OBRAS COMPLETAS
ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS
AUTOBIOGRAFÍA (II)
Luchas y triunfos de Margarita María en su vocación
Reanudando mi narración, diré que a medida que crecía se aumentaban mis cruces. El diablo suscitaba muchos buenos partidos, según el mundo, los cuales me asediaban para obligarme a ser infiel al voto que había hecho. Esto atraía mucha gente a casa, con quien me era preciso tratar, lo que me servía de no pequeño suplicio. Por un lado, mis parientes, y sobre todo mi madre, me apretaban en este punto, llorando sin cesar y diciéndome que no tenía más esperanza que en mí para salir de su miseria, teniendo el consuelo de retirarse conmigo tan pronto como estuviera colocada en el mundo. Por otro, Dios perseguía con tanto ímpetu mi corazón, que no me concedía momento de tregua, pues tenía siempre delante de mis ojos el voto, al que si llegaba a faltar, sería castigada con horribles tormentos.
El demonio se servía de mi ternura y amor filial, representándome incesantemente las lágrimas que mi madre derramaba, y diciéndome que si me hacía religiosa, la mataría de pena, debiendo responder de ella a Dios, por estar completamente abandonada a mis cuidados y servicios. Sentía un tormento insoportable, porque tan tierna y mutuamente nos amábamos, que no podíamos vivir sin vernos. Por otra parte, el deseo de ser religiosa y el horror a la impureza no cesaban de importunarme. Sufría con todo esto un verdadero martirio: no gozaba momento de reposo y me derretía en lágrimas. No teniendo persona a quien descubrirme, no sabía qué partido tomar. Finalmente, la ternura hacia mi buena madre comenzó a sobreponerse con la idea de que, siendo aún niña cuando hice el voto, y no comprendiendo lo que era al hacerlo, bien se podría obtener su dispensa. Además de esto temía mucho encadenar mi libertad, diciéndome que ya no podría ayunar, hacer limosnas, ni tomar disciplina según mi deseo; que la vida religiosa pedía tan grande santidad en cuantos la abrazaban, que me sería imposible llegar a ella y me condenaría.
Comencé, pues, a mirar al mundo y a componerme para agradarle, procurando divertirme lo más que podía. Pero Vos, mi Dios, único testigo de la grandeza y duración del horrible combate trabado en mi alma, y en el cual hubiera sucumbido mil y mil veces sin un auxilio extraordinario de vuestra misericordiosa bondad, que tenía designios muy diversos de los que abrigaba mi corazón, me hiciste conocer en ésta, como en otras muchas ocasiones, que me sería muy duro y difícil luchar contra el poderoso estímulo de vuestro amor.
Aun cuando mi malicia e infidelidad me hicieron poner en juego todas mis fuerzas e industrias para resistirle y extinguir en mí todas sus aspiraciones, fue todo en vano; porque en medio de las reuniones y pasatiempos me lanzaba flechas tan ardientes, que traspasaban mi corazón de parte a parte y le consumían, dejándome como transida de dolor. Y no siendo aún esto suficiente para hacer soltar su presa a un corazón tan ingrato como el mío, me sentía como ligada y arrastrada con cordeles de tal fuerza, que al fin me era preciso seguir al que interiormente me llamaba a un sitio apartado, donde me hacía severas reconvenciones por estar celoso de mi miserable corazón, que sufría persecuciones espantosas. Después de haberle pedido perdón con el rostro pegado a la tierra, me hacía tomar una ruda y larga disciplina.
Pasado esto volvía, como antes, a mis resistencias y vanidades; pero luego, cuando por la tarde me quitaba las malditas libreas de Satanás, quiero decir, los vanos adornos, instrumentos de su malicia, se me ponía delante mi Soberano Maestro, todo desfigurado, cual estaba en su flagelación, dándome acerbas reprensiones: que era mi vanidad quien le había reducido a tal estado; que perdía un tiempo tan precioso, del cual se me pediría una cuenta rigurosa a la hora de la muerte; que le hacía traición y perseguía después de haberme dado tantas pruebas de su amor y de su deseo de hacerme semejante a Él. Se estampaba todo esto tan profundamente en mi espíritu y abría tan dolorosas llagas en mi corazón, que lloraba amargamente, y me sería muy difícil expresar cuánto sufría y lo que por mí pasaba.
