Vida y obras de Santa Margarita Mª de Alacoque(XVI)

Sagrado Corazón de Jesús

OBRAS COMPLETAS

ESCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

MEMORIA ESCRITA POR ORDEN DE LA MADRE DE SAUMAISE(II)

Asiduidad de la Santa ante el Santísimo Sacramento. — Como todo mi consuelo lo tengo en el Santísimo Sacramento, pasaba en su presencia todo el tiempo libre. Nuestro Señor me instaba tanto para que fuese a encontrarle allí, que cuando resistía me era muy difícil explicar lo acerbo de mis padecimientos, los cuales se recrudecían cuando me era forzoso ausentarme de allí, obligada por la obediencia que me llamaba a otra parte.

Tan vivo era mi dolor, que parecía me arrancaban el corazón. Al salir de la oración decía: «Oh Jesús mío, ya no puedo permanecer en vuestra presencia; preferiría la muerte antes que separarme de Vos por el pecado. Venid conmigo para santificar cuanto haga, puesto que todo lo haré por Vos». Y le estrechaba contra mi corazón como Él me había enseñado a hacerlo para estar contenta en todas partes.

Me dijeron un día que era una singularidad estar en el coro más tiempo que las demás [y aparecer más devota que las otras]. Resolví quedarme en la celda, mas no tuve valor para hacerlo. Después de haberme resistido algún tiempo, me vi obligada a dejar lo que tenía entre mis manos para ir con Él, que me llamaba. Y al ir me dijo Él con voz irritada: «Sábete que si te retiras de mi presencia, te lo haré sentir de veras y a todas las que sean causa de ello. Yo les ocultaré mi presencia y no me hallarán cuando me busquen». Resolví al momento no preocuparme más de lo que dijeran.

Tiene que desagraviar a Nuestro Señor por una persona que le recibe mal dispuesta. — Un día, mientras me preparaba para comulgar, oí una voz que me decía: «Mira, hija mía, el maltrato que me da esa alma que acaba de recibirme. Ha renovado todos los dolores de mi Pasión». Poseída yo de temor y de valor, me arrojé a sus pies para regarlos con lágrimas que no podía contener y le dije:

«Señor mío y Dios mío, si sirve mi vida para reparar esas injurias, aunque las que recibís de mí sean mil veces mayores, heme aquí, soy vuestra esclava, haced de mí cuanto os plazca».

«Quiero –me replicó Jesucristo– que cuantas veces te dé a conocer el maltrato que recibo de esa alma, te postres tú al recibirme a mis pies para desagraviar mi amor; ofrecerás a este fin a mi eterno Padre el sacrificio sangriento en la Cruz, así como todo su ser, para rendir homenaje al mío y reparar los ultrajes que recibo en ese corazón». Muy sorprendida quedé al oír decir semejantes palabras de un alma que se acaba de lavar con la sangre preciosa de Jesucristo.

Pero oí de nuevo la misma voz que me decía: «No es que esté actualmente en pecado esa alma, pero sí aficionada a él; esta afición no ha salido de su corazón, lo cual aborrezco más que el acto mismo de pecar, porque esto es aplicar mi sangre a una carroña. Pues cierto es que la afición al mal es la raíz de toda corrupción, incapaz por lo mismo de producir ningún fruto bueno». Mucho sufrí al oír estas palabras y pedía sin cesar misericordia a Nuestro Señor, hasta que me dijo un día de Pascua, después de haberle recibido: «He oído tus gemidos y he inclinado mi misericordia sobre esa alma». Mucho me consolé con esto.

Lleva el peso de la santidad de justicia por un alma a quien Nuestro Señor estaba ya para herir. — Al salir de la oración, para ir a cortar el pan (era Margarita refitolera) de las esposas de mi Amado, me seguía Él con una pesada carga que quería poner sobre mis hombros y bajo cuyo peso habría ciertamente sucumbido si no fuera Él mi fortaleza, y me dijo: «¿Quieres soportar el peso de mi santidad de justicia que esto y dispuesto a descargar sobre esa religiosa?», y me la mostró. Me arrojé en el acto a sus pies, y le dije: «Consumidme hasta la médula de los huesos antes que perder a esa alma que tanta sangre os ha costado… No perdonéis mi vida, la sacrifico a vuestros intereses».

Me levanté del suelo cargada con un peso tan abrumador, que apenas podía arrastrarme, y me sentí abrasada de un fuego tan ardiente, que me penetraba hasta la médula de los huesos. Tuve que dar con mi cuerpo en cama y sólo Dios sabe lo que entonces sufrí. Eran grandes mis males y se acrecentaban con los remedios que me daban y con el excesivo cuidado que de mí tenían. Por mi parte, hubiera deseado yo verme abandonada de todas las criaturas para ser semejante a mi amor crucificado.

Grandes ansias de la Sagrada Eucaristía y temor de ser indigna de recibirla. — Sentía tan grandes ansias de recibirle que, no sabiendo qué hacerme, me desahogaba con las lágrimas de mis ojos. Sólo servía esto para, aumentar mi pena, que con frecuencia me la representaba el mismo Jesús, que era quien la causaba. Era semejante a la de las pobres almas del purgatorio que sufren la privación del soberano Bien.

