia y sin ella no se me puede agradar». Quedó con esto complacida mi Superiora y me ordenó abandonarme en brazos del divino poder, lo cual hice con gran gozo, y sintiendo súbitamente paz en mi alma, que estaba sufriendo una tiranía cruel.

Me pidió, después de comulgar, que le reiterase el sacrificio ofrecido ya , de mi libertad y de todo mi ser; lo hice con toda mi alma diciéndole: «Con tal que no hagáis, mi Soberano Maestro, aparecer nunca en mí nada de extraordinario, a no ser lo que pueda causarme mayor humillación y desprecio delante de las criaturas y destruirme en su estimación; pues, ¡ay de mí!, conozco, Dios mío, mi flaqueza, temo haceros traición y que no estén seguros en mí vuestros dones». «Nada temas, hija mía –me dijo–, todo lo arreglaré, porque yo mismo seré el custodio y te haré impotente para resistirme». «¿Y qué?, Dios mío, ¿me dejaréis vivir siempre sin sufrir?»

Se me mostró inmediatamente una gran cruz, cuya extremidad no podía ver; pero toda ella estaba cubierta de flores: «He ahí el lecho de mis castas esposas –me dijo–, donde te haré gustar de las delicias de mi amor; poco a poco irán cayendo esas flores, y sólo te quedarán las espinas, ocultas ahora a causa de tu flaqueza, las cuales te harán sentir tan vivamente sus punzadas, que tendrás necesidad de toda la fuerza de mi amor para soportar el sufrimiento». Me regocijaron en extremo estas palabras, pensando que no habría jamás penas, humillaciones, ni desprecios suficientes a extinguir mi ardiente sed de padecer, ni podría hallar yo mayor sufrimiento que la pena de no sufrir lo bastante, pues no dejaba de estimularme su amor de día ni de noche.

Pero me afligían las dulzuras: deseaba la cruz sin mezcla, y habría querido por esto ver siempre mi cuerpo agobiado por las austeridades y el trabajo. Tomaba de éste cuanto mis fuerzas podían soportar, porque no me era posible vivir un instante sin sufrimiento. Cuanto más sufría, más contentaba a la santidad de amor, la cual había encendido en mi corazón tres deseos, que me atormentaban incesantemente: el uno de sufrir, el otro de amarle y comulgar, el tercero de morir para unirme con Él.

No me cuidaba ya de tiempos ni de lugares, desde que me acompañaba a todas partes mi Soberano. Me hallaba indiferente para todas las disposiciones que acerca de mí pudieran tomarse: el estar bien segura de que Él se había entregado a mí sin mérito alguno de mi parte y sólo por su pura bondad, y por consiguiente nadie podría quitármelo, me hacía vivir contenta en todas partes. Experimenté esto cuando se me obligó a hacer los ejercicios de mi profesión guardando en el jardín una asnilla con su pollino, los cuales no poco ejercitaban mi paciencia, porque no se me permitía atarla, y se quería que la retuviese en un pequeño ángulo antes señalado, por temor de que no causaran daño alguno, y no hacían sino correr1. No hallaba momento de reposo hasta el toque del Ángelus de la tarde, que iba a cenar, y aun después volvía al establo, donde empleaba parte del tiempo de los Maitines en darle su pienso.

Tal era mi gusto en esta ocupación, que no me sentiría inquieta aunque hubiera de durarme toda la vida. Tan fiel compañero hallaba en mi Soberano, que para nada me impedían cuantas carreras me era preciso dar. Pues allí fue donde recibí tan grandes favores, cual nunca los había experimentado semejantes; sobre todo aquel en que me dio conocimiento acerca del misterio de su sagrada Pasión y muerte. Pero su descripción es un abismo, y lo suprimo por no hacerme interminable.

Diré solamente que me inflamó tanto en amor de la cruz, que no puedo vivir un instante sin sufrir, pero sufrir en silencio, sin consuelo, alivio ni compasión, y morir con el Soberano de mi alma, agobiada bajo la cruz de toda clase de oprobios, humillaciones, olvidos y desprecios. Este amor me ha durado toda mi vida, y la he pasado toda entera, gracias a su misericordia, en este género de ejercicios del puro amor. Él ha tenido siempre el cuidado de proveerme con abundancia de estos manjares tan deliciosos a su paladar, que jamás dice: «Basta».

Una vez me dio esta lección mi Divino Maestro con motivo de una falta cometida por mí: «Has de saber –me dijo– que soy un Maestro santo, y enseño la santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la más pequeña mancha. Por lo tanto, es preciso que andes en mi presencia con simplicidad de corazón e intención recta y pura. Pues no puedo sufrir el menor desvío, y te daré a conocer que, si el exceso de mi amor me ha movido a ser tu Maestro para enseñarte y formarte a mi manera y según mis designios, no puedo soportar las almas tibias y cobardes, y que, si soy manso para sufrir tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en corregir tus infidelidades».

Bien me lo ha hecho experimentar durante mi vida; porque puedo decir que no me ha dejado pasar la más pequeña falta, por poco de propia voluntad o de negligencia que hallare en ella, sin reprenderme y castigarme, aunque siempre según su infinita bondad y misericordia. Confieso, sin embargo, que nada era para mí más doloroso y terrible que verle incomodado contra mí, aunque fuese poco. En su comparación nada me parecían los demás dolores, correcciones y mortificaciones; y así iba inmediatamente a pedir penitencia, pues se contentaba con las impuestas por la obediencia.

Lo que más severamente me reprendía, eran las faltas del respeto y atención delante del Santísimo Sacramento, en particular en las horas de oración y del Oficio divino, las de rectitud y pureza de intención en ellos y la vana curiosidad. Aunque sus ojos puros y perspicaces descubren el más mínimo defecto de caridad y humildad para reprenderlos con rigor, nada es, sin embargo, comparable ante ellos con la falta de obediencia, ya sea a los superiores, ya a las reglas; la menor réplica a los Superiores con señales de repugnancia, le es insoportable en un alma religiosa.

