Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(X)

Sagrado Corazón de Jesús

OBRAS COMPLETAS

ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (V)

La víctima preparada por el amor

La gracia de que acabo de hablar, con motivo de mi dolor de costado, se me renovaba los primeros viernes de mes en esta forma. Se me presentaba el Sagrado Corazón como un sol brillante de esplendorosa luz, cuyos ardentísimos rayos caían a plomo sobre mi corazón, el cual se sentía al instante abrasado y con tan vivo fuego, que parecía me iba a reducir a cenizas. Éstos eran los momentos particularmente elegidos por el Maestro divino para manifestarme lo que quería de mí y descubrirme los secretos de este amable Corazón.

Una vez, entre otras, estando expuesto el Santísimo Sacramento, después de sentirme completamente retirada al interior de mí misma por un recogimiento extraordinario de todos mis sentidos y potencias, se me presentó Jesucristo, mi divino Maestro, todo radiante de gloria, con sus cinco llagas, que brillaban como cinco soles, y por todas partes salían llamas de su sagrada humanidad, especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Se abrió éste y me descubrió su amantísimo y amabilísimo Corazón, que era el vivo foco de donde procedían semejantes llamas.

Entonces fue cuando me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso a que le había conducido el amor a los hombres, de los cuales no recibía sino ingratitudes y desprecios. «Esto –me dijo– me es mucho más sensible, que cuanto he sufrido en mi pasión: tanto, que si me devolvieran algún amor en retorno, estimaría en poco todo lo que por ellos hice, y querría hacer aún más, si fuese posible; pero no tienen para corresponder a mis desvelos por procurar su bien, sino frialdad y repulsas. Mas tú, al menos, dame el placer de suplir su ingratitud, en cuanto puedas ser capaz de hacerlo». Y manifestándole mi impotencia, me respondió: «Toma, ahí tienes con qué suplir todo cuanto te falta». Y al mismo tiempo se abrió el Divino Corazón, y salió de él una llama tan ardiente, que creí ser consumida, pues me sentí toda penetrada por ella, y no podía ya sufrirla, tanto que le rogué tuviera compasión de mi flaqueza,

«Yo seré –me dijo– tu fuerza, nada temas; pero sé atenta a mi voz, y a cuanto te pido para disponerte al cumplimiento de mis designios. Primeramente, me recibirás sacramentado, siempre que te lo permita la obediencia, sean cuales fueren las mortificaciones y humillaciones que vengan sobre ti, las cuales debes aceptar como beneficios de mi amor. También comulgarás todos los primeros viernes de cada mes, y todas las noches del jueves al viernes te haré participante de la tristeza mortal que tuve a bien sentir en el Huerto de los Olivos. Esta tristeza te reducirá, sin poder tú comprenderlo, a una especie de agonía más dura de soportar que la muerte.

A fin de acompañarme en la humilde oración que hice entonces a mi Padre en medio de todas mis angustias, te levantarás entre once y doce de la noche para postrarte conmigo, durante una hora, rostro en tierra, ya para calmar la cólera divina, pidiendo misericordia por los pecadores, ya para dulcificar de algún modo la amargura que sentí en el abandono de mis apóstoles, la cual me obligó a echarles en cara que no habían podido velar una hora conmigo; y durante esta hora harás lo que te enseñare. Mas oye, hija mía, no creas ligeramente a todo espíritu, y no te fíes, porque Satanás rabia por engañarte. He aquí por qué no has de hacer nada sin la aprobación de los que te guían, a fin de que, teniendo el permiso de la obediencia, no pueda seducirte; pues no tiene poder alguno sobre los obedientes.»

Durante todo este tiempo ni tenía conciencia de mí misma, ni aun sabía dónde estaba. Cuando vinieron a sacarme de allí, viendo que no podía hablar, ni aun sostenerme sino a duras penas, me condujeron a nuestra Madre, la cual, viéndome como enajenada, ardiendo toda, temblorosa y arrodillada a sus pies, me mortificó y humilló con todas sus fuerzas, dándome en ello un placer y gozo increíbles. Pues me creía hasta tal punto criminal, y tan llena de confusión estaba, que cualquier riguroso tratamiento a que se hubiera podido someterme, me habría parecido demasiado suave. Después de haberle referido, aunque con extrema confusión, cuanto había pasado, recargó la dosis de mis humillaciones, y no me concedió por esta vez nada de cuanto yo creía que Nuestro Señor me mandaba hacer, ni acogió sino con desprecio cuanto yo le había dicho. Esto me consoló mucho y me retiré con grande paz.