No obstante aquel gran deseo de comulgar que me consumía, mi Divino Maestro me hacía ver lo indigna que era de albergarle en mi corazón. Nueva pena para mí tan intensa, como la anterior, que me impelía, a acercarme a Él. El temor de recibirle indignamente me hacía olvidar mis propios intereses en aras de los intereses de la gloria de mi Señor, y éstos me obligaban a desear mil veces verme humillada a los pies de Lucifer antes que servirle de templo en el que fuera deshonrado. Continuamente me atormentaban estos dos sufrimientos, y me veía obligada a pedir con frecuencia permiso para retirarme de la sagrada mesa, a pesar del hambre ardiente que me devoraba.

Cuando me sentía tan perpleja, antes de ir a hablar con nuestra Madre, me dirigía a mi Divino Maestro y le rogaba manifestase a mi guía su voluntad para que me ordenase lo que debía hacer. Cuando iba después a pedir licencia a mi Superiora para no acercarme a la sagrada mesa, ella, muy lejos de concedérmela, tan duramente me rechazaba y tanto me confundía echándome en cara mi poco amor de Dios, que me retiraba yo toda avergonzada y sumisa a lo que de mí quisiera.

Nuestro Señor la cura para que pueda ir a comulgar. Pero la obligan a quedarse en la enfermería. — Algunas veces, mi Divino Maestro velaba el cuadro de mis miserias para descubrirme el de su amor; y entonces hubiera deseado que me permitiese recibirle en la sagrada Comunión, aunque para ello hubiera tenido que andar con los pies descalzos por un camino de llamas. Semejante dolor hubiera sido muy poca cosa comparado con el que me causaba aquella privación.

Uno de los días de la larga enfermedad que me aquejó, me sentí muy impulsada a ir al coro para comulgar. Me parecía que nunca se acabaría la noche. Mas como no podía sostenerme en pie, comprendí que era pretender lo imposible, si Aquél mismo que me atraía no me daba fuerza. En efecto, no tardó en socorrerme. Me pareció que, tocándome con la mano, me decía: «¿Qué temes, hija de poca fe?; levántate y ven a buscarme». Tan confortada me sentí con estas palabras que creí que había desaparecido todo mal.

Me levanté contra el parecer de la enfermera; ésta me hizo acostar de nuevo a pesar de la seguridad que le di de hallarme bien, y nuestra Madre me reprendió por el apego que tenía a mi propia voluntad. Nada le dije del motivo que me había impulsado a levantarme, temerosa de que fuese una imaginación mía y ella la tomara como cosa cierta.

Nuestro Señor quiere que honre el misterio de la Encarnación. — En un día de la Anunciación, una de las gracias que recibí de Nuestro Señor durante la oración fue darme a conocer que debía honrar sus abatimientos con veinticuatro Verbum caro, para honrar las horas que permaneció en el seno virginal de su santísima Madre, y me prometió que todos los que fueran fieles a esta práctica no morirían sin recibir los frutos de su Encarnación por medio de los santos Sacramentos.

Le espanta la Comunión indigna. — Me preguntó una vez, después de recibir la sagrada Comunión: «Hija mía, ¿qué preferirías: recibirme indignamente y que después te diera mi paraíso, o bien privarte de la Comunión por verme más glorificado y que después de esta privación estuviese el infierno dispuesto para tragarte?» El amor hizo al instante su elección y respondió, diciendo con el mayor ardor de mi corazón: «Oh Señor mío, abrid esos abismos y veréis que el deseo de glorificaros me precipitará muy pronto en ellos».

Tan grande era la pena que sentía de que este Pan de vida fuese comido indignamente, sobre todo desde que me dio a conocer el mal trato que recibía de un alma, donde le vi como atado, pisoteado y despreciado, mientras con triste voz me decía: «¡Mira cómo me tratan los pecadores!» Otra vez me mostró en qué postura estaba en un corazón que se resistía a su amor. Tapados los sagrados oídos con las manos y cerrados los ojos, protestaba: «No escucharé lo que me dice ni miraré su miseria, para que no se conmueva mi Corazón y quede insensible para él, como el suyo está insensible para mí».

El libro de la vida. — Estaba cierto día haciendo la lectura para prepararme a la

junta después de vísperas, y se presentó delante de mí mi Amado y me dijo:

«Quiero hacerte leer en el libro de la vida, donde se contiene la ciencia del amor». Y descubriéndome su sagrado Corazón me hizo leer en él estas palabras: «Mi amor reina en el sufrimiento, triunfa en la humildad y se goza en la unidad». Tan vivamente se imprimió esta lección en mi espíritu, que jamás la he podido olvidar.

