Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(XIII)

Sagrado Corazón de Jesús

OBRAS COMPLETAS

ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (VIII)

Primeros honores tributados al Sagrado Corazón. Sufrimientos y favores

No hallaba todavía medio alguno para dar principio a la devoción al Corazón Sagrado, que era todo mi anhelo; mas he aquí la primera ocasión que para ello me proporcionó su bondad. Caía en viernes la fiesta de Santa Margarita, y pedí a mis hermanas novicias, cuya dirección tenía entonces a mi cargo, que todos los obsequios que tenían intención de hacerme para honrar mi santo, los hiciesen al Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo. Lo hicieron de buena voluntad, elevando un altarcito sobre el cual colocaron una pequeña imagen del Sagrado Corazón, dibujada a pluma en un papel, y la rendimos todos los homenajes que Él mismo nos sugirió. Esto atrajo sobre mí, y sobre ellas también, muchas humillaciones y mortificaciones, hasta acusarme de querer introducir una devoción nueva.

Todos estos sufrimientos eran para mí una grande consolación y nada temía tanto como el que llegase a ser privado de los honores el Divino Corazón. Pues cuantas cosas oía decir sobre esto eran otras tantas espadas que atravesaban el mío. Se me prohibió colocar otra vez en público imagen alguna de este Corazón Sagrado, y decían que todo cuanto podía permitírsele era tributarle algún homenaje en secreto. En mi aflicción no sabía a quién dirigirme sino a Él, que siempre levantaba mi ánimo abatido, diciéndome sin cesar: «Nada temas; yo reinaré a pesar de mis enemigos y de todos los que a ello quisieran oponerse». Me consolaron mucho estas palabras, porque sólo deseaba verle reinar.

Dejé, pues, en sus manos la defensa de su causa, mientras yo sufría en silencio. Pero se suscitaron tantas persecuciones de diversa índole, que parecía haberse desencadenado contra mí todo el infierno y que todo conspiraba para anonadarme. Confieso, sin embargo, que jamás había gozado de mayor tranquilidad interior, ni experimentado tanta alegría, como cuando me amenazaron con la prisión y quisieron hacerme comparecer ante un príncipe de la tierra, cual un juguete de burla y una visionaria enloquecida por la imaginación de sus vanas ilusiones. No lo digo para hacer creer que he sufrido mucho, sino más bien para descubrir la gran misericordia de Dios para conmigo, pues nada estimaba yo ni quería tanto como la parte que me regalaba de su cruz, la cual era para mí un manjar tan delicioso, que jamás llegué a cansarme.

Si me hubiera sido permitida la comunión frecuente, habría estado mi corazón satisfecho. Una vez que ardientemente la deseaba, se me puso delante mi Divino Maestro, cuando iba cargada con las barreduras, y me dijo: «Hija mía, he oído tus gemidos, y los deseos de tu corazón me son tan agradables, que si no hubiera instituido mi divino Sacramento de amor, le instituiría por amor tuyo, para tener el placer de alojarme en tu alma y tomar un reposo de amor en tu corazón». Tan vivo ardor penetró todo mi ser al escucharlo, que sentía mi alma completamente enajenada, y no podía explicarme sino con estas palabras: «¡Oh amor! ¡Oh exceso del amor de un Dios hacia una tan miserable criatura!» Y durante toda mi vida me ha servido este regalo de aguijón poderoso para excitarme al reconocimiento de amor tan puro.

En otra ocasión, estando en presencia del Santísimo Sacramento el día de su festividad, se presentó repentinamente delante de mí una persona, hecha toda un fuego, cuyos ardores tan vivamente me penetraron, que me parecía abrasarme con ella. El deplorable estado, en que me dio a conocer se hallaba en el Purgatorio, me hizo derramar abundantes lágrimas. Me dijo que era el religioso benedictino que me había confesado una vez y me había mandado recibir la comunión, en premio de lo cual Dios le había permitido dirigirse a mí para obtener de mí algún alivio en sus penas. Me pidió que ofreciese por él todo cuanto pudiera hacer y sufrir durante tres meses, y habiéndoselo prometido, después de haber obtenido para esto el permiso de mi Superiora, me dijo que la causa de sus grandes sufrimientos era, ante todo, porque había preferido el interés propio a la gloria divina, por demasiado apego a su reputación; lo segundo, por la falta de caridad con sus hermanos; y lo tercero, por el exceso del afecto natural que había tenido a las criaturas y de las pruebas que de él les había dado en las conferencias espirituales, lo cual desagrada mucho al Señor.