Ignorando qué cosa era la vida espiritual por no haber sido instruida, ni oído hablar de ella, no sabía sino lo que mi Maestro me enseñaba y me hacía practicar con su amorosa violencia.
Para vengar de algún modo en mí misma las injurias que le hacía, y recuperar la semejanza y conformidad con Él, aliviando así el dolor que me oprimía, ligaba con cuerdas nudosas mi miserable y criminal cuerpo, y tan fuertemente las apretaba, que apenas podía respirar y comer. Las dejaba tanto tiempo, que hallándose como enterradas en la carne, la cual llegaba a crecer encima, no podía extraerlas sino con grande violencia y crueles dolores. Lo mismo sucedía con las cadenillas o cilicios de mis brazos, los cuales, al desprenderse, llevaban consigo el pedazo de carne viva.
Después me acostaba sobre una ligera tablita o sobre palos de nudos puntiagudos, con los que hacía mi lecho para reposar un poco, y tomaba, además, una disciplina, procurando hallar algún remedio a los combates y tormentos interiores, en cuya comparación me parecía un refrigerio todo sufrimiento exterior que pudiera sobrevenirme. Pues aunque todas las humillaciones y contradicciones, de las cuales he hablado antes, eran siempre continuas y aumentaban más bien que disminuían, todo esto, repito, lo tenía por un alivio aliado de mis penas interiores, para sufrir las cuales en silencio y tenerlas ocultas, como mi buen Maestro me lo enseñaba, me hacía tal violencia, que nada se notaba al exterior, sino mi palidez y enflaquecimiento.
El temor de ofender a mi Dios me causaba aún mayor tormento que todo lo demás, porque me parecían mis pecados continuos y tan grandes, que me admiraba de no ver el infierno abierto bajo mis pies para enterrar en su seno a una pecadora tan miserable. Hubiera deseado confesarme todos los días, y sin embargo, no podía hacerlo sino raras veces. Me parecían santos los que empleaban mucho tiempo en confesarse, juzgando no eran como yo, que no sabía acusarme de mis culpas. Este pensamiento me hacía verter muchas lágrimas.
Pasados varios años entre todas estas penas, combates y otros muchos sufrimientos, sin otro consuelo que el de mi Señor Jesucristo, el cual se había constituido en mi Maestro y Director, revivió el deseo de la vida religiosa con tal ardor en mi alma, que me resolví a abrazarla a costa de cualquier sacrificio. Pero, ¡ay de mí! No pudo cumplirse mi deseo sino cuatro o cinco años más tarde, durante cuyo tiempo, redoblándose por todos lados mis penas y combates, procuraba redoblar también mis penitencias, según me lo permitía mi divino Maestro.
Pues cambió mucho en su modo de conducirse, poniéndome a la vista la belleza de las virtudes, y especialmente de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, y diciéndome que practicándolas se llega a ser santo. Me hablaba así, porque le pedía en mis oraciones que me hiciese santa.
Como casi no leía otro libro que el de la Vida de los Santos, me decía al abrirla: me conviene elegir una muy fácil de imitar, para poder hacer lo que hizo, y ser santa como ella; pero me llenaba la desolación al ver que ofendía tanto a mi Dios; y pensaba que los santos no le habían ofendido como yo, o al menos, que si algunos lo habían hecho, habían después pasado el resto de su vida en la penitencia. Con esto ardía en vivos deseos de hacerla; pero mi divino Maestro me infundía tan gran temor de seguir mi propia voluntad, que desde entonces juzgué que nada le agradaría, aunque pudiese hacerlo, si no lo ejecutaba por amor y obediencia. Me inflamó esto en vivos deseos de amarle y de reglar por la obediencia todas mis acciones, pero no sabía cómo practicar ni lo uno ni lo otro.