Amenazas contra el «pueblo escogido». — Otra vez se me presentó cubierto de llagas, con el cuerpo todo ensangrentado, el Corazón desgarrado de dolor, y como muy cansado. Me postré a sus pies, poseída de temor y sin atreverme a decir nada, y Él me dijo:

«Mira a qué estado me reduce mi pueblo escogido; el que había yo destinado para aplacar mi justicia me persigue secretamente. Si no se enmienda, le castigaré con severidad. Retiraré a los justos e inmolaré a los demás a mi justa cólera que se armará contra ellos». No me es posible decir lo que esto me hizo sufrir. Le puse delante su amor paciente, una sola de cuyas miradas era capaz de calmar su enojo.

El «jardín delicioso». Margarita escoge el ramillete de mirra. — Me hallaba yo en otra ocasión en una dolorosa agonía, cuando me favoreció el Señor con su visita y me dijo: «Entra, hija mía, en este jardín delicioso, para reanimar tu alma lánguida». Vi que el jardín era su sagrado Corazón, en el cual la diversidad de las flores era tan amable, cuanto admirable era su hermosura.

Después de haberlas contemplado sin osar tocarlas, me dijo: «Ya puedes coger las que quieras». Me arrojé a sus pies y le repliqué: «¡Oh divino amor mío!, no quiero otras flores que a Vos mismo, que sois para mí un ramillete de mirra que quiero llevar continuamente entre los brazos de mis afectos. — Has escogido bien

–repuso–, porque todas las demás flores son pasajeras y no pueden durar largo tiempo en esta vida mortal sin marchitarse. Sólo la mirra que has escogido puede conservar su belleza y su olor, y esta vida presente es su estación; no se da en la eternidad, allí muda de nombre».

Es preciso recibir la cruz con agrado. — No sé cómo una esposa de Jesús crucificado puede dejar de amar la cruz, huir de ella y aun despreciarla, puesto que al proceder así huye de Aquél que la llevó por nuestro amor y aun la hizo objeto de sus delicias. No podemos amarle a Él sino en cuanto amemos su cruz.

Me dio a conocer que todas las veces que al encontrarme con la cruz, la pusiese por amor en mi corazón, otras tantas le recibiría a Él y sentiría en mi corazón su presencia y me acompañaría a todas partes. Éste es el verdadero carácter de su amor. Tuve esta visión después de comulgar.

Nuestro Señor no quiere que sea Margarita piedra de escándalo. — Nada me parece tan horrible en la Casa de Dios como una religiosa voluntariosa. Para aumento de penas me ordenó Nuestro Señor que dijese a mi Superiora que no debía yo tener otras singularidades que los sufrimientos; que no quería Él que fuese piedra de escándalo y que los que tropezasen en ella se herirían vivamente y la herida sería muy doloroso. «No por tu causa –añadió la voz–, sino a causa de mi espíritu que habita en ti».

Su corazón ha de ser como la lámpara del santuario. — Pedía en cierta ocasión a Nuestro Señor que nunca saliese mi corazón de su presencia, y un día me dijo al hacer la genuflexión: «Te vas, pues, sin corazón, porque el tuyo no volverá a salir de aquí; lo llenaré con un bálsamo precioso que mantendrá sin cesar en él el fuego de mi amor. La buena voluntad será la mecha que no se consume nunca. Todo cuanto puedas hacer y sufrir con mi gracia, debes meterlo en mi corazón para que se con vierta en este bálsamo que será el aceite de la lámpara, a fin de que todo se consuma allí en el fuego de mi puro amor».

Procuraba yo hacer lo que me había enseñado. «Hija mía –me dijo–, tanto me complazco en ver tu corazón, que quiero ponerme yo mismo en su lugar y servirte de corazón». Se hizo esto de un modo tan sensible, que no me fue posible dudar del hecho. Me dio desde entonces su bondad tan franca entrada a su grandeza, que no me es dado explicarlo. «¿Has perdido acaso en el cambio que has hecho conmigo dándomelo todo? –me dijo Nuestro Señor–. Cuida tú de llenar la lámpara y yo encenderé el fuego».

La corona de la Santísima Virgen. — He sentido vivamente los efectos de la protección de la Santísima Virgen. El día de su triunfante Asunción me hizo ver una corona que se había formado con todas sus santas hijas, que iba [bajo su protección y] en su seguimiento, diciéndome que quería presentarse adornada con ellas ante la Santísima Trinidad. Pero me añadió también que había sentido gran tristeza porque, queriendo separar de la tierra las flores con que había adornado su cabeza, se encontraron apegadas a ella, quedándole sólo quince, cinco de las cuales fueron recibidas para esposas de su Hijo.

Me dio a entender con esto cuánto importa el que un alma religiosa esté desprendida de todo y aun de sí misma para que su conversación esté en el Cielo.

El Sagrado Corazón, manantial de agua viva. — En otra ocasión me mostró la Santísima Virgen al Sagrado Corazón de Jesús como un manantial de agua viva, en donde había cinco caños por los cuales corría gustosamente hacia cinco corazones de esta comunidad, por Él escogidos para llenarlos con aquella divina abundancia. Había otros cinco debajo que recibían también mucha, pero que por su culpa dejaban escapar aquella agua preciosa.

