Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(XI)

OBRAS COMPLETAS

ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (VI)

La inmolación – El Director

La víspera de la Presentación se me apareció la divina Justicia armada de tan terrible manera, que quedé toda enajenada; y en la imposibilidad de defenderme, se me dijo lo que a San Pablo: «Muy duro te es luchar contra los estímulos de mi justicia; pero, puesto que te has resistido tanto para evitar las humillaciones, que te convenía sufrieras en este sacrificio, te las daré duplicadas. No te pedía sino un sacrificio secreto; ahora le quiero público, fuera de todo razonamiento humano en cuanto a la manera y al tiempo, y acompañado de tan humillantes circunstancias, que te servirán de materia de confusión para el resto de tu vida ante ti misma y ante las criaturas, a fin de que comprendas lo que es resistir a Dios».

¡Desgraciada de mí! Bien lo comprendí en efecto, pues jamás me he visto en tal estado; he aquí algunas cosas, pero no todo. Después de la oración de la tarde no pude salir con las otras, y permanecí en el coro hasta la última señal para la cena en un llanto y gemido continuos. Fui a hacer colación, pues era la víspera de la Presentación, y yendo, como arrastrada a viva fuerza, al acto de Comunidad, me encontré allí tan fuertemente impelida a llevar a cabo el sacrificio en alta voz, del modo que Dios me daba a conocer lo exigía de mí, que me vi precisada a salir en busca de mi Superiora, la cual se hallaba entonces enferma.

Confieso, sin embargo, que estaba tan fuera de mí, que me veía como una persona ligada de pies y manos, a la cual no quedara cosa alguna libre interior y exteriormente sino las lágrimas. Las derramaba en abundancia pensando que eran la única expresión de mi sufrimiento, porque me consideraba como la más criminal del mundo, y conducida, arrastrada con cordeles, al lugar del suplicio. Tenía delante de mis ojos a la santidad de Dios armada con los rayos de su justa indignación, dispuesta a lanzarlos para sepultarme, así me parecía, en las abiertas fauces del infierno, que veía descubierto a mis pies y pronto a devorarme.

Me sentía abrasada por un fuego devorador, que penetraba hasta en la médula de mis huesos; todo mi cuerpo era presa de un temblor extraordinario, y no podía decir más que estas palabras: «Dios mío, tened piedad de mí, según la grandeza  de vuestra misericordia». Pasaba el tiempo restante gimiendo bajo el peso de mi dolor; sin hallar medio de dirigirme al aposento de mi Superiora hasta eso de las ocho, en que habiéndome encontrado una Hermana, me condujo allá.

Grande fue la sorpresa de mi Superiora al verme en semejante disposición; yo no podía explicársela, mas creía para aumento de mi pena, que bastaba verme para conocerlo, y no era así. La Superiora que sabía no existir otro medio, que gozara de todo poder sobre el espíritu, que me tenía en tal estado, sino la sola obediencia, me mandó referir mi pena. Inmediatamente le dije el sacrificio que Dios quería hiciese de todo mi ser en presencia de la Comunidad, y el motivo por el cual me le pedía. No expresaré tal motivo por temor de faltar a la santa caridad y herir al mismo tiempo el Corazón de Jesucristo, en el que tiene su origen esta virtud; por lo cual no quiere que se la toque en lo más mínimo bajo cualquier pretexto que pudiere alegarse.

En fin, después de decir y hacer cuanto mi Soberano deseaba de mí, se habló y se juzgó sobre esto de diferentes modos; pero dejo todas estas circunstancias a la misericordia de Dios. Creo poder asegurar que nunca había sufrido tanto: aun cuando hubieran podido reunirse todos los sufrimientos que hasta entonces había tenido, y todos cuantos he tenido después, y aun cuando todos ellos juntos hubieran sido continuos hasta la muerte, no los juzgaría comparables a los que padecí esta noche, en la cual quiso Nuestro Señor favorecer a su miserable esclava para honrar la noche dolorosa de su Pasión, si bien no fue sino una pequeña partecilla. Se me llevó como arrastrada de una parte a otra con espantosa confusión mía.