Muy difícil me sería el poder explicar cuánto tuve que sufrir en estos tres meses. Porque no me abandonaba un momento, y al lado donde él se hallaba me parecía verle hecho un fuego, y con tan vivos dolores, que me veía obligada a gemir y llorar casi continuamente. Movida de compasión mi Superiora me señaló buenas penitencias, sobre todo disciplinas, porque las penas y sufrimientos exteriores que por caridad me hacían éstas sufrir aliviaban mucho las otras interiores impuestas por la santidad de amor, como pequeño trasunto de lo que hace sufrir a estas pobres almas. Al fin de los tres meses le vi de bien diferente manera: colmado de gozo y gloria, iba a gozar de su eterna dicha y, dándome las gracias, me dijo que me protegería en la presencia de Dios. Había caído enferma; pero, cesando con el suyo mi sufrimiento, sané al punto.

Me dio a entender el Soberano que cuando quisiera abandonar una de esas almas por las cuales deseaba que yo sufriese, me haría experimentar el estado de un alma réproba, dándome a sentir la desolación en que se encuentra a la hora de la muerte. Jamás he experimentado cosa más terrible, ni tengo términos para poderlo explicar. Un día, estando sola en el trabajo, fue puesta ante mis ojos una religiosa, que aún vivía entonces, y se me dijo de una manera inteligible: «Mira, he ahí esta religiosa solamente de nombre, a la cual estoy dispuesto a lanzar de mi corazón y abandonarla a sí misma». Al instante me sentí presa de tan grande terror, que postrándome con el rostro en el suelo, permanecí largo tiempo de este modo sin poder volver en mí, y me ofrecí al mismo tiempo a la divina Justicia para sufrir cuanto fuere de su agrado, a fin de que no la abandonase.

Me pareció entonces haberse vuelto contra mí su justa cólera, y me hallé en espantosa agonía y desolación completa, pues sentía sobre mis espaldas un peso abrumador. Si quería alzar los ojos, veía a un Dios irritado conmigo y dispuesto a caer sobre mí armado de varas y azotes; por otra parte, me parecía ver el infierno abierto para devorarme; en mi interior todo estaba revuelto y en desorden; mi enemigo me asediaba por todos lados con tentaciones violentas, especialmente de desesperación, y yo huía en todos sentidos de ese Dios irritado que me perseguía, pues no hay género de tormentos al cual no me hubiera entregado para librarme de él, y no me podía ocultar a sus miradas.

Sufría una confusión espantosa creyendo que eran conocidas de todo el mundo mis penas. No podía orar ni desahogarme, sino llorando. Decía solamente: «¡Ah!, cuán terrible es caer en las manos de un Dios vivo». Y otras veces arrojándome con el rostro en la tierra, exclamaba: «Herid, Dios mío, cortad, quemad, consumid cuanto os desagrade, y no perdonéis ni mi cuerpo, ni mi vida, ni mi carne, ni mi sangre, con tal que salvéis eternamente esta alma».

Confieso que no hubiera podido durar mucho tiempo en tan doloroso estado si no me hubiera sostenido su amorosa misericordia bajo los rigores de su justicia. Así es que caí enferma, y me costó mucho el restablecerme. Con frecuencia me ha hecho mi Soberano soportar estas dolorosas disposiciones, en medio de las cuales me mostró una vez los castigos que quería ejecutar en algunas almas, y me arrojé a sus sagrados pies diciéndole: «¡Oh Salvador mío!, descargad sobre mí toda vuestra indignación, y borradme del libro de la vida antes de perder esas almas que tan caro os han costado». Y me respondió: «Pero no te aman, y no cesarán de afligirte». «—No importa, Dios mío; con tal que os amen, no quiero cesar de suplicaros que las perdonéis». «—Déjame obrar; ya no puedo sufrirlas». Y abrazándole más estrechamente aún: «No, Señor mío, no os dejaré hasta que las hayáis perdonado». Y Él me decía: «Yo accedo gustoso, si tú quieres responder por ellas.» «—Sí, Dios mío; pero nunca os pagaré sino con vuestros propios bienes, que son los tesoros de vuestro Sagrado Corazón». Con esto se dio por satisfecho.