Se me mostraron otra vez cinco corazones que su Corazón amoroso estaba dispuesto a rechazar porque ya no podía mirarlos sino con horror. Lejos de desear saber yo quiénes eran, pedí por el contrario no saber nada. No podía menos ante semejante cuadro de derramar abundantes lágrimas y clamar: «Bien podéis, Dios mío, destruirme y anonadarme, pero no os dejaré hasta que me hayáis concedido la conversión de esos corazones». Mucho tuve que sufrir, sin embargo, antes de conseguirlo. No es más horrible el infierno que un alma privada de amor. (Véase Fragmentos, V.)

Nuestro Señor sufre violencia en la Eucaristía. — Una vez que iba acompañando yo al Santísimo Sacramento que llevaban a una enferma, vi que esta infinita Bondad se volvía al lado opuesto adonde le llevaban, mientras decía al que le llevaba en sus manos: ¡No me forcéis más; me están violentando! ¡Ah!, cuánto hubiera deseado yo que todos los presentes oyeran aquella penetrante voz:

¡cómo se hubieran conmovido! A mí me hizo derramar muchas lágrimas. Entonces se me presentó Jesús y me dijo: «Déjame descansar en tu corazón para consolarme de la violencia que he querido sufrir por mi amor».

Participa en el misterio de la Crucifixión. — Un día sentí en la oración un vehemente deseo de sufrir algo por Dios, al considerarle en el árbol de la Cruz, mientras Él me tenía fuertemente abrazada, y me dijo con amor: «Recibe, hija mía, la cruz que te doy y plántala en tu corazón; tenla siempre delante de tus ojos y llévala entre tus brazos. Los más rigurosos tormentos que te causará serán desconocidos y continuos: un hambre insaciable, una sed que no podrás apagar y un ardor que no hallará refrigerio».

Como no acertaba yo a comprender estas palabras, le supliqué: «Dadme, Dios mío, a entender qué queréis que haga». «Tenerla dentro de tu corazón quiere decir que es preciso que todo en él esté crucificado; tenerla delante de tus ojos, que has de estar crucificada en todas las cosas; y llevarla entre tus brazos, que debes abrazarla amorosamente cuantas veces se te presente, por ser la prenda más preciada de mi amor que puedo darte en esta vida. Esa hambre continua de sufrimientos será para honrar la que tenía yo de sufrir para glorificar a mi eterno Padre. La sed, sed de mí y de la salvación de las almas, en memoria de la que padecí yo en el árbol de la cruz».

Práctica piadosa para los viernes en honor de la Pasión. — Un viernes sentí durante la Santa Misa ardiente deseo de honrar los padecimientos de mi Esposo crucificado. Me respondió Él amorosamente que deseaba que todos los viernes viniera a adorarle treinta veces sobre la cruz, que es el trono de su misericordia; que me postrara humildemente a sus pies y procurara estar allí haciendo míos los afectos de la Santísima Virgen durante la Pasión y ofreciéndolos al eterno Padre, junto con los sufrimientos de su divino Hijo, para pedirle la conversión de todos los corazones endurecidos e infieles que se resisten a las inspiraciones de la gracia.

Añadió que se manifestaría propicio en la hora de la muerte a los que practiquen esto fielmente.

Unirse a las disposiciones de la Santísima Virgen, en la Misa, en la Comunión y en la oración. — En otra ocasión me enseñó tres disposiciones que debía llevar a tres de mis principales ejercicios espirituales. El primero, la Santa Misa que debía oír con las mismas disposiciones que tenía la Santísima Virgen al pie de la cruz, rogándole en calidad de esclava suya que nos obtenga alguna participación en los méritos del sacrificio, pasión y muerte de su divino Hijo y pidiéndole la misma gracia en las estaciones que haga al pie de la cruz. En la sagrada comunión debo pedir las disposiciones que tenía en el momento de la Encarnación, procurando, por medio de su intercesión, penetrarme de ellas lo más posible, diciendo en unión suya: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra». Y en la oración debo ofrecer las disposiciones que tenía la Santísima Virgen cuando fue presentada en el templo.

San Francisco de Sales visita los monasterios de la Visitación. Santa Chantal reprende las faltas que en ellas se cometen e indica que el remedio está en el Sagrado Corazón de Jesús. — Estando en presencia del Santísimo Sacramento, el día de San Francisco de Sales (año 1687), me pareció que este bienaventurado Padre, acompañado de nuestra digna M. Chantal, me decía distintamente: «Dios me ha mandado visitar todos los monasterios del Instituto, diciéndome que todas aquellas religiosas a quienes reconozca yo por mis verdaderas hijas, serán recibidas por Él como legítimas esposas.

» Para cumplir esta orden no he hecho más que visitar los corazones de las superioras, en los cuales deben estar encerrados todos los de las Hijas de la Visitación. Buenas o malas, las Superioras representan la persona de Jesucristo y todas las que se separen de ellas se apartarán igualmente de Él. Hay una Comunidad que me ha causado mucha alegría por no haber encontrado en ella más que tres, y en otra cinco, que no hayan sido contadas en el número de mis hijas. Otra Comunidad, en cambio, me proporciona gran dolor, pues no he podido reconocer como mías a la tercera parte.»