El fuego que me devoraba me produjo desde luego una fiebre grande y continua; pero tenía demasiado placer en sufrir para quejarme, o decir cosa alguna, hasta que al fin me faltaron las fuerzas. Conoció el médico que tenía la fiebre hacía ya largo tiempo, y aún sufrí después más de sesenta accesos. Jamás experimenté consuelo semejante, pues los extremos dolores del cuerpo mitigaban algún tanto mi ardiente sed de sufrir. No se nutría ni animaba este fuego devorador sino con la madera de la cruz y de toda clase de sufrimientos, desprecios, humillaciones y dolores, sin padecer nunca dolor capaz de igualar a la pena de no sufrir lo bastante. Se creyó segura mi muerte.

Pero continuando siempre Nuestro Señor sus favores, recibí uno incomparable en un deliquio que me sobrevino. Me pareció que se presentaron ante mí las tres Personas de la adorable Trinidad, e hicieron sentir grandes consolaciones a mi alma. Mas no pudiendo explicarme sobre lo sucedido entonces, diré solamente que, a mi parecer, el Eterno Padre, presentándome una pesadísima cruz erizada toda de espinas y acompañada de todos los instrumentos de la Pasión, me dijo:

«Toma, hija mía, te hago el mismo presente que a mi muy amado Hijo». «Y Yo – añadió mi Señor Jesucristo– te clavaré en ella como lo fui Yo mismo, y te haré fiel compañía». La tercera de estas adorables Personas me dijo: «Que Él, que no era más que amor, me consumiría allí purificándome».

Quedó mi alma con una paz y un gozo inconcebibles, y no se ha borrado jamás la impresión hecha en ella por las divinas Personas. Se me representaron bajo la forma de tres jóvenes vestidos de blanco, radiantes de luz, de la misma edad, grandeza y hermosura. No comprendí entonces, como lo he comprendido después, los grandes sufrimientos que esto me anunciaba.

Como se me ordenó pedir a Nuestro Señor la salud, lo hice; si bien con miedo de ser oída. Pero se me dijo que por el restablecimiento de mi salud se conocería claramente si lo que en mí pasaba venía del Espíritu de Dios, y según esto se me permitiría después hacer cuanto Él me había mandado, ya con respecto a la comunión de los primeros viernes de mes, ya en cuanto a la hora de vela en la noche del jueves al viernes, como Él deseaba. Habiendo representado al Señor todo esto por obediencia, recobré al instante la salud.

Pues me recreó con su presencia la Santísima Virgen, mi buena Madre, me hizo grandes caricias, y después de una visita bastante prolongada, me dijo: «Anímate, mi querida hija, con la salud que te doy de parte de mi divino Hijo, porque aún te resta que andar un camino largo y penoso, siempre sobre la cruz, traspasada por los clavos las espinas y desgarrada por los azotes; pero no temas, no te abandonaré; te prometo mi protección». Promesa cuyo cumplimiento he experimentado claramente en las grandes necesidades que de Ella he tenido después.

Mi soberano Señor continuaba recreándome con su presencia actual y sensible, según me había prometido hacerle siempre, como arriba dije; y, en efecto, jamás me privó de ella por culpas que cometiese. Pero como su santidad no puede sufrir la más pequeña mancha, y me hace notar la más ligera imperfección, no podía yo soportar ninguna en que hubiera algo, aunque poco, de voluntad propia o de negligencia. Como, por otra parte, soy tan imperfecta y miserable que cometo muchas faltas, si bien involuntarias, confieso serme un tormento insoportable el parecer delante de esta santidad, cuando he sido infiel en alguna cosa, y no hay suplicio al cual no me entregase antes que sufrir la presencia de este Dios santo, cuando está manchada mi alma con alguna culpa.

Me sería mil veces más grato arrojarme en un horno ardiendo.

