Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(XII)

Corazón de Jesús

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ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (VII)

El testamento – La devoción al Corazón de Jesús

Un día me pidió mi soberano Sacrificador que hiciese en favor suyo, por escrito, un testamento o donación entera y sin reserva, como lo había hecho ya de palabra, de todo cuanto pudiera hacer y sufrir y de todas las oraciones y bienes espirituales que se me aplicaran, ya durante mi vida, ya después de mi muerte. Me hizo preguntase a mi Superiora si quería hacer de notario en este acto, que Él se encargaba de pagárselo muy bien, y que si ésta se negaba, me dirigiera a su servidor el P. de la Colombière; pero aceptó mi Superiora. Al presentárselo a este único amor de mi alma, me significó su gran contento, y me dijo que lo había ordenado porque quería disponer de aquello según sus designios y en favor de quien le agradase; mas que, pues su amor me había, despojado de todo, no quería tuviese otras riquezas sino las de su Corazón Sagrado.

En el instante mismo me hizo de ellas donación, mandándome escribirla con mi sangre y según su dictado. La firmé después sobre mi corazón, inscribiendo en él con un cortaplumas su sagrado nombre de Jesús. Hecho esto, me dijo que cuidaría de recompensar con el céntuplo el bien que me hicieran, como si a Él mismo lo hiciesen, ya que nada tenía yo que pretender por ello, y que quería dar a quien había escrito el testamento en su favor la misma recompensa que a Santa Clara de Montefalco, y para esto uniría a las acciones de aquélla los méritos infinitos de las suyas, y le haría por el amor de su Sagrado Corazón merecer la misma corona.

Esto fue para mí una consolación grande, pues la amaba mucho, porque nutría abundantemente mi alma con el delicioso pan de la mortificación y humillación, tan agradable al gusto de mi soberano Maestro, que por darle este placer hubiera deseado se confabulase para mi humillación todo el mundo. Dios también me concedía el favor de que jamás me faltara, pasando mi vida entera con sufrimientos en el cuerpo, ya por mis frecuentes enfermedades, ya por un continuo malestar.

Además sufría mi espíritu abandonos, descaecimientos y la vista de las ofensas de Dios, el cual, por su misericordia, me sostenía siempre, ora entre las persecuciones, contrariedades y humillaciones que me venían de las criaturas, ora entre las tentaciones suscitadas por el demonio, que me ha perseguido y atormentado mucho, y aun por mí misma, que he sido el más cruel adversario que me he visto precisada a combatir y el más difícil de vencer. En medio de cuanto acabo de referir, jamás dejaron de darme toda la ocupación y trabajo exterior que podría sobrellevar; y no era pequeño tormento para mí el creer que todos me miraban con horror y que sufrían mucho conmigo, pues tenía yo mucho que hacer para soportarme.

Todo esto me causaba una pena continua en el trato con los prójimos, y no tenía otro recurso ni remedio, sino el amor a mi propia abyección, en la cual permanecía abismada con gran motivo; pues todo, aun las menores acciones, se me convertía en humillación. Me miraban como una visionaria infatuada con sus ilusiones e imaginaciones, y entretanto no me era permitido buscar alivio ni consuelo en mis penas, pues me lo prohibía mi divino Maestro. Quería que todo lo sufriese en silencio, haciéndome tomar esta divisa:

«Sufrir todo sin queja es mi querer; Mi puro amor impídeme el temer.»

Quería que lo esperase todo de Él, y si me acontecía desear el procurarme algún consuelo, por todo alivio hacía que no encontrara sino desolación y nuevos tormentos, lo cual he mirado siempre como una de las mayores gracias que Dios me ha hecho, juntamente con la de no quitarme el tesoro de la cruz, no obstante el mal uso que de él he hecho siempre, volviéndome indigna de un bien tan excelente, por lo cual desearía derretirme de amor, reconocimiento y acción de gracias hacia mi Libertador. Entre tales sentimientos, y en medio de las delicias de la cruz, era cuando le decía: «¿Qué devolveré al Señor por los grandes beneficios que me ha hecho? ¡Oh Dios mío!, qué grande es vuestra bondad para conmigo, pues habéis tenido a bien hacerme comer en la mesa de los santos y de los mismos manjares con que los sustentáis, nutriéndome con abundancia con los alimentos deliciosos de vuestros favorecidos y amigos más fieles, a mí, que no soy sino una indigna y miserable pecadora.