La digna M. Chantal dijo, por su parte, que todo el mal procedía de la falta de sencillez, pues habían decaído en la práctica de esta virtud y que los muros que se apartan de sus cimientos caen pronto por tierra. «¡Me llegaba tan al alma – añadió nuestra Madre–, cuando aun vivía entre ellas, ver a una hija de la Visitación faltar a la sencillez! Hubiera sentido menos que me dieran una puñalada en el corazón … Que haga cada Superiora cuanto esté de su parte por restablecer esta querida virtud y también la humildad. Y si no se nota pronto la enmienda, Dios la visitará severamente».

Rogué a nuestra Fundadora que me diese a conocer en qué se falta más particularmente: «Es –me dijo– que se dicen las culpas con disimulo, de donde resulta que se acusan injustamente. Cada cual se justifica acusando a las demás; y, en una palabra, buscan la propia gloria y no la de Dios. Las que así proceden se hacen objeto de las burlas del demonio, quien después de llenarlas del viento de la propia estima, las mira como vasos vacíos, buenos sólo para servirle de juguete. La curiosidad causa también gran perjuicio, porque la religiosa que anda indagando curiosamente los defectos de las demás, cae en la ceguera de Dios y de sí misma».

Terminó por fin esta digna Madre con las palabras siguientes: «Las verdaderas Hijas de la Visitación no deben regocijarse más que en la Cruz, ni gloriarse más que en las humillaciones, puesto que sólo por la Cruz han de alcanzar victoria. Hay que cortar a cercén toda pretensión de hacer más o menos [que lo que prescriben nuestras Reglas]. El medio más eficaz que tenemos para levantarnos de nuestras caídas es el Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo, y nuestro santo Fundador lo ha obtenido para nuestro Instituto, para que no sucumba bajo las astucias de un espíritu extraño, lleno de orgullo y ambición, que sólo pretende renegar del espíritu de humildad y sencillez que es el fundamento de este edificio. Satanás está empeñado en derribarlo, mas no lo conseguirá, teniendo como tiene a este Sagrado Corazón por defensor y por sostén».

Respuesta para una persona que había encomendado un asunto a las oraciones de la Santa. — Sucedió una vez, que me ordenaron que rogase por una intención que no me especificaron. Me hallaba yo en la oración, sin pensar en semejante cosa; y mi Dios, que me tenía íntimamente unida a sí, hizo un gran silencio en mi interior para hacerme oír su voz divina y comenzar a poner en práctica la promesa que me había hecho de cuidar de cuanto encomendasen a mis indignas oraciones.

Así, pues, después de haberme dado a conocer su voluntad sobre otro asunto, añadió en seguida que debía decir a la persona que me había encomendado éste, que no se preocupara; que su mano liberalísima recompensaría todo el celo que ella tenía por la gloria de su santísimo nombre; que perseverase en este celo y lo aumentase, porque no se le negaría su gracia, que debía recibir como venida de la mano de Dios y no de las criaturas; que, en fin, si miraba a éstas y dejaba cundiese el espíritu humano, pronto se metería la ambición, retiraría Dios entonces su gracia, su auxilio, y muy pronto correría el riesgo de perderse.

Nuestro Señor le da como «guardián fiel» a un espíritu celestial que la asiste continuamente. — Después de haber pasado algún tiempo en medio de grandes sufrimientos, vino Nuestro Señor a consolarme: «Hija mía –me dijo– no te aflijas, pues quiero darte un custodio fiel que te acompañe a todas partes y te asista en todas tus necesidades exteriores e interiores, impidiendo que tu enemigo se aproveche de las faltas en que crea que te ha hecho caer por sus sugestiones, las cuales se tornarán en confusión suya».

Tal fuerza me comunica esta gracia, que me parece que ya nada tengo que temer, porque este fiel custodio de mi alma me asiste con tanto amor, que me libra de todas esas penas. Pero no le veía más que cuando mi Señor me ocultaba su propia presencia sensible, para abismarme en los dolores rigurosísimos de su santidad de justicia. Entonces era cuando me consolaba aquel ángel con su trato más familiar, hasta decirme en una ocasión: «Quiero deciros, mi querida hermana, quién soy, para que conozcáis el amor que os tiene vuestro Esposo. Soy uno de los siete espíritus que están más próximos al trono de Dios y que más participan de los ardores del Sagrado Corazón de Jesucristo, y mi designio es comunicároslos en cuanto seáis capaz de recibirlos».

En otra ocasión me dijo que no había nada que estuviese más sujeto a ilusión y engaño que las visiones; y que por este medio el demonio había seducido a muchos, disfrazándose de ángel de luz para comunicarles mil falsas dulzuras Me añadió que a menudo procuraría ocupar el enemigo su lugar para sorprenderme, pero que le ahuyentaría yo con sólo decir para no ser engañada: Per signum crucis, y lo demás del versículo.