En cierta ocasión me dejé llevar de algún movimiento de vanidad hablando de mí misma. ¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó esta falta! Porque, en cuanto nos hallamos solos Él y yo con un semblante severo me reprendió diciéndome: «¿Qué tienes tú, polvo y ceniza, para poder gloriarte, pues de ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca debes perder de vista, ni salir del abismo de tu nada? Y para que la grandeza de mis dones no te haga desconocer y olvidar lo que eres, voy a poner ese cuadro ante tus ojos». Y descubriéndome súbitamente el horrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que soy.

Me causó tan fuerte sorpresa y tal horror de mí misma, que de no haberme Él sostenido, hubiera quedado pasmada de dolor. No podía comprender el exceso de su grande bondad y misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y en soportarme aún, viendo que no podía yo sufrirme a mí misma. Tal era el suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así es que me obligaba a veces a decirle: «¡Ay d e mí!, Dios mío, o haced que muera, u ocultadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole». Porque producía en mí impresiones de insoportable dolor, de odio y de venganza contra mí misma, y no permitiéndome la obediencia ejecutar en mí los rigores que me inspiraba, sufría lo indecible.

Mas, como sabía que el soberano Dueño de mi alma se contentaba con lo ordenado por la obediencia, y tenía un placer singular en verme humillada, era sumamente fiel en acusarme de mis faltas para recibir por ellas penitencia; pues, por áspera que ésta pudiera ser, la juzgaba yo como un dulce refrigerio al lado de la que me imponía Él mismo, y eso que encontraba faltas en cuanto yo tenía por lo más puro y perfecto. Me lo dio a conocer un día de Todos los Santos, en el cual de un modo inteligible me fue dicho:

«En la inocencia no hay manchado nada; Nada hay perdido en manos del Señor; Nada se muda en la feliz morada; Todo allí se consuma en el amor.»

Por largo tiempo me ha tenido ocupada la explicación que recibí sobre estas palabras: «En la inocencia nada hay manchado», es decir, que no debía tolerar mancha alguna ni en mi alma ni en mi corazón. «Nada hay perdido en manos del Señor», es decir, que todo debía dárselo y abandonarlo en sus manos, pues siendo la Omnipotencia misma, nada se podía perder entregándoselo todo. En cuanto a los otros dos versos, hablan del paraíso, donde nada se pasa, porque todo allí es eterno, y se consuma en el amor. Y como al mismo tiempo se me dejó ver una pequeña muestra de aquella gloria, ¡oh Dios, en qué transportes de júbilo y de deseos me hallé sumergida! Estaba en Ejercicios y pasaba todo el día en estos placeres inexplicables, a cuya vista me pareció no tener ya otra cosa que hacer, sino ir prontamente a gozarlos. Pero me manifestaron que había echado mal mis cuentas estas palabras que oí:

«En vano así tu corazón suspira Por ir, cual crees, a la eterna luz;

Que nunca debe, quien al cielo aspira. Buscar otro camino que la cruz.»

A continuación de esto puso ante mis ojos todo cuanto tenía yo que sufrir durante el curso de mi vida. Se estremeció todo mi cuerpo, aunque no lo comprendí entonces por la pintura, como lo he comprendido después por los efectos que se siguieron.

Me preparaba para hacer mi confesión anual con una ansiedad grande de conocer mis pecados, y mi divino Maestro me dijo: «¿Por qué te atormentas? Haz lo que está en tu poder, y yo supliré lo demás que te falte. Pues nada pido tanto en este sacramento como un corazón contrito y humillado, que, con voluntad sincera de no desagradarme más, se acuse sin doblez. Entonces perdono sin tardanza, y se sigue de ahí una perfecta enmienda».

Este Espíritu soberano que obraba en mí independientemente de mí misma, había adquirido un imperio tan absoluto sobre todo mi ser espiritual y aun corporal, que no dependía de mí mover en mi corazón afecto alguno de gozo o de tristeza, sino como a Él le agradaba, ni tampoco dar ocupación a mi espíritu, pues no podía tener otra distinta de la que Él le proponía. Esto me ha hecho estar siempre con extraño temor de ser engañada, no obstante la seguridad que haya podido recibir en contrario, tanto de su parte, como de las personas que me guiaban, es decir, mis Superioras; pues no me habían dado jamás Director, sino para examinar la conducta del Señor conmigo o desaprobarla con plena libertad.