Me parecía un crimen el decir que amaba a Dios, viendo a mis obras desmentir mis palabras. Le pedí me enseñase e hiciera ejecutar cuanto quería que practicase para agradarle y amarle. He aquí cómo lo cumplió.
Me infundió un amor tan tierno a los pobres, que habría querido no tener más amistad que la suya, y excitó en mi alma una compasión tan tierna de sus miserias, que, a depender de mí, me hubiera quedado sin nada por aliviarlas. Cuando tenía dinero se lo daba a niños pobres, para obligarles a venir a mi lado con objeto de enseñarles el catecismo y a tratar con Dios. Esto hacía que me siguieran, siendo tantos, a veces, que en invierno no sabía dónde colocarlos, a no ser en una sala grande, de la cual nos echaban en ocasiones. Me mortificaba esto no poco, por el deseo de que nada se conociese de cuanto hacía.
Llegaron a pensar que daba a los pobres cuanto podía haber a las manos; pero no habría osado hacerlo, temerosa de robar. Así, pues, no daba sino lo que era mío, y aun no me atrevía a hacerlo sin la obediencia, viéndome obligada, para conseguir el permiso de dar lo que tenía, a hacer caricias a mi madre, la cual, como me amaba mucho, me lo concedía muy fácilmente. Cuando me lo negaba, permanecía tranquila, y después de un rato volvía a importunarla, porque no me era posible hacer cosa alguna sin permiso, y no sólo de mi madre, sino que me sujetaba a pedírselo también a los que conmigo vivían, lo cual era para mí un continuo suplicio.
Pero creía conveniente sujetarme a todos aquellos que me inspiran mayor repugnancia y obedecerles, para ver si podía ser religiosa. Este andar continuamente pidiendo todos esos permisos, me atrajo grandes repulsas y mucha esclavitud, porque les dio tanta autoridad sobre mí, que no podía existir religiosa más sujeta. Mas el ardiente deseo que sentía de amar a Dios me hacía superar todas las dificultades y me tornaba cuidadosa de practicar todo cuanto era más contrario a mis inclinaciones, y más repugnancia me causaba, y tan movida me sentía a ello, que me acusaba en la confesión, cuando ocurría, de no haber seguido estos impulsos.
Me repugnaba en extremo ver llagas; pero me fue preciso ponerme desde luego a curarlas y besarlas para vencerme, y no sabía cómo arreglarme en esta operación. Mas mi Divino Maestro sabía suplir tan perfectamente todas mis ignorancias que, aunque fuesen llagas peligrosísimas, las curaba en poco tiempo, sin más ungüento que el de su providencia. Más confianza me inspiraba su bondad, que todos los remedios exteriores.
Era naturalmente inclinada al amor de los placeres y diversiones; pero no podía ya tener gusto en ninguno, aunque con frecuencia hiciese cuanto dependía de mí para proporcionármelos; porque la dolorosa figura de mi Salvador, que se presentaba a mi vista cual si acabase de ser azotado, me impedía tenerlo; pues me hacía estas reconvenciones que llegaban a herirme el corazón: «Y bien, ¿querrás gozar de este placer? ¡Yo no gocé jamás de ninguno y me entregué a todo género de amarguras por tu amor y por ganar tu corazón! ¿Y querrás ahora, sin embargo, disputármelo?» Tales palabras producían honda impresión en mi alma; pero confieso con ingenuidad que nada comprendía. ¡Tan grosera y poco espiritual era mi inteligencia! Si hacía bien alguno, era porque con tal fuerza me impulsaba a ello, que no podía resistir.
Éste es el grande objeto de mi confusión en todo cuanto aquí escribo, en lo cual querría poder dar a conocer cuán digna soy del más riguroso castigo eterno por mis continuas resistencias a Dios y oposición a sus gracias, y al mismo tiempo hacer ver la grandeza de sus misericordias. Parecía, en verdad, haberse empeñado en perseguirme y oponer continuamente su bondad a mi malicia y su amor a mis ingratitudes, las cuales han sido el objeto de mi más vivo dolor durante toda mi vida, por no haber sabido reconocer a mi Soberano libertador, que tan amoroso cuidado había tenido de mí desde la cuna, y ha continuado teniéndolo siempre.