«Cuidad mucho –me advirtió en otra ocasión– de que ninguna de las gracias y caricias familiares que recibís de nuestro Dios os hagan olvidar lo que Él es y lo que sois vos, pues de otro modo yo mismo procuraría anonadaros».

Se empeñaron una vez, en que había de intervenir en el arreglo de un matrimonio. En seguida le vi postrarse con el rostro en tierra, con lo que fue imposible contestar a lo que me decían. Le pregunté la causa de semejante incapacidad, y me dijo que esta clase de negocios era tan aborrecible en el corazón de una esposa de Jesucristo y que de tal modo las detestaba Él, que se postró en su presencia para pedirle perdón.

Cuando mi Señor me honraba con su divina presencia, no veía ya a mi santo ángel. Le pregunté la causa, y me dijo que durante todo aquel tiempo estaba él postrado con profundo respeto, rindiendo homenaje a esta grandeza infinita, que se abajaba hasta mi pequeñez; y en efecto, así le veía cuando mi divino Esposo me favorecía con sus amorosas caricias.

Siempre le encuentro dispuesto a asistirme en mis necesidades y nunca me ha rehusado cosa que le haya pedido. Un día en que se había apartado de mí mi santo ángel, cometí una falta de fragilidad y luego oí interiormente estas palabras: «Yo soy quien lo he querido así para que, haciendo penitencia, me representes a Aquél en quien me complazco, sumergido en el mortal dolor de su agonía del Huerto de los Olivos, y me lo ofrezcas continuamente, uniéndote a Él para satisfacer mi justo deseo».

Alivia el alma de una religiosa que estaba en el purgatorio. — Una vez vi en sueños a una religiosa fallecida mucho tiempo antes, y me dijo que padecía mucho en el purgatorio, pero que Dios le acababa de hacer [sentir un dolor muy superior a todos los otros dolores] la vista de una de sus próximas parientas precipitada en el infierno.

Me desperté al oír estas palabras, en medio de tan grandes sufrimientos, que me pareció me había comunicado los suyos, y sentí mi cuerpo tan quebrantado, que no podía moverme sin gran trabajo; sentía una carga insoportable sobre mis espaldas. Como no debemos creer en sueños, no hacía mucho caso de éste, pero ella me instaba tanto, que no me permitía ni un momento de reposo: «Rogad a Dios por mí –me decía continuamente–; ofrecedle vuestros sufrimientos, unidos a los de Jesucristo, para aliviar los míos. Cededme todo cuanto hagáis hasta el primer viernes de mayo, en que comulgaréis por mí».

Así lo hice con licencia de mi Superiora. Pero mi sufrimiento se aumentó de tal modo, que me abrumaba sin poder hallar alivio ni reposo. Me retiré por obediencia a descansar; mas no bien me metí en la cama, cuando me pareció verla a mi lado y decirme: «Tú estás ahí en tu cama muy a gusto; pero mírame a mí acostada en un lecho de mallas, en donde sufro penas intolerables». Me mostró, en efecto, aquel lecho horrible que me hace estremecer cuantas veces lo recuerdo. Estaba lleno por debajo de puntas agudas e incandescentes que le penetraban en la carne. Justo castigo de su pereza y negligencia en la observancia de sus Reglas y de su infidelidad para con Dios.

«Me desgarran –añadió– el corazón con peines de hierro candente, lo que constituye mi mayor dolor, por los pensamientos de murmuración y desaprobación contra mis Superiores, en que me detuve; mi lengua [que siento como si continuamente me la arrancaran] está comida por los gusanos en castigo de las palabras que he dicho contra la caridad. Tengo la boca toda ulcerada por mi falta de silencio [y los labios hinchados y carcomidos de úlceras]. ¡Ah, cuánto desearía que todas las almas consagradas a Dios pudieran verme en tan terrible tormento! ¡Si pudiera hacerles sentir la magnitud de mis dolores y de los que están preparados a las que viven con negligencia en su vocación, sin duda que caminarían con más fervor por el camino de la exacta observancia y cuidarían de no caer en las faltas que a mí me producen tan terribles tormentos!»

Yo me deshacía en lágrimas al oírla. Quisieron darme algunos remedios, pero ella me dijo: «¡Mucho piensan en aliviar tus males, pero nadie piensa en aligerar los míos! ¡Ay!, un día de exactitud en el silencio de toda la Comunidad, curaría mi boca ulcerada. Otro pasado en la práctica de la caridad, sin hacer ninguna falta contra ella, curaría mi lengua; y otro en que no se dijese ninguna palabra de crítica ni de desaprobación contra la Superiora, curaría mi corazón desgarrado».

Ofrecí por esta alma la comunión que me había pedido y me dijo que sus horribles tormentos habían disminuido mucho, porque había ofrecido por ella una Misa en honor de la Pasión, pero que estaría aún mucho tiempo en el purgatorio, donde sufría las penas debidas a las almas tibias en el servicio de Dios. Yo me vi libre de las mías, las cuales me había dicho que no disminuirían hasta que ella recibiese algún alivio.