» Bien sabéis, además, que sin el Santo Sacramento y la cruz no podría vivir y soportar mi largo destierro en este valle de lágrimas». Deseaba que jamás disminuyesen en él mis sufrimientos, pues cuanto más rendido estaba por ellos mi cuerpo, tanto más gozo tenía mi espíritu y libertad para ocuparse en su unión con mi Jesús paciente, no teniendo más ardiente deseo que el de llegar a ser una verdadera y perfecta copia y representación de Jesús crucificado. Me regocijaba cuando su soberana bondad empleaba multitud de obreros para trabajar a su gusto en el cumplimiento de esta obra. Mas este Soberano no se separaba de su indigna víctima, cuya debilidad e impotencia para todo lo bueno tenía bien conocidas, y me decía, alguna vez:

«Te honro mucho, mi querida hija, en servirme de instrumentos tan nobles para crucificarte. Mi Eterno Padre me entregó en manos de crueles y despiadados verdugos para crucificarme, y yo, para crucificarte, me sirvo de personas dedicadas y consagradas a mi servicio, a cuyo poder te he entregado y por cuya salvación quiero que ofrezcas cuanto te han de hacer sufrir». Lo hacía con todo mi corazón, ofreciéndome a soportar siempre todo el rigor del castigo merecido por la ofensa de Dios que pudiera haber en su conducta conmigo; aunque, a la verdad, no me parecía que se pudiera cometer injusticia alguna haciéndome padecer, no pudiendo hacerlo tanto cuanto yo merezco. Mas confieso que me deleita tanto hablar de la felicidad de sufrir, que escribiría volúmenes sobre esta materia sin poder contentar mi deseo, y mi amor propio encuentra no poca satisfacción en esta clase de discursos.

En una ocasión me manifestó mi Soberano que, quería llevarme a la soledad; no a la de un desierto, como la suya, sino a la de su Sagrado Corazón, donde quería honrarme con su trato más familiar, cual lo hace un amante con su amada, darme allí nuevas instrucciones sobre su voluntad y hacerme recobrar nuevas fuerzas para cumplirla, combatiendo valerosamente hasta la muerte, pues tenía que sostener el ataque de muchos enemigos poderosos. Por esta causa me insinuaba que, para honrar su ayuno en el desierto, debía ayunar a pan y agua cincuenta días.

Mas no habiendo querido permitírmelo la obediencia por temor a la singularidad, me dio a conocer que le sería igualmente agradable si pasaba cincuenta días sin beber en honra de la sed ardiente de la salud de los hombres que había tenido siempre su Corazón y de la que él había sufrido en el árbol de la cruz. Me fue concedido hacer esta penitencia, y me pareció ser más dura que la anterior, a causa del ardor excesivo de que estaba continuamente atormentada, por el cual hubiera necesitado beber con frecuencia grandes tazas de agua para refrescarme.

Sufrí durante este tiempo frecuentes asaltos del demonio, el cual me tentaba especialmente de desesperación, significándome que no debía pretender parte alguna en el Paraíso una criatura tan perversa como yo, pues no la tenía en el amor de Dios, del que sería privada por una eternidad; lo cual me hacía verter torrentes de lágrimas. Otras veces me atacaba por la vanagloria y después por la tentación abominable de la gula. Me hacía sentir hambres espantosas, y luego me traía representaciones de todo cuanto era capaz de contener el gusto, y esto en tiempo de mis ejercicios espirituales, causándome un tormento extraordinario. Me duraba el hambre hasta que entraba en el refectorio para tomar mi refección; allí sentía súbitamente tan grande inapetencia, que necesitaba hacerme no poca violencia para tomar un poco de alimento, y apenas me levantaba de la mesa, tornaba a comenzar el hambre con más violencia que antes.