Pasada, pues, semejante noche entre los tormentos que Dios sabe, y sin descanso hasta cerca de la hora de la santa Misa, me pareció oír entonces estas palabras:

«En fin, la paz está establecida: mi santidad de justicia está satisfecha con el sacrificio que has llevado a cabo para rendir homenaje al que yo hice en el instante de mi encarnación en el seno de mi Madre, cuyo mérito he querido unir al tuyo y renovarle por éste, a fin de aplicar en favor de la caridad, como te lo había mostrado. He aquí por qué nada debes pretender, en cuanto puedas hacer y sufrir, ni aumento de méritos, ni satisfacción de penas, ni otra cosa alguna, estando todo entregado a mi disposición en favor de la caridad. Así, pues, a imitación mía, harás y padecerás en silencio, sin más interés que la gloria de Dios en el establecimiento del reino de mi Sagrado Corazón en el de los hombres, a los cuales quiero manifestársele por tu medio».

Me dio mi Soberano estas santas instrucciones después de haberle recibido; pero no me sacó de mi doloroso estado, en el que sentía una paz inalterable con la aceptación de todas mis penas, y de cuanto se me mostró que debería padecer hasta el día del juicio, si tal fuese la voluntad de Dios. No me presentó a mis propios ojos, sino como un objeto de contradicción y una sentina de todas las repulsas, desprecios y humillaciones, las cuales gustosa venía venir de todas partes a caer sobre mí, sin recibir consolación alguna ni del cielo ni de la tierra. Todo parecía conjurarse para anonadarme. Se me hacían continuas preguntas, y las pocas palabras, que en respuesta se me arrancaban como por fuerza, no dejaban de servir de instrumento para aumentar mi suplicio. No podía ni comer, ni hablar, ni dormir; y todo mi reposo y ocupación eran únicamente el permanecer postrada ante Dios, cuya soberana grandeza me tenía completamente perdida en el profundo abismo de mi nada, siempre llorando y gimiendo para pedir misericordia y apartar los rayos de su justo furor.

El empleo que por entonces tenía me causaba un tormento insoportable, suministrando continuas ocupaciones a mi cuerpo y a mi espíritu, pues no obstante todas mis penas, no me permitía mi soberano Maestro ni omitir la más pequeña parte, ni conseguir dispensarme de cosa alguna, incluso todos los demás deberes y observancia de mis reglas, a los que me sentía arrastrada por la fuerza de su soberano poder, cual una criminal al lugar de un nuevo suplicio. Porque hallaba tormento en todas partes, y tan engolfada y absorta estaba en mi sufrimiento, que ni espíritu ni vida tenía, sino para conocer y sentir cuanto acaecía que pudiera causarme dolor. Pero nada de esto me producía el menor movimiento de inquietud ni de disgusto, aunque entre tantas penas se me conducía siempre por la más opuesta a mi natural inmortificado y más contraria a mis inclinaciones.

Se notó que no comía; se me reprendió por ello, y tanto mi Superiora como mi confesor me mandaron comer cuanto me pusieran en la mesa. Esta obediencia me pareció muy superior a mis fuerzas; pero Aquél que no me dejaba faltar a ella en la necesidad, me pidió ánimo para someterme y cumplirla sin excusa ni réplica; si bien me vi obligada a ir después de la comida a devolver el alimento que había tomado. Y como esto me duró muy largo tiempo, me ocasionó un gran flujo de estómago con muchos dolores, de suerte que no me era posible retener nada de lo poco que comía, después de habérseme conmutado la obediencia impuesta en la de no comer más de lo que pudiera. Confieso que el comer me ha producido desde este tiempo penas crueles, viéndome precisada a ir al refectorio como a un lugar de suplicio a que me había condenado la culpa. Por esfuerzos que hiciera para comer indiferentemente de cuanto me presentaran, no podía evadirme de tomar lo que creía más ordinario, como lo más conforme a mi pobreza y a mi nada, las cuales continuamente me decían que, siendo suficientes el pan y el agua, todo lo demás era superfluo.