San Francisco de Asís, director de la sierva de Dios. — ¡Viva Jesús! Un día de San Francisco (4 de octubre de 1673) durante la oración, Nuestro Señor me hizo ver a este gran santo revestido de luz con un resplandor incomprensible y elevado a tan alto y eminente grado de gloria, por encima de todos los demás santos, a causa de la semejanza que había tenido en vida con la vida paciente de nuestro divino Salvador, vida de nuestras almas y amor de nuestros corazones. Y también por el amor que había tenido a su sagrada Pasión; tan grande, que había impulsado a este divino amante crucificado a grabarse en él por la impresión de sus sagradas llagas.

Llegó a ser con esto uno de los predilectos más favorecidos de su Sagrado Corazón, el cual le dio gran poder para alcanzar la eficaz aplicación de los méritos de su Sangre preciosa, y le hizo, en cierto modo, distribuidor de este divino tesoro. Le dio también mucho poder para aplacar a la divina justicia, cuando irritada ésta contra los pecadores [presta a castigarlos], se ofrece a la cólera divina de un Dios enojado, como si fuese otra reproducción de sí mismo dentro de su Hijo crucificado. Muchas veces consigue que por amor del mismo Jesús ceda el rigor de la justicia a la dulce clemencia de su misericordia.

Muy particularmente se ofrecía por los religiosos relajados en la observancia regular, por los cuales, postrado en tierra, gemía sin cesar; sobre todo a causa de ciertos desórdenes que tu vieron lugar en una Orden, que hubiera sufrido enormes castigos sin la intercesión de este gran santo, tan favorecido de Dios. Después de haberme dado a conocer todo esto, el divino Esposo de mi alma me lo dio por director, como prenda de su divino amor, para que me guíe por entre las penas y sufrimientos que me acaecieron.

Nuestro Señor le revela algo de su agonía en el Huerto de los Olivos y quiere que se ofrezca como víctima. — Como considerase cierto día atentamente, durante la oración [al único objeto de mi amor], mi Salvador en el Huerto de los Olivos, sumergido en la tristeza y agonía de un dolor rigurosamente amoroso, y me sintiese al mismo tiempo muy apremiada del deseo de participar de sus dolorosas angustias, me dijo con mucho amor: «Aquí fue donde sufrí [interiormente] más que en todo el resto de mi Pasión, al sentirme abandonado por completo del cielo y de la tierra y cargado con todos los pecados de los hombres. Comparecí ante la santidad de Dios, el cual, sin tener en cuenta mi inocencia, me hirió en su furor y me hizo beber el cáliz que contenía toda la hiel y amargura de su justa indignación, como si se hubiera olvidado del nombre de Padre, para sacrificarme a su justa cólera. No hay criatura alguna capaz de comprender la magnitud de los tormentos que entonces sufrí. Fue un dolor semejante al que siente el alma criminal cuando se presenta ante el tribunal de la santidad divina, la cual hace sentir su pesadumbre sobre ella, la estruja, la oprime y la obliga a abismarse en su justo furor».

Y añadió a continuación: «Mi justicia está irritada y dispuesta a castigar con castigos manifiestos a los pecadores ocultos, si no hacen penitencia; yo te daré a conocer cuándo está dispuesta mi justicia a lanzar sus rayos sobre esas cabezas criminales. Y será cuando sientas sobre ti el peso de mi santidad; debes elevar entonces tu corazón y tus manos al cielo con oraciones y buenas obras y presentarme continuamente a mi Padre como víctima de amor inmolada y ofrecida por los pecados de todo el mundo.

Y debes colocarme como baluarte y fuerte seguro entre su justicia y los pecadores a fin de obtener misericordia, en la cual te sentirás envuelta cuando quiera yo perdonar a alguno de ellos. Debes entonces ofrecerme a mi eterno Padre como el único objeto de sus amorosas complacencias en acción de gracias por la misericordia que ejerce con los pecadores. Conocerás también cuándo dicha alma persevera en el camino del cielo, porque te haré participar [un poquito] del gozo que con ello reciben los bienaventurados; y todo por la comunicación de mi puro amor.»

Otra vez la santidad de justicia. — Poco tiempo después, en el primer retiro que hice después de mi profesión (otoño de 1673), durante los dos o tres primeros días, la santidad de justicia tan duramente cargó sobre mí, tan fuertemente se me imprimió, que me incapacitaba para hacer oración y para soportar el dolor interior que sentía, si el mismo poder que me hacía sufrir no me hubiese sostenido.

Sentía tal desesperación y dolor al comparecer ante mi Dios, que hubiera preferido mil veces abismarme, destruirme y anonadarme, si hubiera podido hacerlo, juzgándome indigna de aparecer ante esa presencia divina. Ni un momento podía apartarme de ella, porque me perseguía en todas partes como si fuera yo una criminal presta ya a recibir su condenación. Todo, sin embargo, con tanta sumisión al divino querer de mi Dios, que estoy dispuesta a recibir todas las penas y dolores que le plazca enviarme y con el mismo amor y contento con que recibiría la suavidad de su amor.