Encontrándome un día en un abismo de estupor, viendo que tantos defectos e infidelidades como en mí hallaba no eran capaces de causarle náusea, me dijo respondiendo: «Es porque deseo hacer de ti como un compuesto de mi amor y de mis misericordias».
Y en otra ocasión me dijo: «Te he elegido por esposa y nos prometimos fidelidad cuando hiciste el voto de castidad. Soy yo quien te movía a hacerlo, antes que el mundo tuviera parte alguna en tu corazón, porque lo quería enteramente puro y sin mancha alguna de aficiones terrenales, y para conservármelo así quitaba toda la malicia de tu voluntad, a fin de que no pudiera corromperlo. Y después te confié al cuidado de mi santa Madre, para que te formase según mis designios».
Ciertamente, ha hecho conmigo las veces de una buena madre, y jamás me ha negado su socorro. A Ella recurría en mis penas y necesidades, y con tal confianza, que me parecía no tener nada que temer bajo su protección maternal. También hice voto en este tiempo, de ayunar todos los sábados; de rezar, cuando supiese leer, el oficio de su Inmaculada Concepción, y de hacer siete genuflexiones todos los días de mi vida, rezando siete Avemarías para honrar sus siete dolores; me ofrecí después por su esclava perpetua, suplicándole no me rehusase este título. Le hablaba con la sencillez de una niña, como a mi buena madre, hacia la cual sentía desde entonces un amor verdaderamente tierno.
Me reprendió severamente cuando me vio de nuevo dispuesta a sucumbir en la terrible lucha que sostenía en mi interior. Pues no pudiendo ya resistir las persecuciones de mis parientes y a las lágrimas de una madre tan tiernamente amada, la cual me decía que a los veinte años debe una joven tomar estado, comencé a inclinarme a ese parecer.
Pues Satanás me decía continuamente: «¿En qué piensas queriendo ser religiosa? Vas a convertirte en la risa del mundo, porque de ningún modo has de perseverar; ¡y qué confusión, dejar un hábito de religiosa y salir de un convento! ¿Dónde podrás después ocultarte?» Me deshacía en lágrimas en medio de tantos asaltos, porque tenía un horror espantoso a los hombres y no acertaba a resolverme; pero mi Divino Maestro, que conservaba siempre delante de mis ojos mi voto, tuvo finalmente piedad de mí.
Un día, después de la comunión, si no me engaño, me manifestó que era el más bello, el más rico, el más poderoso, el más perfecto y cumplido de todos los amantes, y que, siendo su prometida hacía tantos años, de dónde me venía el querer romper con él toda amistad para unirme con otro.
«¡Oh! Entiende que si me haces este desprecio, te abandono para siempre; pero si me eres fiel, no te dejaré jamás y me haré tu triunfo contra todos tus enemigos. Excuso tu ignorancia, porque no me conoces aún; pero si permaneces fiel y me sigues, te enseñaré a conocerme y me manifestaré a ti.»
Infundía con estas palabras tan grande calma en mi interior, y mi espíritu se halló en paz tan suma, que desde aquel momento me determiné a morir antes que cambiar. Me parecía entonces que mis lazos estaban rotos y que nada tenía que temer, pensando que aun cuando fuese la vida religiosa un purgatorio, me sería más dulce purificarme en ella el resto de mi vida, que verme precipitada en el infierno, tantas veces por mis grandes pecados y resistencias merecido.
Estando, pues, decidida por la vida religiosa, el Divino Esposo de mi alma, temeroso de que me escapara aún de sus manos, me pidió que consintiera, ya que soy débil, en que se apoderase e hiciese dueño de mi libertad. No puse obstáculo en dar el consentimiento, y desde entonces se apoderó tan fuertemente de mi albedrío, que no he gozado más de él en todo el resto de mi vida, y tanto se introdujo en mi corazón desde este momento, que, comenzando a comprenderle, renové mi voto. Le dije que, aun cuando me hubiese de costar mil vidas, no sería jamás otra cosa que monja, y me declaré resueltamente a la familia, suplicando se despidiera a todos los pretendientes, por ventajosos que fuesen los partidos que se me presentaran.