Mi sentimiento era ver que en lugar de sacarme del engaño en que creía efectivamente hallarme, me engolfaban aún más, tanto mis confesores como los otros, diciéndome que me abandonara al poder de ese Espíritu, y me dejara sin reserva conducir por Él, y que, aun cuando hiciese de mí un juguete del demonio, como yo creía, no debía dejar de seguir sus impulsos.

Hice, pues, mi confesión anual y, terminada, me parecía ver y sentirme despojada de mi vestidura y revestirme al mismo tiempo de otra blanca, mientras percibía estas palabras: «He aquí la estola de la inocencia, con la cual revisto tu alma, a fin de que no viva sino con la vida de un Hombre-Dios, es decir, que vivas como si no vivieses, dejándome vivir en ti, porque soy tu vida y no vivirás sino en mí y por mí. Quiero que obres como si no obrases, dejándome obrar en ti y por ti, abandonándome el cuidado de todo. No debes tener voluntad o debes conducirte como si no la tuvieras, dejándome querer por ti en todo y en todas partes».

Una vez se me presentó este único amor de mi alma trayendo en una mano el cuadro de una vida, la más feliz que imaginarse pudiera para un alma religiosa, vida llena de paz, de consolaciones interiores y exteriores, de una santidad perfecta unida al aplauso y estimación de las criaturas, y otras cosas agradables a la naturaleza. En la otra mano traía otro cuadro, el de una vida siempre pobre y abyecta, siempre crucificada por las humillaciones, desprecios y contradicciones de todo género, siempre sufriendo en el cuerpo y en el espíritu. Me puso delante de las dos vidas y me dijo: «Elige, hija mía, la que más te agradare; yo te haré los mismos favores, ora elijas una, ora la otra». Me postré a sus pies para adorarle y le dije: «¡Oh Señor mío!, nada quiero sino a Vos mismo y la elección que Vos hagáis para mí». Y después de haberme instado mucho para que eligiese: «Vos me bastáis. Dios mío, añadí; elegid para mí la que más haya de glorificaros, sin miramiento alguno a mis intereses y satisfacciones. Contentaos Vos mismo y esto me basta».

Entonces me dijo que había elegido con Magdalena la mejor parte, y jamás me sería arrebatada, porque Él sería para siempre mi herencia. Y presentándome el cuadro de la crucifixión: «He ahí –me dijo– el que he elegido para ti y el que más me agrada, ya para el cumplimiento de mis designios, ya para hacerte semejante a mí. El otro es el de una vida de gozos y no de méritos: es para la eternidad». Acepté, pues, aquel cuadro de muerte y de crucifixión, besando la mano del que me le alargaba. Aunque gimió la naturaleza, le abracé con todo el afecto de que era capaz mi corazón, y al apretarlo contra mi pecho, le sentí impreso en mí con tal viveza, que no me parecía ser yo misma otra cosa, sino un compuesto de todo cuanto en él había visto representado.

De tal modo me encontré cambiada en la disposición de mi espíritu, que no me conocía. Dejé, sin embargo, el juicio de todo a mi Superiora, a quien nada podía ocultar, ni tampoco omitir cosa alguna de cuantas me mandaba, con tal que me viniese ordenado inmediatamente por ella. Pues el Espíritu que me poseía me hacía sentir repugnancias espantosas, cuando en semejantes casos quería guiarme por consejo de otras, porque me había prometido dar siempre a la Superiora la luz necesaria para guiarme según sus designios.

Las mayores gracias y los favores inexplicables de su bondad los recibía en la santa Comunión y durante la noche, especialmente en la del jueves al viernes. En una de estas ocasiones el Señor me advirtió que Satanás había pedido permiso para probarme en el fuego de las contradicciones y humillaciones, de las tentaciones y abandonos como el oro en el crisol, y Él se lo había concedido, exceptuando las tentaciones contra la pureza, pues no quería que me diese jamás pena alguna en semejante materia, porque odia la impureza tan intensamente, que jamás le había querido permitir en mí el más mínimo ataque; pero respecto a todas las otras tentaciones debía estar muy prevenida, especialmente contra las de orgullo, desesperación y gula, a la cual tenía yo más horror que a la muerte.
Me aseguró, sin embargo, que nada debía temer, porque Él estaría como muro inexpugnable dentro de mí misma, que combatiría por mí, me circundaría con su Omnipotencia para que no sucumbiese, y se haría Él mismo el precio de mis victorias; pero era preciso que yo velara continuamente sobre todo lo exterior, pues del interior Él se reservaba la custodia.

