Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(VIII)

Sagrado Corazón de Jesús

OBRAS COMPLETAS

ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (III)

Noviciado de Margarita

Al entrar al locutorio, oí interiormente estas palabras: «Aquí es donde te quiero». En seguida dije a mi hermano que era preciso arreglar mi asunto, pues no iría jamás a otro convento. Le sorprendió tanto más mi lenguaje, cuanto que no me había llevado allí, sino para darme a conocer las religiosas de Santa María, y bajo mi promesa de no dejar traslucir mis intenciones; pero ya no quise volverme a casa sin que todo estuviese concluido.

Después de terminado, me parecía haber recibido una nueva existencia. ¡Tan grandes eran el contento y la paz que sentía! Esto produjo en mí una alegría tal, que cuantos ignoraban lo sucedido decían: «¡Miradla, buenas trazas tiene de ser religiosa!» Y en efecto, me adornaba con más galas y me divertía como nunca lo había hecho, por el gozo que tenía de verme toda de mi Soberano Bien; el cual, mientras esto escribo, me reconviene muchas veces con estas palabras: «Mira, hija mía, si podrás hallar un padre apasionado de amor por su hijo único, que haya tenido jamás tanto cuidado de él, y podido darle testimonios de amor tan tiernos, como los que te he dado yo y te quiero dar el mío, el cual ha tenido tanta paciencia y tomado tanto trabajo para educarte y amoldarte a mi manera desde la más tierna edad, esperándote con dulzura, sin mostrar repugnancia en medio de todas sus resistencias. Acuérdate, pues, de que si algún día te olvidas del reconocimiento que me debes, no refiriendo a mí la gloria de todo, éste sería el medio de secar para ti este manantial inagotable de todo bien».

Habiendo llegado, finalmente, el día tan apetecido de dar el adiós al mundo, sentí tal gozo y firmeza en mi corazón, que estaba como insensible, tanto al cariño como al dolor que me manifestaban todos, especialmente mi madre, y no derramé ni una lágrima al dejarlos. Porque me parecía ser como una esclava, que se encuentra libre de su prisión y de sus cadenas para entrar en la casa de su esposo, tomar de ella posesión y gozar con toda libertad de la presencia de éste, de sus bienes y de su amor. Así se lo decía Jesús a mi alma, la cual estaba como fuera de sí misma. No sabía alegar otro motivo de mi vocación de religiosa de Santa María, sino que deseaba ser hija de la Santísima Virgen.

Pero confieso que, llegado el momento de entrar (era un sábado), cuantas penas había padecido y muchas otras me asaltaron con tal violencia, que me parecía iba a separarse mi alma de mi cuerpo en la entrada misma. Mas al instante se me mostró que había el Señor roto el saco de mi cautiverio (Esther IV, 4) y me revistió con su manto de alegría (Judith XVI, 9) y de tal manera me transportaba el gozo, que decía a gritos: «Aquí es donde Dios me quiere». Sentí inmediatamente todo esto esculpido en mi espíritu: que aquella casa de Dios era un lugar santo; que cuantas en ella moraban debían ser santas; que el mismo nombre de Santa María me indicaba la obligación de serlo a toda costa; y que para esto era preciso abandonarse y sacrificarse a todo sin reserva ni miramiento alguno. Así se me hacía suave cuanto se me presentaba de más áspero en los principios.

Todos los días, durante algún tiempo, me despertaban las siguientes palabras, que oía distintamente, pero sin comprenderlas: Dilexisti iustitiam y el resto del versículo; otras veces: Audi, filia, et vide, etc., y también éstas: «Has hallado tus senderos y tu camino, ¡oh Jerusalén, casa de Israel!, mas el Señor te guiará en todas tus empresas, y no te abandonará jamás». Repetía todo esto, sin comprenderlo, a mi buena Maestra, a la cual, y también a mi Superiora, miraba como a Jesucristo en la tierra. Y como ni sabía, ni había tenido jamás regla ni dirección, estaba tan gustosa de verme sujeta, para tener el consuelo de obedecer, que me parecían oráculos todas sus palabras, y juzgaba que no debía temer cosa alguna, haciéndolo todo por obediencia.

Pidiendo a mi Maestra que me enseñase a hacer oración, de la cual tenía grande hambre mi alma, no quiso creer que, habiendo entrado religiosa a la edad de veintitrés años, no supiese hacerla, pero después de habérselo yo asegurado, me dijo por primera vez: «Id a colocaros delante de Nuestro Señor Jesucristo, como una tela preparada delante de un pintor». Hubiera yo querido la explicación de lo que me decía por no comprenderlo, pero no osaba pedírsela; mas el Señor me dijo: «Ven, que yo te enseñaré».

Y tan pronto como fui a la oración, me hizo conocer que aquella tela preparada era mi alma, sobre la cual quería trazar todos los rasgos de su vida dolorosa, pasada toda ella en el amor, en las privaciones, en el alejamiento, en el silencio y en el sacrificio, hasta la consumación; que los imprimiría en mi alma después de haberla purificado de todas las manchas que le quedaban, sea de afición a las cosas terrenas, sea de amor a mí misma o a las criaturas, hacia las cuales tenía mi natural complaciente demasiada inclinación.