Viendo esto mi madre, no lloraba ya en mi presencia; pero lo hacía continuamente delante de todos los que le hablaban del asunto, los cuales no dejaban de venir después a decirme que sería la causa de su muerte, si la abandonaba, y que respondería de ello ante Dios, porque no tenía ella otra persona que le sirviese, y yo lo mismo podía ser religiosa después de su muerte que durante su vida. Uno de mis hermanos me quería mucho, e hizo cuantos esfuerzos pudo por separarme de mi intento, ofreciéndome parte de su hacienda para colocarme mejor en el mundo. Pero mi corazón había llegado a ser insensible a todo esto, cual si fuera una roca; sin embargo, aún tuve que permanecer en el mundo tres años en medio de todas estas luchas.
Me enviaron a casa de uno de mis tíos, que tenía una hija religiosa, la cual, sabiendo que yo quería serlo, no omitió medio alguno para llevarme consigo. Pero no sintiendo yo inclinación a la vida de las Ursulinas, le decía: «Considera que, si entro en tu convento, lo haré únicamente por amor tuyo, y lo que yo quiero es ir a uno donde no haya parientes ni conocidos, a fin de ser religiosa por el amor de mi Dios». Con todo, como no sabía dónde tendría lugar esto, ni qué religión debía abrazar, no conociendo otras, pensé sucumbir aún a sus importunaciones, tanto más, cuanto que amaba mucho a esta prima y se servía ella de la autoridad de mi tío, a quien no osaba resistir, porque era mi tutor y porque me decía que me amaba como a una de sus hijas, siendo éste el motivo de querer tenerme a su lado. Y jamás quiso ya permitir a mi hermano volverme a llevar a casa, diciendo que se juzgaba, como tutor, dueño de mi persona.
Mi hermano, el cual todavía no había querido consentir en que fuera religiosa, se indignó mucho contra mí, figurándose que estaba en inteligencia con mi tío en todo esto, para encerrarme en Santa Úrsula, mal de su grado, y sin consentimiento de mis parientes. Pero me hallaba muy distante de pensarlo así; tanto, que cuanto más me impelían hasta queriendo obligarme a entrar, mayor era mi disgusto. Me decía una voz secreta: «No te quiero ahí, sino en Santa María».
Entretanto, no se me dejaba ir a la Visitación, aunque había allí muchas parientas, y se me decían cosas capaces de desanimar a los ánimos más resueltos; pero cuanto más hacían por separarme de ellas, más las amaba y sentía crecer el deseo de entrar en aquel convento, a causa del nombre siempre amable de Santa María, el cual me daba a conocer era ésta la religión que buscaba. Y viendo un día un cuadro del gran San Francisco de Sales, me pareció que me dirigía una mirada tan paternalmente amorosa, llamándome su hija, que ya no le contemplaba sino como a mi buen Padre. Pero no me atrevía a referir nada de esto, y no sabía cómo desprenderme de mi prima y de toda su Comunidad, pues tantos testimonios me daban de cariño, que no podía verme libre de ellas.
Estando ya a punto de abrírseme la puerta, recibí la noticia de que mi hermano se hallaba gravemente enfermo y mi madre muriéndose. Esto me obligó a partir inmediatamente para estar a su lado, sin que pudieran impedírmelo, aunque estaba delicada, más que de una enfermedad, de pena por verme como forzada a entrar en un convento, adonde creía que no me llamaba Dios. Caminé toda la noche, pues hay cerca de diez leguas, y así me libré de esta cruz para volver a tomar otra pesadísima, la cual no especificaré por haber escrito mucho sobre este asunto; baste decir que se redoblaron todas mis penas. Se me hacía ver que no podía mi madre vivir sin mí, pues el breve tiempo de mi ausencia era la causa de su mal, y que respondería a Dios de su muerte. Esto, dicho por eclesiásticos, me causaba crueles penas, por el tierno amor que la profesaba, y el demonio se servía de ello para hacerme creer que sería la causa de mi eterna condenación.