Y para volver al estado de sufrimiento, que no dejaba de ser continuo y aumentaba siempre con aditamentos muy sensibles y humillantes, se me juzgó posesa u obsesa, y se me roció con bastante agua bendita haciendo la señal de la cruz y rezando oraciones para arrojar de mí el espíritu maligno. Mas Aquél de que me sentía poseída me estrechaba con mucha más fuerza contra sí, diciéndome:

«Amo el agua bendita y quiero tanto a la cruz, que no puedo menos de unirme estrechamente con los que la llevan como yo, y por mi amor». De tal modo reanimaron en mi alma estas palabras el deseo de padecer, que me parecían todos mis sufrimientos una gota de agua, la cual, en vez de extinguir, más bien avivaba la sed insaciable que sentía.

Creo, sin embargo, poder afirmar que no había parte alguna de mi ser, ni el cuerpo ni el espíritu, que no tuviese su particular sufrimiento, y esto sin compasión ni consolación alguna. Pues el diablo me daba furiosos asaltos, en los que mil veces hubiese sucumbido, si en medio de cuanto acabo de referir, no hubiera sentido un poder extraordinario que me sostenía y combatía por mí.

En fin, mi Superiora, no sabiendo ya qué hacer conmigo, me mandó comulgar para pedir al Señor por obediencia me volviese a mi primer estado. Habiéndome, pues, presentado a Él como hostia de inmolación, me dijo: «Sí, hija mía, vengo a ti como soberano sacrificador para darte nuevo vigor, a fin de inmolarte con nuevos suplicios». Lo hizo, y me encontré cambiada completamente, que me parecía ser una esclava a la que acabaran de volver a su libertad. Mas no duró esto mucho, porque se comenzó de nuevo a decirme que era el diablo el autor de cuanto pasaba conmigo, y que me conduciría a la perdición, si no andaba con cuidado con sus astucias e ilusiones.

Fue éste un golpe terrible para mí, que toda mi vida había estado con temor de ser engañada y de engañar a las demás, aunque sin pretenderlo. Me hacía esto derramar muchas lágrimas, porque no podía en manera alguna sustraerme al poder de este Espíritu soberano, que obraba en mí, y por mucho que pudiera esforzarme, era impotente para alejarle de mí, ni impedir sus operaciones. Porque de tal modo se había apoderado de todas las potencias de mi alma, que parecía estar en un abismo, donde más hundida me hallaba cuantos mayores esfuerzos hacía para salir. Aunque emplease todos los medios prescritos, todo era en vano.

A veces combatía con tal empeño, que quedaban agotadas mis fuerzas; pero mi Soberano se reía de todo esto, y me daba tales seguridades, que disipaba desde luego todos mis temores diciéndome: «¿Qué tienes que temer entre los brazos del Omnipotente? ¿Podré dejarte perecer entregándote a tus enemigos, después de haberme constituido en Padre, Maestro y Director tuyo desde tu más tierna infancia y haberte dado continuas pruebas de la amorosa ternura de mi Divino Corazón, en el cual también he fijado tu actual y eterna morada? Para mayor seguridad, dime la prueba más convincente que deseas de mi amor, y te la daré. Pero ¿por qué luchas contra mí, siendo yo tu solo, verdadero y único amigo?» Tales reprensiones de mi desconfianza me produjeron un disgusto y confusión tan grandes, que me propuse desde este momento no contribuir jamás de modo alguno a las pruebas que se hicieran acerca del espíritu que me guiaba, contentándome con aceptar humildemente y con todo mi corazón cuanto se quisiera hacer.