No tardé mucho en oír las amenazas de mi perseguidor. Se presentó delante de mí en forma de un moro horrible, con los ojos centelleantes como dos carbones, rechinando los dientes y diciéndome: «Yo me apoderaré de ti, ¡oh maldita!, y si consigo tenerte una vez en mis manos, te daré bien a conocer lo que sé obrar; yo te dañaré en todo». Aunque me amenazó de otras mil maneras, nada de esto me preocupaba lo más mínimo: ¡tan fortalecida me sentía en el interior! Me parecía que no habría temido ni a todos los furores del infierno por la grande fuerza que sentía dentro de mí, debida a la virtud de un pequeño crucifijo, al cual había dado mi soberano Libertador el poder de alejar de mí todos los furores infernales. Siempre le llevaba sobre mi corazón de día de noche, y recibí de él grandes socorros.

Se me asignó por ocupación la enfermería. Sólo Dios pudo conocer lo que allí me fue preciso sufrir, ora por parta de mi natural pronto y sensible, ora por parte de las criaturas y del demonio. Éste me hacía con frecuencia caer y romper cuanto tenía en las manos, y después se burlaba de mí riéndose a veces en mi misma cara. «¡Oh, la torpe!, me decía; jamás harás cosa de provecho». Esto me ponía en tal tristeza y abatimiento, que no sabía qué hacerme. Pues con frecuencia me quitaba el poder de decírselo a nuestra Madre, porque al maligno espíritu la obediencia le abate y debilita todas sus fuerzas.

Una vez me arrojó desde lo alto de una escalera; llevaba yo en las manos un hornillo lleno de fuego, y sin que éste se derramase ni yo recibiese daño alguno, me encontré abajo, si bien cuantos lo presenciaron creyeron que me había roto las piernas; pero al caer me sentí sostenida por mi fiel ángel custodio. Pues tenía la dicha de gozar frecuentemente de su presencia, y de ser también frecuentemente por Él reprendida y corregida. En cierta ocasión, que quise entrometerme a hablar del matrimonio de una parienta, me dio a conocer cuán indigno era esto de un alma religiosa, y con tal severidad me reprendió, que me dijo me ocultaría su faz, si volvía a mezclarme en esta clase de asuntos.

No podía Él tolerar la menor inmodestia o falta de respeto en la presencia de mi Maestro soberano, ante el cual le veía postrado en el suelo y quería que yo hiciese lo mismo. Lo hacía así con la mayor frecuencia que me era posible, y no hallaba postura más agradable a mis continuos padecimientos de cuerpo y de espíritu, por ser la más conforme a mi nada. Jamás perdía ésta de vista y me sentía en ella abismada, ya me hallase entre penas o entre goces, sin que en éstos pudiera gustar de placer alguno.

Pues la santidad de amor me impulsaba con tal violencia hacia el sufrimiento, para darle algo en retorno, que no podía hallar reposo más dulce que el de ver mi cuerpo agobiado por los dolores, mi espíritu por toda suerte de desamparos y todo mi ser por las humillaciones, desprecios y contradicciones. No me faltaban por un favor de Dios, el cual no podía dejarme sin penas, ya interiores, ya exteriores. Y cuando disminuía este saludable alimento, me era preciso buscar otro en la mortificación, proveyéndome de abundante materia para ello mi natural sensible y orgulloso.

No quería mi soberano Maestro que dejase perder en esto ocasión alguna, y si me acontecía perderla, a causa de la gran violencia que necesitaba hacerme para vencer mis repugnancias, me lo hacía pagar doblado. Cuando deseaba algo de mí, me constreñía a ejecutarlo tan vivamente, que me era imposible resistir, y por haber querido intentarlo muchas veces, he tenido mucho que padecer. Me cogía por todo lo más opuesto a mi natural y contrario a mis inclinaciones, y quería que avanzase siempre contra la corriente.