Por otra parte, mi Divino Maestro me instaba con tal fuerza a dejarlo todo para seguirle, que no tenía reposo, y me inspiraba tan gran deseo de asemejarme a su vida de dolores, que cuanto sufría me parecía nada; por lo cual redoblé mis penitencias. Vez hubo en que, arrojándome a los pies de mi crucifijo, le dije:
«Querido Salvador mío, ¡cuán feliz sería si imprimierais en mí vuestra imagen dolorosa!» Y Él me respondió: «Es lo que pretendo, con tal que no me hagas resistencia y cooperes por tu parte». Para ofrecerle algunas gotas de mi sangre, me ligaba los dedos e introducía en ellos agujas; y además en Cuaresma tomaba todos los días disciplina, si me era posible, para honrar los azotes de su flagelación. Mas por mucho que la prolongase, apenas podía sacar sangre que ofrecer a mi buen Maestro en cambio de la que Él había derramado por mi amor. Y como era en las espaldas donde la recibía, empleaba en ella mucho tiempo.
Los tres días de Carnaval hubiera querido hacerme pedazos para reparar los ultrajes que hacen sufrir los pecadores a Su Divina Majestad; y en cuanto me era posible, los pasaba ayunando a pan y agua, dando a los pobres lo que recibía para mi alimento.
Pero mi mayor gozo al tratar de separarme del mundo, era pensar que comulgaría con frecuencia, pues no querían permitírmelo, sino rara vez, y me hubiera creído la más feliz de la tierra si hubiera podido hacerlo muchos días, y pasar las noches sola delante del Santísimo Sacramento. Me sentía allí con una seguridad tal, que aun siendo medrosa en extremo, ni pensar en ello me ocurría desde que me hallaba en aquel sitio de delicias.
Las vísperas de la comunión me sentía abismada en tan profundo silencio, que ni hablar podía, sino violentándome, a causa de la grandeza de la acción que debía ejecutar, y cuando ya había comulgado, ni siquiera beber, ni comer, ni ver, ni hablar: ¡tan grandes eran la consolación y la paz de que gozaba! Me ocultaba cuanto podía para aprender a amar a mi soberano Bien, el cual tan poderosamente me estimulaba a devolverle amor por amor. Pero no creía poder amarle nunca por mucho que hiciera si no aprendía a tener oración, pues no sabía sino lo que Él me había enseñado, esto es, abandonarme a todos sus santos impulsos cuando podía encerrarme con Él en algún lugar secreto. Mas no se me dejaba bastante tiempo libre para esto, porque me era preciso trabajar todo el día con los criados, y luego, a la tarde, no se hallaba cosa, en cuanto había hecho, capaz de satisfacer a los que vivían conmigo. Me daban tales gritos, que no encontrándome con valor para comer, me retiraba donde podía en busca de algunos momentos de paz, de la cual tenía un ardiente deseo.
Pero, quejándome sin cesar a mi Divino Maestro de que temía no poder agradarle en todas mis acciones, en vista del exceso de propia voluntad, pues hacía las mortificaciones a mi gusto, y no era para mí estimable, sino lo practicado por obediencia: «¡Ay de mí!, Señor mío –le decía–, dadme alguno que me conduzca a vos». «¿No te basto yo? –me respondió–; ¿qué temes? Una hija tan amada como tú, ¿podrá perecer entre los brazos de un Padre omnipotente?»
No sabía qué cosa era la dirección; pero tenía gran deseo de obedecer, y su bondad permitió que viniese a casa un religioso de San Francisco y pasase allí la noche para darnos tiempo de hacer nuestras confesiones generales. Hacía más de quince días que tenía la mía escrita; porque, aunque la hiciera cuantas veces hallaba ocasión, siempre me parecía no haber hecho lo suficiente a causa de mis grandes pecados. Me sentía penetrada de tan vivo dolor, que no sólo vertía lágrimas en abundancia, sino también hubiera querido con toda mi alma, en el exceso de mi sentimiento, publicar mis culpas delante de todo el mundo. Y me arrancaba los más profundos gemidos al estar tan ciega, que no las podía conocer, ni explicar lo enormes que eran. Ésta era la causa de escribir cuantas podía encontrar en los libros que tratan de la confesión, poniendo a veces cosas que me horrorizaba sólo de pronunciarlas.