Mi Señor y mi Dios, Vos, que solo conocéis la pena que sufro en el cumplimiento de esta obediencia y la violencia que necesito hacerme para vencer la repugnancia y confusión, que siento al escribir todas estas cosas, concededme la gracia de morir antes de escribir algo fuera de lo que me dicte la verdad de vuestro Espíritu y haya de daros a Vos gloria y a mí confusión. Y por piedad, mi soberano Bien, no sea esto leído jamás por persona alguna, sino sólo por aquel que según vuestro beneplácito lo haya de examinar, para que no me impida este escrito permanecer sepultada en el eterno desprecio y olvido de las criaturas. Dios mío, dad esta consolación a vuestra pobre y miserable esclava. En el momento mismo recibí esta respuesta a mi súplica: «Abandónalo todo a mi santo beneplácito, y déjame cumplir mis designios sin mezclarte en nada, porque yo tendré cuidado de todo».

Voy, pues, a continuar por obediencia, ¡oh Dios mío!, sin otra pretensión que la de contentaros con esta especie de martirio que sufro escribiendo, pues cada palabra me parece un sacrificio. ¡Ojalá podáis ser así eternamente glorificado! He aquí cómo me ha manifestado su voluntad sobre este asunto.

Como siempre me he sentido movida a amar a mi soberano Señor por amor de sí mismo, no queriendo ni deseando sino a Él solo, no me apegaba jamás a sus dones, por grandes que fuesen respecto a mí, ni los recibía sino porque venían de Él, y fijaba en ellos la menor reflexión posible, procurando olvidar todo para no acordarme sino de Él solo, fuera del cual nada merece mi estimación. Y así, cuando me fue preciso cumplir esta obediencia, creía serme imposible escribir cosas pasadas hacía ya tanto tiempo; pero Él me ha dado a conocer claramente lo contrario; pues, para facilitármelo, me ha vuelto a colocar en las mismas disposiciones de que hablo en cada punto. Así me convenció de su voluntad.

En medio de mis penas y temores tenía siempre mi corazón en una paz inalterable. Me hicieron hablar con algunas personas doctas, las cuales, muy lejos de asegurarme en mi camino, aumentaron todavía más mis penas. Finalmente, envió aquí Nuestro Señor al P. de la Colombière, al cual había yo asegurado desde el principio, que mi Soberano Maestro me prometió, poco después de haberme consagrado a Él, que me enviaría un servidor suyo, a quien quería manifestase según la inteligencia que sobre ello me daría, todos los secretos de su Sagrado Corazón que Él me había confiado; pues me le enviaba para asegurarme en mis caminos, y para repartir con él las extraordinarias gracias de su Sagrado Corazón, las cuales derramaría con abundancia en nuestras conferencias.

Cuando vino aquí este santo varón, y mientras hablaba a la Comunidad, oí interiormente estas palabras: «He ahí al que te envío». Lo reconocí al instante en la primera confesión de Témporas, pues sin habernos visto ni hablado jamás, me retuvo largo tiempo y me habló como si hubiera comprendido cuanto en mí pasaba. Mas no quise por esta vez abrirle de modo alguno el corazón, y viendo él que quería retirarme para no molestar a la Comunidad, me dijo que, si lo tenía a bien, vendría a verme de nuevo para hablarme en el mismo sitio. Pero me obligó mi natural timidez, que esquiva tales comunicaciones, a responderle que, no pudiendo responder de mí, haría cuanto la obediencia me ordenase. Me retiré después de haber estado allí como hora y media.

Poco tiempo después volvió, y aunque conocía yo ser voluntad de Dios que le hablase, no dejé de sentir terribles repugnancias, cuando me fue preciso ir, y esto fue lo primero que le dije. Me respondió que le era muy grato haberme dado ocasión de hacer a Dios un sacrificio. Entonces, sin pena ni forma alguna, le abrí mi corazón, y le descubrí el fondo de mi alma, tanto lo malo, como lo bueno. Sobre este punto me consoló extraordinariamente, asegurándome que no había motivo alguno de temor en la conducta de este espíritu, pues en nada me separaba de la obediencia, y que debía seguir todas sus inspiraciones, abandonándole todo mi ser, para sacrificarme e inmolarme según su beneplácito.