Mi Superiora, a quien nada ocultaba de cuanto me sucedía por el temor grande, que siempre he tenido, de ser engañada, me ordenó ir a pedirle permiso para comer cuando me sintiese más apretada por el hambre. Lo hacía así; pero con extrema violencia por la grande confusión que experimentaba, y ella, en lugar de enviarme a comer, me mortificaba y humillaba poderosamente en lo mismo, diciéndome que guardase mi hambre para satisfacerla cuando fueran las otras al refectorio. Después yo permanecía en calma con mis sufrimientos. No me dejaron terminar por esta vez la penitencia en la bebida; pero después que la interrumpí por obedecer, me obligaron a comenzarla de nuevo, y pasé sin beber los cincuenta días, y asimismo pasaba luego los viernes. Siempre quedaba igualmente contenta, ya me concedieran, ya me negaran lo que pedía. Con obedecer estaba satisfecha.

No cesaba mi perseguidor de atacarme por todos lados, excepto por la impureza, en la cual le había prohibido tentarme mi divino Maestro. En una ocasión, sin embargo, me hizo sufrir penas terribles; he aquí cómo. Me dijo mi Superiora: «Id a ocupar el puesto de nuestro rey delante del Santísimo Sacramento». Estando allí, me sentí tan fuertemente atacada de abominables tentaciones de impureza, que me parecía estar en el infierno. Sostuve este penoso ataque varias horas seguidas, y me duró hasta que me levantó aquella obediencia mi Superiora, diciéndome que ya no volvería a representar la persona de nuestro rey delante del Santísimo Sacramento, sino la de una buena religiosa de la Visitación. Inmediatamente cesaron mis penas en esta materia y me encontré anegada en un diluvio de consolaciones, en las cuales me instruyó mi Soberano en cuanto deseaba de mí.

Quería que estuviese en un continuo acto de sacrificio, y para esto me dijo que aumentaría mi sensibilidad y repugnancia de tal suerte, que no haría cosa alguna sino con pena y violencia, a fin de darme materia de triunfo aun en las cosas más pequeñas e indiferentes. Puedo asegurar haberlo siempre experimentado así desde este día.

Añadió además que no habría para mí dulzura alguna sino en las amarguras del Calvario, y que me haría encontrar un martirio de sufrimiento en todo cuanto podía constituir el gozo, el placer y la felicidad temporal de los otros. Así me lo hizo experimentar de un modo muy sensible, pues cuanto puede llamarse placer se me convertía en suplicio. Porque aun en esas ligeras recreaciones, que alguna vez se nos conceden, sufría más que si estuviera con el ardor de la más violenta fiebre, y quiso, sin embargo, que procediera en todo como las demás. Esto me hacía exclamar: «Soberano bien mío, qué caro se me vende este placer».

 

El refectorio y el lecho me causaban tal pena, que la sola aproximación de la hora me obligaba a gemir y llorar. Mas los empleos y el locutorio me eran de todo punto insoportables, y jamás, que yo recuerde, fui allí sin repugnancias, que no podía vencer sino con una violencia tal, que muchas veces me obligaba a caer de rodillas para pedir a Dios la fuerza necesaria para vencerme. No me era menos penoso el escribir, no tanto porque lo hacía de rodillas, cuanto por la pena interior que me causaba el hacerlo.

La estima, las alabanzas y los aplausos me hacían sufrir más que todas las humillaciones, desprecios y afrentas a las personas más vanas y deseosas de los honores. En estas ocasiones me veía forzada a decir: «Dios mío, armad contra mí todos los furores del infierno; los prefiero a las lenguas de las criaturas armadas de vanas alabanzas, lisonjas y aplausos: vengan más bien a caer sobre mí todas las humillaciones, dolores, confusiones y contradicciones».

Me inspiraba una sed de ellas insaciable, aunque me las hacía sentir en ocasiones con tal viveza, que no podía contenerme sin dar señales exteriores, siendo para mí insoportable el verme tan poco humillada y mortificada, que no pudiese sufrir sin que de ello se apercibiesen. Todo mi consuelo era recurrir al amor de mi abyección, el cual me movía a dar gracias a mi Soberano, por hacerme aparecer tal como era, a fin de anonadarme en la estimación de las criaturas.