La Santísima Virgen pone al Niño Jesús en sus brazos. — Durante unos ejercicios me favoreció con su visita mi santa Libertadora, que traía a su divino Hijo en sus brazos y le puso en los míos pidiéndome: «He aquí el que viene a enseñarte lo que debes hacer». Me sentí penetrada de vivísimo gozo y ardiente deseo de acariciarle, y Él me dejó hacer cuanto quise.

Después de cansarme hasta no poder más, me dijo: «¿Estás contenta ya? Que esto te sirva para siempre: porque quiero que estés abandonada a mi poder, como has visto que lo he hecho yo. Ya sea que te acaricie o que te atormente, no has de tener otros sentimientos sino los que yo te dé». Desde entonces me hallo en una dichosa impotencia para resistirle.

Ve Margarita su corazón entre los Corazones de Jesús y de María. — Era un día de la fiesta del Corazón de la Santísima Virgen, cuando después de comulgar me mostró Nuestro Señor tres corazones, siendo pequeñísimo y casi imperceptible el que estaba en medio.

Los otros dos eran en extremo luminosos y resplandecientes, pero uno sobrepujaba al otro de un modo incomparable. «Así es como mi puro amor –oí claramente– une estos tres corazones para siempre». Y los tres se fundieron en uno. Esta visión me duró mucho tiempo, e imprimió en mí tales afectos de amor y de gratitud, que me sería difícil explicar.

Desaparece el Corazón de Jesús en el de Margarita. — Un viernes, después de la sagrada Comunión, me dijo Nuestro Señor: «Hija mía, te he hecho hoy una gracia tan grande, que no conocerás toda su extensión hasta la hora de la muerte». Algún tiempo después me dio una pequeña muestra de la misma durante la oración. Vi una luz que salía de la llaga de su adorable Costado y se lanzaba a mi corazón. Sentí al mismo tiempo vivísimo ardor y oí que me decía: «De este modo mi amor se derrama continuamente en el corazón que te he dado, y éste devuelve con otro derramamiento semejante los bienes a su manantial; esta gracia la recibirás continuamente». Pero no explico ahora los efectos que en mí se han seguido, porque me es imposible.

Se asocia a los Serafines. — Estaba ocupada un día en una labor común y me retiré a un rinconcito para estar más cerca del Santísimo Sacramento. Acostumbraba mi Dios hacerme allí muy señaladas gracias. Me daban guerra las otras religiosas por ir a aquel lugar y respondí con gran imprudencia que no volvería más. Pero tan apremiada me sentí a hacerlo, que no pude resistir.

Apenada por ello, fui a contárselo a la Superiora, la cual me respondió que no dejase de ir. Volví allá en efecto y vi una multitud de espíritus bienaventurados, los cuales me dijeron que estaban destinados a honrar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento; que si quería yo asociarme a ellos, me recibirían de buen grado, pero era preciso para esto comenzar a vivir su misma vida. Ellos me ayudarían cuanto pudiesen para hacerlo así y suplirían mi incapacidad de rendir a Nuestro Señor los homenajes de amor que desea de mí. Que era preciso en cambio que supliese yo su incapacidad de padecer y que así uniríamos el amor paciente al amor gozoso. Y me hicieron leer nuestro pacto escrito en el Sagrado Corazón de Jesucristo. (V. Autobiografía, cap. VIII.)

Mi Dios, mi único y mi todo. — Me hallaba yo un día muy atormentada por el deseo de recibir a Nuestro Señor y le dije: «Enseñadme lo que queréis que os diga». «Nada más que estas palabras: ¡Mi Dios, mi Único y mi Todo!; ¡Vos sois todo para mí y yo toda para Vos! Ellas te librarán de toda clase de tentaciones, suplirán todos los actos que desearías hacer y te servirán de preparación a tus acciones».

Gracia recibida el día de la Ascensión. — Un día de la Ascensión íbamos al coro para honrar el momento en que Nuestro Señor subió al cielo. Estábamos ya en presencia del Santísimo Sacramento, cuando me encontré en tan gran quietud, que produjo en seguida en mí una ardiente claridad. Estaba dentro mi amable Jesús, el cual se acercó a mí y me dijo: «Hija mía, he escogido tu alma para que me sirva de cielo de reposo en la tierra y tu corazón como trono de las delicias de mi amor». Desde entonces todo mi interior quedó en plena tranquilidad y temía turbar el reposo de mi Salvador.

Es preciso dejarlo todo para hallar a Dios. — He aquí, alma mía, cómo puedes honrar a tu Dios: renúnciate a ti misma y anonádate con Jesucristo y por amor de Jesucristo. Hallarás así la vida en la muerte, la dulzura en la amargura y a Dios en la nada. Porque es preciso dejarlo todo para encontrarle a Él. Nuestro corazón está creado para Dios; y desgraciado de él si se contenta con algo menos que Dios o si se deja abrasar por otro fuego que el de su puro amor.