«Te engañas –me decía– creyendo que puedes agradarme con esa clase de acciones y mortificaciones, en las cuales la voluntad propia, hecha ya su elección, más bien que someterse, consigue doblegar la voluntad de las Superioras. ¡Oh!, has de saber que rechazo todo esto como fruto corrompido por el propio querer, el cual en un alma religiosa me causa horror; y me gustaría más verla gozando de todas sus pequeñas comodidades por obediencia, que martirizándose con austeridades y ayunos por voluntad propia». Y así, cuando me ocurre hacer una de esas mortificaciones y penitencias por propia elección, sin orden suya o de mis Superioras, no me permite siquiera ofrecérselas, y me corrige imponiéndome la pena, como lo hace con las demás faltas, cada una de las cuales tiene la suya particular en este purgatorio, en que me purifica para hacerme menos indigna de su divina presencia, comunicación y operaciones; pues Él es quien todo lo hace en mí.

Un día que tomaba disciplina, al terminar el Ave maris stella, que era el tiempo concedido para esto, me dijo: «He ahí mi parte», y prosiguiendo yo: «He ahí la del demonio –añadió–, lo que haces ahora». Lo cual me hizo cesar al momento. Otra vez, tomándola por las almas del Purgatorio, desde el instante en que quise traspasar los límites permitidos, me rodearon éstas quejándose de que descargaba sobre ellas los golpes. Por eso me resolví a morir antes de traspasar, por poco que fuera, los límites de la obediencia; pues, después de todo, me obligaba a hacer penitencia por ello.

Pero nada encontraba difícil, porque todavía en esa época, tenía Él anegado en las dulzuras de su amor, todo rigor de mis penas y sufrimientos. Le pedía con frecuencia que apartara de mí tales dulzuras, para dejarme gustar con placer las amarguras de sus angustias, abandonos, agonías, oprobios y demás tormentos; mas me respondía que debía someterme con indiferencia a todas sus varias disposiciones y nunca dictarle leyes: «Yo te haré comprender en adelante que soy un sabio y prudente Director, y sé conducir sin peligro las almas, cuando se abandonen a mí, olvidándose de sí mismas».

Un día que me hallaba un poco más libre, pues las ocupaciones de la obediencia apenas me dejaban reposar, estando delante del Santísimo Sacramento, me encontré toda penetrada por esta divina presencia; pero tan fuertemente, que me olvidé de mí misma y del lugar en que estaba, y me abandoné a este Espíritu entregando mi corazón a la fuerza de su amor. Me hizo reposar por muy largo tiempo sobre su pecho divino, en el cual me descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Corazón Sagrado, que hasta entonces me había tenido siempre ocultos. Aquí me los descubrió por vez primera; pero de un modo tan operativo y sensible, que a juzgar por los efectos producidos en mí por esta gracia, no me deja motivo alguno de duda, a pesar de temer siempre engañarme en todo cuanto refiero de mi interior. He aquí cómo me parece haber sucedido esto:

El me dijo: «Mi Divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros que te descubro, y los cuales contienen las gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo obra mía».

Me pidió después el corazón, y yo le supliqué que lo tomase. Le cogió e introdujo en su Corazón adorable, en el cual me mostró como un pequeño átomo, que se consumía, en aquel horno encendido. Le sacó de allí cual si fuera una llama ardiente en forma de corazón, y le volvió a poner en el sitio de donde lo había cogido, diciéndome: «He ahí, mi muy amada, una preciosa prenda de mi amor, el cual encierra en tu pecho una pequeña centella de sus vivas llamas para que te sirva de corazón, y te consuma hasta el postrer momento. No se extinguirá su ardor, ni podrá encontrar refrigerio a no ser algún tanto en la sangría, cuya sangre marcaré de tal modo con mi cruz, que en vez de alivio te servirá de humillación y sufrimiento. Por esto quiero que la pidas con sencillez, ya para cumplir la regla, ya para darte el consuelo de derramar tu sangre sobre la cruz de las humillaciones. Y por señal de no ser pura imaginación la grande gracia que acabo de concederte, y sí el fundamento de todas las que te he de hacer aún, te quedará para siempre el dolor de tu costado, aunque he cerrado yo mismo la llaga; y si tú no te has dado hasta el presente otro nombre que el de mi esclava, yo te doy desde ahora el de discípula muy querida de mi Sagrado Corazón».

Después de un favor tan grande, y que duró por tan largo espacio de tiempo sin saber si estaba en el cielo o en la tierra, quedé por muchos días como abrasada toda y embriagada y tan fuera de mí, que no podía reponerme para hablar, sino haciéndome violencia; y era tanto lo que necesitaba para recrearme y comer, que llegaba al extremo de agotar mis fuerzas para sobreponerme a la pena, causándome esto una humillación profunda. Tampoco podía dormir, porque la llaga, cuyo dolor me es tan grato, engendra en mí tan vivos ardores, que me consume y me abrasa viva.

Era tal la plenitud de Dios que en mí sentía, que no me era posible explicárselo a mi Superiora, como lo habría deseado y hecho, no obstante la pena y confusión que me causan semejantes favores, cuando lo refiero, por mi grande indignidad, la cual me obligaría a elegir antes mil veces el publicar mis pecados en presencia de todo el mundo. Y hubiera experimentado una consolación grande, si se me hubiese permitido hacer públicamente mi confesión general en el refectorio, para poner de manifiesto mi gran fondo de corrupción, a fin de que nada se me atribuyera de los favores recibidos.