Quería, además, que recibiese, como venidas de su mano, todas las cosas, sin buscar ninguna; y así debía abandonar todo sin disponer de nada; darle gracias lo mismo por los sufrimientos que por los goces; pensar en las ocasiones más dolorosas y humillantes, que era merecedora de todo aquello y aun de mucho más; ofrecer mis penas por las personas que me causaban la aflicción; hablar siempre de Él con gran respeto, del prójimo con grande estima y compasión, y nunca de mí misma, o brevemente, o con desprecio, a no ser cuando para su gloria me hiciera obrar de otro modo; atribuir todo el bien y la gloria a su soberana grandeza, y a mí todo lo malo; no buscar consolación alguna fuera de Él, y aun debía, cuando me diera las consolaciones, sacrificarlas renunciando a ellas; no apegarme a nada; estar vacía y despojada de todo; no amar nada sino a Él, en Él y por Él; no mirar en todas las cosas más que a Él y los intereses de su gloria, con un olvido completo de mí misma.

Y aunque debía hacer por Él todos mis actos, quería que en cada uno de ellos hubiera siempre algo directamente para su Divino Corazón. Por ejemplo, cuando estaba en recreo, era preciso darle el suyo con los dolores, humillaciones, mortificaciones y otras cosas, las cuales Él tendría cuidado de que no me faltasen, y yo debía por este motivo recibirlas con placer; lo mismo en el refectorio, quería que le sacrificase cuanto me parecía mejor, y así en los demás ejercicios. Me prohibía además el juzgar, acusar y condenar a nadie sino a mí misma. Me enseñó otras muchas cosas, y como me admirase de su muchedumbre, me dijo que no debía abrigar ningún temor, pues Él era un buen maestro, tan poderoso para hacer ejecutar lo que enseñaba, como sabio para enseñar y dirigir con acierto. También puedo asegurar que de buen grado, o contra las repugnancias naturales, me obligaba a practicar cuanto quería.

Estando una vez (16 de junio de 1675) en presencia del Santísimo Sacramento, un día de su octava, recibí de Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo y rendirle amor por amor, me dijo:

«No puedes darme mayor prueba que la de hacer lo que ya tantas veces te he pedido». Entonces, descubriendo su Divino Corazón, me dijo: «He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y en reconocimiento no recibo de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sus sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este Sacramento de amor. Pero lo que me es aún mucho más sensible es que son corazones que me están consagrados los que así me tratan. Por esto te pido que sea dedicado el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese día y reparando su honor por medio de un respetuoso ofrecimiento, a fin de expiar las injurias que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares. Te prometo también que mi Corazón se dilatará para derramar con abundancia las influencias de su divino amor sobre los que le rindan este honor y los que procuren que le sea tributado.»

Y respondiendo que no sabía cómo poder cumplir cuanto de mí deseaba, hacía tanto tiempo, me ordenó dirigirme a su servidor, pues me le había enviado para el cumplimiento de este designio. Habiéndolo hecho así, éste me mandó escribir cuanto le había dicho en orden al Sagrado Corazón de Jesús y otras varias cosas que con él se relacionaban, para la gloria de Dios, el cual hizo que hallase suma consolación en este santo varón, ya porque me enseñó a corresponder a sus designios, ya porque me tranquilizó en medio de los grandes temores de ser engañada, que me hacían gemir sin cesar.

Al sacarle el Señor de este pueblo para emplearle en la conversión de los infieles, recibí el golpe con entera sumisión en la voluntad de aquel Dios que tanta utilidad me había proporcionado por su medio durante el corto tiempo que aquí estuvo. Y una vez que quise solamente reflexionar sobre esto, me dio inmediatamente esta reprensión: «Y qué, ¿no te basto yo, que soy tu principio y tu fin?» No me fue menester más para abandonárselo todo, pues estaba segura de que tendría cuidado de proveerme de cuanto había de necesitar.