Pero decía entre mí: «Quizá las cometí y no lo conozca, ni lo recuerde; muy justo es, por lo tanto, que sienta la confusión de decirlas, para satisfacer a la divina Justicia». Bien es verdad, que si hubiera creído haber hecho la mayor parte de las cosas de que me acusaba, hubiera estado inconsolable. Y lo hubiera estado después por esta clase de confesiones, si mi soberano Maestro no me hubiese asegurado que todo lo perdonaba a una voluntad sin malicia. Hice, pues, esta confesión, en la cual este buen Padre me obligó a pasar hojas sin querer permitirme leerlas, aunque le pedí me dejase satisfacer mi conciencia, porque era mayor pecadora de lo que se figuraba.
Esta confesión me dejó en suma tranquilidad. Le dije algunas cosas sobre mi manera de vivir, acerca de lo cual me dio muchos buenos consejos. Pero no osaba decir todo, por creer que era vanidad, de la cual tenía grandes temores, por ser mi natural muy inclinado a ella, y pensaba que todo lo hacía por este motivo, no sabiendo distinguir el sentimiento del consentimiento. Esto me hacía sufrir mucho, porque temía en gran manera al pecado, que arrojaba a Dios lejos de mi alma. El buen Padre me prometió instrumentos de penitencia. Habiéndole dicho que mi hermano me retenía siempre en el mundo, haciendo ya cuatro o cinco años que instaba por ser religiosa, el Padre le hizo tener tan grande escrúpulo, que después el mismo hermano me preguntó si perseveraba en el designio de serlo, y habiéndole respondido que prefería morir a cambiar, me prometió satisfacer mis deseos.
En su consecuencia, marchó para tratar la cuestión de mi dote, a verse con aquella buena prima, la cual no cesaba de perseguirme. Mi madre y los demás parientes querían que fuese religiosa en aquel convento. No sabía yo cómo librarme de esto; mas durante la ausencia de mi hermano, me dirigí a la Santísima Virgen, mi buena Madre, por medio de San Jacinto, a quien dirigí muchas plegarias. Hice también celebrar varias Misas en honor de mi Santísima Madre, la cual me consoló amorosamente diciéndome: «Nada temas; tú serás mi verdadera hija, y yo seré siempre tu buena Madre».
Tanto me tranquilizaron estas palabras, que no me dejaron duda alguna de su cumplimiento, a pesar de las oposiciones. Estando ya de vuelta mi hermano, me dijo: «Quieren cuatro mil francos; en ti está el disponer, como te plazca, de tus bienes, porque el asunto no está concluido». Entonces le dije resueltamente: «Ni se concluirá nunca. Quiero ir a las Hijas de María, a un convento muy lejano, donde no haya ni parientas, ni conocidas, porque no quiero ser religiosa, sino por amor de Dios. Quiero abandonar por completo el mundo, ocultándome en cualquier sitio retirado, para olvidarle y ser de él olvidada, y no volver a verle jamás».
Me propusieron muchos conventos sin poder decidirme por ninguno, pero apenas se nombró a Paray, se dilató de gozo mi corazón, y al instante consentí. Mas era preciso hacer una visita a las religiosas con quienes viví a la edad de ocho años, y tuve que sostener todavía un rudo combate. Me hicieron entrar llamándome su niñita y preguntándome por qué quería abandonarlas, pues me amaban tan tiernamente, que no podían verme en Santa María, sabiendo que no había de perseverar. Les respondí que quería experimentarlo, y me obligaron a prometer volver a su convento, si salía del otro, porque sabían bien, decían, que jamás podría acostumbrarme a estar allí. Y por mucho que me dijeron, no se conmovió mi corazón, antes se afirmaba más y más en su resolución diciendo:
«Es preciso morir o vencer». Pero omito todos los demás combates que me vi obligada a sostener, por llegar prontamente al lugar de mi dicha, mi querido Paray.