Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(XIV)

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ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

AUTOBIOGRAFÍA (IX)

Últimos años de Margarita

En una ocasión, estando con fiebre, me hizo salir mi Superiora de la enfermería para hacer los ejercicios, pues era mi turno, y me dijo: «Id; os entrego al cuidado de Nuestro Señor Jesucristo. Que Él os dirija, gobierne y cure según su voluntad». Ahora bien; aunque me sorprendió esto un poco, porque en aquel momento estaba temblorosa por la fiebre, me fui, sin embargo, muy contenta de practicar esta obediencia, ya por tener ocasión de sufrir por su amor, siéndome indiferente la manera que tendría Él de tratarme en mi retiro, ya me hiciera sufrir o gozar.

«Todo me viene bien, decía; con tal que Él esté contento y yo le ame, me basta».

Mas apenas me hallé encerrada con Él solo y postrada en tierra, enteramente transida de dolor y de frío, se me presentó delante, me hizo levantar, y prodigándome mil caricias me dijo: «En fin, hete ahí toda mía y toda a mi cuidado; por esto quiero devolverte sana a los que te han puesto en mis manos enferma». Y me restituyó una salud tan completa, que no parecía haber estado mala, de lo cual se admiraron mucho, especialmente mi Superiora, que sabía todo lo sucedido.

Jamás he pasado los ejercicios entre tanto gozo y delicias: me creía en un paraíso, por los continuos favores, caricias y trato familiar con mi Señor Jesucristo, su Santísima Madre, mi santo Ángel y mi bienaventurado Padre San Francisco de Sales. No especificaré aquí, a causa de su extensión, los pormenores de las singulares gracias en ellos recibidas. Solamente diré que mi amable Director, para consolarme por el sentimiento que yo había mostrado al ver borrarse de mi corazón su sagrado y adorable Nombre, después de haberlo grabado en él con tantos dolores, quiso Él mismo, con el sello y el buril enteramente inflamado de su puro amor, imprimirlo dentro y escribirlo fuera; pero de un modo que me produjo mil veces más gozo y consuelo que dolor y aflicción me había causado el otro.

Sólo me faltaba la cruz, sin la cual no podía vivir, ni gustar de placer alguno, ni aun celestial y divino, porque no tenía más delicias que las de verme semejante a mi pacientísimo Jesús. No pensaba, por lo tanto, sino en ejercer sobre mi cuerpo todos los rigores que la libertad, en que se me había dejado, me permitía. Y en efecto, se los hice bien experimentar, tanto por las penitencias como por el método de vida y de reposo. Me había formado de cascos de vasijas rotas un lecho, en el cual me acostaba con sumo placer, y aunque la naturaleza gimiese, era en vano, porque no la escuchaba.

Quería hacer cierta penitencia que, por lo rigurosa, excitaba en mí un vehemente deseo de ejecutarla, pensando por este medio poder vengar en mí las injurias que recibe Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, ya de mí, pecadora miserable, ya de todos aquellos que en él le deshonran. Pero mi Soberano Maestro, estando ya para ejecutar mi designio, me prohibió pasar adelante, diciéndome que quería entregarme sana a mi Superiora, quien me había confiado y remitido a sus cuidados, y así le agradaría más el sacrificio de mi deseo que la ejecución misma, porque siendo espíritu, quería sacrificios del espíritu. Quedé contenta y sumisa.

Yendo una mañana a comulgar, me pareció la sagrada Hostia resplandeciente como un sol, cuyo brillo podía soportar, y en medio de ella vi a Nuestro Señor con una corona de espinas, la cual, poco después de haberle recibido, puso sobre mi cabeza, diciéndome: «Recibe, hija mía, esta corona en prenda de la que muy pronto te será dada para tu conformidad conmigo». No comprendí entonces lo que esto significaba; pero muy pronto lo supe por los efectos inmediatos, a saber: dos terribles golpes que recibí en la cabeza, de tal suerte, que me pareció tener, desde entonces, todo el circuito de la misma rodeado de agudísimas espinas de dolor, cuyas picaduras no terminarán sino con mi vida, de lo cual doy infinitas gracias a Dios, que tan señalados favores ha hecho a su miserable víctima. Mas, ¡ay de mí!, como lo repito con frecuencia, las víctimas deben ser inocentes, y yo no soy sino una criminal.

Confieso que me reconozco más obligada a mi Soberano por esta corona preciosa que si me hubiera regalado todas las diademas de los más grandes monarcas del mundo; tanto más, que nadie puede robármela, y me pone no pocas veces en la feliz necesidad de velar y entretenerme con este único objeto de mi amor. No pudiendo apoyar mi cabeza sobre la almohada, a imitación de mi Divino Maestro, que no podía reclinar la suya adorable sobre el lecho de la cruz, experimento gozos y consolaciones inconcebibles viendo en mí alguna conformidad con Él. Y por este dolor quería que pidiese a Dios, su Padre, por el mérito de su coronación de espinas, a la cual uniese yo la mía, la conversión de los pecadores y la humildad para los orgullosos, cuya soberbia le era tan desagradable e injuriosa.