Me despojó en un momento de todo, y después de haber dejado mi corazón vacío y desnuda por completo mi alma, encendió en ésta un deseo tan ardiente de amar y sufrir, que no me dejaba momento de reposo. Tan de cerca me perseguía, que no hallaba tiempo sino para pensar en cómo podría amarle crucificándome: y tal ha sido siempre su bondad para conmigo, que nunca ha dejado de proveerme de medios para ello.

Aunque nada ocultaba a mi Maestra, tenía, sin embargo, el designio de dar más latitud de lo que era su intención a sus permisos, respecto a las penitencias. Y, habiéndome formado de esto como un deber, mi santo Fundador me respondió tan ásperamente, sin dejarme pasar adelante, que nunca he tenido ánimo para volver a intentarlo. Porque sus palabras quedaron para siempre grabadas en mi corazón: «Y bien, hija mía, ¿piensas poder agradar a Dios, traspasando los límites de la obediencia, que es el principal sostén y fundamento de esta Congregación, y no las austeridades?»

Al fin pasó el tiempo de mis pruebas ardiendo yo en deseos de ser toda de Dios, y haciéndome Él la misericordia de aguijonearme continuamente para que llegase a esta dicha. Estando ya revestida con nuestro santo hábito, me dio a conocer mi Divino Maestro que éste era el tiempo de nuestros desposorios, los cuales le daban un nuevo dominio sobre mí y me imponían una doble obligación: la de amarle y la de hacerlo con amor de preferencia. En seguida me declaró que, a la manera de los más apasionados amantes, me haría gustar, durante este tiempo, cuanto hay de más dulce en la suavidad de sus amorosas caricias. En efecto, tan excesivas fueron éstas, que con frecuencia me sacaban fuera de mí y me volvían incapaz de hacer cosa alguna.

Me hundía esto en tal abismo de confusión, que no osaba comparecer ante nadie, de lo cual me corrigieron manifestándome no ser éste el espíritu de las Hijas de Santa María, nada amante de caminos extraordinarios, y que no me recibirían, si no me apartaba de todo.

Quedé, por lo tanto, sumida en una gran desolación, durante la cual puse todos mis esfuerzos, sin perdonar medio alguno, para separarme de esta senda; pero todo fue inútil. Sin que yo lo comprendiese, trabajaba por su parte con el mismo objeto mi buena Maestra, pues viéndome con mucha hambre de oración y de aprender a hacerla, y que, a pesar de todos mis esfuerzos me era imposible seguir los métodos por ella señalados, teniendo precisión de volver siempre al de mi Divino Maestro, aunque hiciese todo lo posible para olvidarle y separarme de él, me señaló por auxiliar de una oficiala, que me hacía trabajar durante la oración. Después de lo cual iba a pedir permiso para volver a empezarla, y mi Maestra me corregía ásperamente diciéndome que la hiciese ocupada en los ejercicios manuales del Noviciado.

Así lo hacía, sin poder nada de esto distraerme del suave gozo y consolación de mi alma, antes bien, los sentía ir siempre en aumento. Se me ordenó asistir a los puntos de la meditación por la mañana, y salir, después de oídos, a barrer el lugar que se me designase, hasta la hora de rezar prima.

Terminada ésta, se me pedía cuenta de mi oración, o más bien de la que en mí y por mí hacía mi soberano Maestro, no llevando yo en todo ello otra mira, sino la de obedecer, en lo cual sentía un placer sumo, por grandes que fuesen las penas de mi cuerpo al ejecutarlo. Luego cantaba:

Cuantas más contradicciones Encuentre mi casto amor.

Tanto más crece la llama. Que el Bien único encendió.

Que me aflijan noche y día.

No me robarán mi Dios;

Cuanto es más grande el tormento. Más me une a su Corazón.

Tenía un hambre insaciable de humillaciones y mortificaciones, si bien se resentía vivamente mi sensibilidad natural. Mi Divino Maestro me apretaba sin cesar a que las pidiera, y esto me las proporcionaba excelentes, pues aunque se me negaban las mortificaciones pedidas como indigna de hacerlas, se me imponían otras no esperadas y tan opuestas a mis inclinaciones, que me veía obligada en el violento esfuerzo que debía hacerme, a decir a mi buen Maestro: «¡Ay de mí!, venid en mi ayuda, ya que Vos sois la causa». Y Él lo hacía diciéndome: «Reconoce, pues, que nada puedes sin mí; yo no dejaré nunca de socorrerte, con tal que tengas siempre a tu nada y tu debilidad abismadas en mi fortaleza.»