Era tan sumamente delicada, que la menor suciedad me revolvía el estómago. Tan severamente me corrigió en este punto, que queriendo limpiar el vómito de una enferma, no pude librarme de hacerlo con mi lengua, y tragarlo diciendo: «Si tuviera mil cuerpos, mil amores, mil vidas, las inmolaría por sujetarme a Vos». Hallé desde luego tantas delicias en esta acción, que habría deseado encontrar todos los días otras semejantes para aprender a vencerme sin otro testigo que Dios.

Pero su bondad, a quien únicamente soy deudora de la fuerza con que me vencí, no dejó de significarme el placer que en ello había recibido; pues la noche siguiente, si mal no recuerdo, me tuvo unas dos o tres horas con la boca pegada a la llaga de su Sagrado Corazón. Me sería muy difícil explicar lo que entonces sentí, y los efectos que produjo esta gracia en mi corazón y en mi alma. Pero lo dicho basta para dar a conocer la gran bondad y misericordia de Dios con una tan miserable criatura.

No quería disminuir en nada mi sensibilidad y mis repugnancias, ya para honrar las que Él había tenido a bien sentir en el Huerto de los Olivos, ya para darme materia de humillaciones y de triunfos. Mas, ¡ay de mí, que no soy fiel y caigo con frecuencia! Y Él parecía a veces gozar con esto, sea por confundir mi orgullo, sea por fundarme en la propia desconfianza, viendo que sin Él no podía obrar sino lo malo y dar continuas caídas sin poder levantarme.

Entonces el soberano bien de mi alma venía en mi ayuda, y cual un buen Padre me tendía sus amorosos brazos diciéndome: «Conoces, al fin, con claridad que nada puedes sin mí». Con esto me derretía en afectos de gratitud hacia tan amorosa bondad; me sentía conmovida hasta derramar lágrimas al ver que no se vengaba de mis pecados e infidelidades, sino con los excesos de su amor, con los cuales parecía combatir mis ingratitudes. Me las ponía a veces delante de mis ojos juntamente con la multitud de sus gracias, reduciéndome a la imposibilidad de hablarle más que con mis lágrimas, sufriendo entonces lo inexplicable. Así se divertía con su indigna esclava este divino amor.

Un día que había manifestado algo de la repugnancia que sentía mi corazón sirviendo a una enferma de disentería, me reprendió por ello con tal aspereza, que para reparar mi falta me vi constreñida a… Pero en seguida me reprendió:

«¡No seas tan loca! ¡No hagas eso! — ¡Oh Señor mío!, lo hago para agradaros y ganar vuestro Divino Corazón; espero que no me lo rehusaréis. ¡Mas cuánto no habéis hecho Vos, Señor mío, por ganar el de los hombres, y, sin embargo, os lo niegan y os arrojan de él con tanta frecuencia!

— Es cierto, hija mía, que mi amor me ha hecho sacrificarlo todo por ellos, sin que nada me devuelvan a cambio; pero quiero que suplas su ingratitud con los méritos de mi Sagrado Corazón. Yo te lo quiero dar, mas antes es menester que te constituyas su víctima de inmolación, para que por su medio apartes los castigos que la justicia divina de mi Padre, armada de cólera, quiere ejecutar en una comunidad religiosa, a la cual va a reprender y corregir llevado de su justo enojo». Me la dio a conocer al mismo tiempo, así como las faltas particulares que le habían irritado, y todo cuanto me era preciso sufrir para apagar su justa cólera.

Todo mi ser se estremeció entonces, y no tuve valor para ofrecerme al sacrificio. Respondí, pues, que no siendo dueña de mí misma, no podía hacerlo sin el consentimiento de la obediencia, y el temor de que se me obligase a ejecutarlo, me hizo negligente en pedirlo; mas Él me perseguía sin tregua y no me dejaba un momento de reposo. Yo me deshacía en lágrimas, y al fin me vi obligada a manifestárselo todo a mi Superiora, la cual, viendo mi pena, me dijo que me sacrificara sin reserva en todo cuanto de mí se deseaba. Mas, Dios mío, entonces precisamente se redobló aún con mayor violencia mi pena, porque no tenía valor para decir el sí, y perseveraba en mi resistencia.