Una vez, hacia el tiempo de Carnaval, es decir, como unas cinco semanas antes del Miércoles de Ceniza, Él se me presentó después de comulgar, bajo la figura de un Ecce homo, cargado con su cruz, todo cubierto de llagas y contusiones y brotando de todo su cuerpo su sangre adorable. Con una voz dolorosamente triste, decía: «¿No habrá nadie que tenga piedad de mí y quiera compadecerse y tomar parte en mi dolor, viendo el lastimoso estado en que me ponen los pecadores, sobre todo en este tiempo?» Postrándome a sus sagrados pies, me ofrecí a Él con lágrimas y suspiros. Cargó sobre mis espaldas aquella pesada cruz, erizada toda de puntas de clavos, y sintiéndome agobiada bajo su peso, comencé a comprender mejor la gravedad y malicia del pecado, al cual detestaba tan vivamente en mi corazón, que hubiera preferido mil veces precipitarme en el infierno a cometer voluntariamente uno solo. «¡Maldito pecado –dije–: cuán detestable eres, por la injuria que haces a mi soberano Bien!» Éste me dio a conocer que no bastaba llevar aquella cruz, sino que era preciso estar enclavada con Él, para hacerle fiel compañía, participando de sus dolores, desprecios, oprobios y otras injurias que sufría.

Me puse inmediatamente en sus manos para todo cuanto deseara hacer de mí y por mí, dejándome enclavar a su gusto con una enfermedad que bien pronto me hizo sentir las agudas puntas de los clavos con que estaba erizada esta cruz, y con agudísimos dolores, en los cuales no recibía otra señal de compasión sino desprecios, humillaciones y otras cosas penosísimas a la naturaleza. Pero, ¡miserable de mí!, ¿qué podría sufrir yo que pudiera igualar a la grandeza de mis crímenes, los cuales me tienen continuamente sumida en un abismo de confusión, desde que mi Dios me hizo ver la horrible figura de un alma en pecado mortal y la gravedad de la culpa, que, por ir contra una bondad infinitamente amable, le es en extremo injuriosa?

Esta vista me ha hecho sufrir más que todas las otras penas, y hubiese preferido con todo mi corazón haber comenzado a sufrir todas las merecidas por cuantos pecados he cometido para que me hubiesen servido de preservativo y me hubiesen impedido cometerlos antes de haber llegado a tan miserable extremo, y esto aun cuando estuviera segura de que Dios, por su infinita bondad, me perdonaría sin entregarme a tales penas.

El estado de sufrimiento, del cual he hablado más arriba, me duraba, ordinariamente, todo aquel tiempo de Carnaval, hasta el Miércoles de Ceniza. Parecía que me hallaba reducida al extremo, sin poder encontrar consolación alguna, ni alivio que no aumentase todavía más mis tormentos; y luego me sentía súbitamente con bastante fuerza y vigor para el ayuno de Cuaresma. Siempre me ha concedido mi Soberano el favor de poderlo hacer, y aunque me hallase alguna vez rendida por tantos dolores, que con frecuencia creía, al comenzar un ejercicio, que no podría sostenerme hasta concluirlo, sin embargo, después de concluido uno, comenzaba otro con las mismas penas, diciendo: «Dios mío, concededme la gracia de poder llegar hasta el fin». Y daba gracias a mi Soberano, porque medía así mis instantes por el reloj de sus sufrimientos para regular todas las horas con las ruedas de sus dolores.

Cuando quería favorecerme con alguna nueva cruz, me disponía para ello con abundancia de caricias y consolaciones espirituales tan grandes, que me hubiera sido imposible sobrellevarlas si hubieran continuado. En esta ocasión le decía:

«Único amor mío, os sacrifico todos esos placeres. Guardadlos para las almas santas, las cuales os glorificarán más que yo; yo no quiero sino a Vos solo, eternamente desnudo sobre la cruz, donde deseo amaros a Vos solo por amor de Vos mismo. Quitadme, pues, todo lo demás, para que os ame sin mezcla de interés ni de placer».

Y sucedía a veces en estas circunstancias que, como sabio y experimentado Director, se complacía en contrariar mis deseos, haciéndome gozar cuando hubiera querido sufrir. Pero confieso que, lo uno y lo otro, venían de Él y que cuantos favores me ha hecho han sido por pura misericordia suya, pues jamás criatura humana alguna le ha opuesto tanta resistencia como yo, sea por mis infidelidades, sea por el temor que tenía de ser engañada. Y cien veces me he admirado de que, en vista de tanta resistencia, no me anonadase o hundiese en el abismo.

Mas por grandes que sean mis faltas, jamás me priva de su presencia este único amor de mi alma, como me lo ha prometido.

Pero me la hace tan terrible cuando le disgusto en alguna cosa, que no hay tormento que no me fuera más dulce y al cual no me sacrificara mil veces antes que soportar esta divina presencia y aparecer delante de la santidad de Dios teniendo el alma manchada con algún pecado.

En esas ocasiones bien hubiera querido esconderme y alejarme de ella, si hubiese podido; mas todos mis esfuerzos eran inútiles, hallando en todas partes esa santidad de que huía, con tan espantosos tormentos que me figuraba estar en el Purgatorio, porque todo sufría en mí sin ningún consuelo, ni deseo de buscarle.

Esto me obligaba a exclamar, a veces, en medio de mi dolorosa amargura: «¡Oh, cuán terrible es caer en las manos de un Dios vivo!»

He ahí la manera que Él tenía de purificarme de mis faltas, cuando no era yo bastante pronta y fiel en castigarme por ellas. Y nunca recibía gracia alguna particular de su bondad que no fuese precedida de esta clase de tormentos y sin sentirme, después de haberla recibido, arrojada y abismada en un purgatorio de humillación y confusión, donde sufría más de lo que puedo expresar.

Mas siempre conservaba una tranquilidad inalterable, pareciéndome que nada podría turbar la paz de mi alma, aunque estuviese frecuentemente agitada la parte inferior, ora por mis pasiones, ora por mi enemigo, quien hacía todos sus esfuerzos para conseguirlo, pues no hay cosa alguna sobre la cual tenga más poder, y en la que gane tanto, como en un alma turbada e inquieta; la hace su juguete y la vuelve incapaz de bien alguno.