No hablaré sino de una sola de esa clase de ocasiones mortificativas, superior a mis fuerzas, en la que me hizo verdaderamente experimentar el efecto de su promesa. Es una cosa hacia la cual tenía toda mi familia una aversión natural tan grande, que al firmar el contrato de recepción exigió mi hermano que no se me obligara jamás a hacerla. No hubo dificultad en concedérselo, siendo cosa de suyo indiferente. Pues en eso me fue preciso ceder, porque se me atacó por todas partes con tal vehemencia, que no sabía ya qué resolución tomar, tanto más, cuanto me parecía mil veces más fácil sacrificar mi propia vida, y si no hubiera amado mi vocación más que mi existencia, habría entonces preferido abandonarla antes de resolverme a ejecutar lo exigido.

Pero era en vano el resistirme, pues mi Soberano quería este sacrificio del cual dependían otros muchos. Tres días estuve combatiendo con tanta violencia, que excitaba la compasión, especialmente de mi Maestra, delante de la cual reconocía desde luego la obligación de hacer lo que me decía, y después me faltaba el valor. Me moría de pena de no poder vencer mi natural repugnancia, y le decía: «¡Miserable de mí, que no me quitarais la vida antes que permitirme faltar a la obediencia!» Al oírlo me rechazó: «Id –dice–, no sois digna de practicarla, y ahora os prohíbo hacer lo que os mandaba». Esto me bastó. Desde luego dije: «Es necesario morir o vencer». Me fui ante el Santísimo Sacramento, mi ordinario refugio, donde permanecí unas tres o cuatro horas llorando y gimiendo para obtener la fuerza de vencerme: «¡Ay de mí!, ¿me habéis abandonado, Dios mío? Y bien, ¿ha de haber aún reserva alguna en mi sacrificio, y no ha de ser del todo consumado en perfecto holocausto?»

Mas mi Señor, queriendo llevar hasta el extremo la fidelidad de amor hacia Él, como después me lo ha manifestado, se complacía en ver combatir en su indigna esclava al amor divino contra las repugnancias naturales. Por fin salió victorioso; porque sin otra consolación ni otras armas que las palabras siguientes: «Nada ha de negarse al amor», fui a arrojarme de rodillas ante mi Maestra, pidiéndole por piedad me permitiese hacer lo que de mí había deseado. Finalmente, lo hice, si bien no he sentido jamás repugnancia tan grande, la cual se renovaba todas las veces que debía hacerlo, sin dejar por eso de seguir ejecutándolo durante ocho años.

Después de este sacrificio fue cuando se duplicaron todas las gracias y favores de mi Soberano; y de tal modo inundaron mi alma, que me veía obligada a decir con frecuencia: «Suspended, Dios mío, este torrente que me anega, o dilatad mi corazón para recibirlo». Pero suprimo todas estas predilecciones y profusiones del puro amor, pues eran tan grandes, que no podría convenientemente explicarlas.

Se me atacó todavía sobre este particular al acercarse el tiempo de mi profesión, diciéndome que se veía claramente que no era a propósito para adquirir el espíritu de la Visitación, el cual miraba con recelo todo ese género de vías sujetas a la ilusión y al engaño. Representé al instante a mi Señor esto, dándole mis quejas: «¡Ay de mí! ¿Seréis, Señor mío, la causa de que se me despida?» A lo cual me respondió: «Di a tu Superiora que no hay razón para temer el recibirte, pues yo respondo de ti, y seré tu fiador si me juzga capaz de serlo».

Habiendo dado cuenta de esto a mi Superiora, me ordenó pedirle, como prenda de seguridad, que me hiciese útil a la santa religión por la práctica exacta de todas las observancias. Sobre este punto me respondió su amorosa bondad:

«Y bien, hija mía, todo esto te concedo, pues te haré más útil a la religión de lo que ella piensa; pero de una manera que aún no es conocida sino por mí: y en adelante adaptaré mis gracias al espíritu de la regla, a la voluntad de tus Superioras y a tu debilidad, de suerte que has de tener por sospechoso cuanto te separe de la práctica exacta de la regla, la cual quiero que prefieras a todo. Además, me contento de que antepongas a la mía la voluntad de tus Superioras, cuando te prohíban ejecutar lo que te hubiere mandado. Déjales hacer cuanto quisieren de ti: yo sabré hallar el medio de cumplir mis designios, aun por vías que parezcan opuestas y contrarias. No me reservo sino el dirigir tu interior y especialmente tu corazón, pues habiendo establecido en él el imperio de mi amor puro, jamás le cederé a ningún otro».

 

Nuestra Madre y nuestra Maestra quedaron contentas de todo esto, cuyos efectos tan sensiblemente se manifestaron, que no podían dudar de que procediesen de la verdad mis palabras, pues ni sentía turbación alguna en mi interior, ni cuidaba de otra cosa, sino de cumplir la obediencia, por mucho que para ello debiera sufrir. Pero me servían de martirio insoportable la estima y complacencia con que se me trataba, y las miraba como un justo castigo de mis pecados, los cuales me parecían tan enormes, que me hubiera sido dulce el sufrir todos los tormentos imaginables para expiarlos y satisfacer a la divina justicia.