Y otra vez, estando en la labor común de escardar lana, me retiré a un pequeño patio, próximo al tabernáculo del Santísimo Sacramento, donde trabajando arrodillada, me sentí al instante recogida por completo interior y exteriormente, y se me representó al mismo tiempo el amable Corazón de mi adorable Jesús más brillante que el sol. Estaba en medio de las llamas de su amor puro, rodeado de serafines que cantaban con admirable concierto:

«El amor triunfa; Goza el amor; Placer derrama Su Corazón.»

Me invitaron estos bienaventurados espíritus a unirme con ellos en los loores del Divino Corazón, y no me atrevía; pero de nuevo me instaron diciéndome: «Que habían venido a asociarse a mí con objeto de tributarle un homenaje continuo de amor, de adoración y de alabanza, y a este fin harían mil veces delante del Santísimo Sacramento, para que yo pudiese, por su medio, amarle sin interrupción, y ellos, a su vez, participar de mi amor, sufriendo en mi persona como yo gozaría en la suya». Escribieron, al mismo tiempo, esta Asociación en el Corazón Sagrado con letras de oro y con los caracteres indelebles del amor. Duró esto de dos a tres horas, pero he sentido sus efectos durante toda mi vida, ya por los socorros recibidos, ya por las dulzuras que había producido y producía en mí, dejándome toda llena de confusión. Al dirigirles mis plegarias, no les daba otro nombre que el de mis divinos asociados. Me inspiró esta gracia tal deseo de la pureza de intención y me hizo concebir una idea tan alta de la que se debe tener para conversar con Dios, que todas las demás me parecen impuras para este objeto. (V. la Memoria.)

Otro día estaba una de nuestras hermanas sumida en un sueño letárgico, y se había perdido la esperanza de poderla administrar los últimos Sacramentos. Tenía esto en grandísima consternación a la Comunidad, especialmente a nuestra Madre, y ésta me ordenó prometer a Nuestro Señor, para conseguirlo, todo cuanto le pluguiera darme a conocer que deseaba. No había terminado aún el cumplimiento de esta obediencia y ya el Soberano de mi alma me prometió que esta hermana no moriría sin recibir los auxilios que con razón deseábamos, si le prometía tres cosas, las cuales quería absolutamente de mí: la primera, no rechazar cargo alguno en la religión; la segunda, no rehusar ir al locutorio, y la tercera, no negarme a escribir.

A semejante petición confieso que se estremeció todo mi ser, por la grande repugnancia y aversión que para esto sentía. Respondí: «¡Oh Señor mío!, bien me atacáis por mi flaco; pero pediré permiso». Me lo concedió al momento mi Superiora, no obstante la pena que pudiera traslucirse en mí, y me hizo prometerlo en forma de voto, para que no pudiera desdecirme jamás. Mas ¡ay de mí! ¡Cuántas infidelidades no he cometido, pues no por eso me quitó la repugnancia que en ello sentía, la cual me ha durado toda la vida! Pero la hermana recibió los Sacramentos.

Para dar a conocer hasta dónde llegaba mi infidelidad en medio de todos estos favores tan grandes, diré que un día, sintiendo un deseo ardiente de recogerme para hacer ejercicios y de prepararme a ellos algunos días antes, quise, por segunda vez, grabar el santo nombre de Jesús en mi corazón. Pero lo hice de modo que abrí en él varias llagas. Habiéndoselo dicho a mi Superiora la víspera del día en que debía retirarme a la soledad, me respondió que quería mandar ponerme algún remedio, por temor de que no degenerase en algún mal peligroso. Esto me hizo quejarme a Nuestro Señor: «¡Oh mi único amor! ¿Permitiréis que otros vean el mal que me he hecho por amor vuestro? ¿No sois bastante poderoso para curarme Vos, que sois el soberano remedio de todos los males?»