Admirando el que la gran bondad de Dios no se hubiese cansado de tanta resistencia, me enseñó a estimar los dones divinos, a recibir con respeto y humildad las frecuentes comunicaciones y trato familiar con que me regalaba, y a dar por ello continuamente gracias a tan grande bondad.

Habiéndole manifestado que este Soberano de mi alma me seguía tan de cerca sin excepción de tiempos ni lugares, que no podía rezar vocalmente, y para hacerlo me violentaba tanto, que en ocasiones permanecía con la boca abierta sin poder pronunciar una palabra, sobre todo en el Rosario; me dijo que no lo volviera a hacer jamás, debiendo contentarme con las preces de obligación, añadiendo el Rosario cuando pudiese. Habiéndole hablado algo acerca de las caricias especiales y unión de amor que recibía del Amado de mi alma, y no describo aquí, me respondió que yo tenía en todo eso un gran motivo para humillarme, y él para admirar la grandeza de la misericordia de Dios para conmigo.

Pero no quería la bondad divina que recibiese consolación alguna sin costarme muchas humillaciones. Esta comunicación me las atrajo en gran número, y aun el mismo Padre tuvo mucho que sufrir por mi causa, porque se hablaba de que quería engañarle con mis ilusiones e inducirle a error como a los otros. Ninguna pena le causaba esto y no dejó de prestarme continuos socorros en el poco tiempo que permaneció en este pueblo, y siempre. Mil veces me he admirado de que no me abandonase también como los demás; pues a cualquiera otro hubiera disgustado mi modo de conducirme con él, aunque no perdonaba él medio alguno de mortificarme y humillarme con gran gusto mío.

Un día que vino a decir Misa en nuestra iglesia, le hizo Nuestro Señor, y a mí también, grandísimos favores. Al aproximarme a recibir la Sagrada Comunión, me mostró su Sagrado Corazón como un horno ardiente, y otros dos corazones que iban a unirse y a abismarse en él, diciéndome: «Así es como une para siempre mi puro amor estos tres corazones». Y después me dio a conocer que esta unión era exclusiva para la gloria de su Sagrado Corazón, cuyos tesoros quería descubriese yo al Padre, para que él los diera a conocer y publicara todo su precio y utilidad. Con este objeto quería que fuésemos como hermano y hermana, igualmente participantes en los bienes espirituales; y representándole acerca de esto mi pobreza y la desigualdad que había entre un hombre de tan elevada virtud y mérito y una pobre miserable pecadora como yo, me dijo: «Las riquezas infinitas de mi Corazón suplirán e igualarán todo: háblale sin temor».

Así lo hice en nuestra primera entrevista. Y su manera humilde y reconocida de recibir esta y otras varias cosas, que, en cuanto a él se referían, le dije de parte de mi soberano Maestro, me conmovió grandemente y me aprovechó más que todos los sermones que hubiera podido oír. Y como le dijese que Nuestro Señor no me comunicaba estas gracias sino para ser glorificado en las almas, a las cuales había yo de distribuirlas, sea de palabra o por escrito, según Él me diera a conocer su voluntad, sin preocuparme por lo que dijera o escribiera, pues Él derramaría allí la unción de su gracia para producir el efecto que pretendía en el corazón de cuantos lo recibiesen bien; y que yo sufría mucho por mi repugnancia a escribir y mandar ciertos billetes a personas de las cuales me venían grandes humillaciones, me mandó que, aun a pesar de las grandes penas y humillaciones que hubiera de sufrir, no desistiese jamás de seguir los santos impulsos de este Espíritu, diciendo simplemente lo que Él me inspirase, y una vez escrito el billete, se lo presentara a la Superiora e hiciese después cuanto ella me ordenara. Lo hice así; y no han sido pocas las humillaciones que por esto he recibido de parte de las criaturas.

Me mandó además escribir cuanto en mí pasaba, a lo cual sentía una mortal repugnancia. Escribía, pues, todo para obedecer y luego quemaba lo escrito, figurándome que así cumplía suficientemente la obediencia; pero sufría mucho con esto, y vinieron los escrúpulos y la prohibición de hacerlo en adelante.