En fin, movido por mi sentimiento de darlo a conocer, me prometió que al día siguiente estaría curada; y en efecto, lo hizo como me lo había prometido; pero no habiendo podido decírselo a nuestra Madre, por no haberla encontrado, me envió ésta una esquelita, en la cual me decía que enseñase mi mal a la hermana que me la daba, y ésta le aplicaría el remedio.

Como estaba curada, creí hallarme dispensada de cumplir tal obediencia hasta habérselo dicho a nuestra Madre. Fui con este objeto a buscarla, y le dije que no había hecho lo ordenado en la esquela por estar ya curada. ¡Dios mío, con qué severidad me trataron por esta falta de prontitud en la obediencia, tanto ella, como mi Soberano Maestro! Éste me relegó a estar bajo sus sagrados pies, donde permanecí cinco días próximamente, no haciendo sino llorar mi desobediencia, pidiéndole perdón con penitencias continuas. Y en cuanto a mi Superiora, me trató sin remisión en esta entrevista, como Nuestro Señor se lo inspiraba, pues me hizo perder la sagrada Comunión, lo cual era el suplicio más cruel que pudiera sufrir en la vida; hubiera preferido mil veces que se me hubiese condenado a muerte. Además, me obligó a mostrar mi mal a la hermana. Ésta, hallándole curado, nada quiso hacer; pero yo recibí en ello suma confusión.

Para mí todo esto era nada, pues no hay género de suplicio que no hubiese querido sufrir por el dolor que tenía de haber desagradado a mi Soberano. En fin, después de haberme hecho conocer cuánto le desagrada la falta más pequeña de obediencia en un alma religiosa, y sufrir la pena correspondiente, vino Él mismo en los últimos días de mi retiro a enjugar mis lágrimas y devolver a mi alma la vida.

Pero por más dulzuras y caricias con que me regaló, no terminó por eso mi pena: tenía bastante con pensar que le había desagradado para deshacerme en lágrimas. Pues con tal viveza me hizo comprender lo que era la obediencia en un alma religiosa, que confieso no haberlo aún hasta entonces comprendido. Y me dijo que, en castigo de mi falta, el sagrado Nombre, cuya inscripción tanto me había costado en memoria de mis sufrimientos al tomar el nombre de Jesús, no sería ya visible, como ni tampoco los precedentes, los cuales aparecían antes muy bien marcados de diferentes maneras. Puedo decir que hice un retiro de dolor.

Eran tan continuas mis enfermedades, que no se pasaban cuatro días seguidos sin estar enferma. Una vez estaba muy mal, y casi no se me entendía lo que hablaba; vino a verme nuestra Madre a la mañana y me entregó un billete, ordenándome se hiciera su contenido, a saber: tenía necesidad de asegurarse de si procedía del Espíritu de Dios todo cuanto por mí pasaba, y si era así, me diera el Señor perfecta salud durante cinco meses, sin tener necesidad de alivio alguno en todo ese tiempo. Pero que si venía, por el contrario, del espíritu del demonio o de mi naturaleza, permaneciera siempre en el mismo estado. No se puede explicar lo que me hizo sufrir este billete, tanto más cuanto que me había sido manifestado su contenido antes de leer.

Me hicieron salir de la enfermería con palabras tales como Nuestro Señor se las inspiraba para hacerlas más sensibles y mortificativas a la naturaleza. Presenté el billete a mi Soberano, el cual no ignoraba su contenido, y me respondió: «Te aseguro, hija mía, que para prueba del buen espíritu que te guía, hubiera concedido a tu Superiora tantos años de tu salud como meses me ha pedido, y además, todas cuantas seguridades hubiera querido pedirme». Y en el instante de la elevación del Santísimo Sacramento, sentí, pero de un modo muy perceptible, que me quitaron todas mis enfermedades, como si se me despojara de un hábito, el cual quedase, por otra parte, suspendido. Y me encontré con la fuerza y salud de una persona muy robusta que por largo tiempo no hubiera estado enferma. Pasé así el tiempo deseado, después del cual se me volvió al estado precedente.