FRAGMENTOS
Gracia recibida el día de San Francisco de Sales.
Un día de San Francisco de Sales (¿1687?), me puse a pedir a Nuestro Señor, por intercesión de este gran santo, las gracias necesarias para nuestro Instituto, particularmente la santa caridad y unión que él tanto deseaba para sus hijas. Muchas veces mi Señor desechó mi petición, pero yo le dije: «No, Dios mío; no os dejaré hasta que me hayáis concedido esta gracia, y mientras tenga voz y fuerzas las emplearé en pedírosla». «Prometo oír tu petición –me respondió Él–, si hacen lo que ahora te ordeno. Que cada una examine diligentemente en su conciencia qué es lo que hay en ella que mayor obstáculo oponga a mi gracia. Uno de los mayores es ciertas envidiejas y celos recíprocos; una secreta frialdad que destruye la caridad y hace inútiles mis gracias. Algunas de ellas recibirán en este día los últimos socorros».
Mi santo Fundador añadió: Una verdadera hija de la Visitación debe ser una hostia viva, a imitación de Jesucristo, inmolada a todos los designios de Dios, sacrificada por las Superioras o por las contrariedades ordinarias, sin tener cuenta jamás consigo misma, sino para destruir y apagar esas falsas luces, que no nos iluminan sino para hacernos caer en el precipicio. A todas las que no se mantengan en esta disposición no las contaré en el número de mis hijas.
La Santísima Virgen, abogada de la Visitación. Un día de la Visitación (¿año 1687?), pedía a mi Dios en presencia del Santísimo Sacramento algunas gracias particulares para nuestro Instituto. Pero hallé a esta divina Bondad inflexible a mis ruegos y aun me rechazó, diciéndome: «No me hables más de esto; están sordas a mi voz y destruyen el fundamento del edificio. Y si se imaginan que podrán levantarlo sobre otro fundamento diferente, yo me encargaré de derribarlo».
Entonces se me dejó ver la Santísima Virgen, rodeada de una multitud de espíritus bienaventurados que le tributaban homenajes y alabanzas, y tomó la defensa de nuestros intereses ante su divino Hijo enojado. Se postró en su presencia y le dijo estas tiernas palabras: «Descargad sobre mí vuestra justa cólera; éstas son las hijas de mi Corazón, yo les serviré de manto de protección y recibiré los golpes que a ellas queréis asestar».
A lo que el Divino Salvador, con semblante dulce y sereno, le replicó: «Madre mía, os doy todo poder para repartir con ellas mis gracias como os plazca. Aun estoy dispuesto, por amor vuestro, a tolerar el abuso que de ellas hagan, despreciando mi espíritu de humildad y de sencillez. Este es el espíritu de las Hijas de la Visitación; pero en vez de estar escondidas en mí, que soy su amor crucificado, me persiguen con ese espíritu de orgullo que ha llegado a romper los lazos de la caridad y a dividir lo que yo había unido. Ahora bien; si os son más queridos sus intereses que los míos, podéis detener los rayos de mi justicia».
Por su parte, esta Reina de bondad, con amor más que maternal, le respondió:
«No os pido más plazo que hasta la fiesta de mi Presentación; y durante este tiempo no perdonaré yo ni cuidados ni trabajos para conseguir que triunfe vuestra gracia, y para acabar con las pretensiones de Satanás, arrancándole la presa que cree tener ya en su mano». Me dirigí entonces a mi santo ángel para rogarle que ofreciese en mi nombre sus homenajes a mi divina Señora, y en extremo diligente vi, en efecto, que en el acto se postraba a sus pies, para ofrecer toda clase de gracias, honores y alabanzas a su grandeza. Mas al ver el enemigo que esta Madre de amor salía triunfante en todo lo que había pedido para nosotras, descontento y rabioso de despecho al ver frustradas sus esperanzas, tal torbellino levantó, que parecía iba a derribar nuestra iglesia.
Y al sentirse vergonzosamente arrojado por la Señora que a nosotras nos defendía, rasgó por dos veces las cortinas de nuestra reja, mientras decía con resonante acento: «Así querría yo derribar la Orden de la Visitación, si no estuviera sostenida por esa firme columna contra la cual nada puedo. Con todo, la afligiré cuanto pueda por el imperio absoluto que muchas me han dejado adquirir sobre sus corazones, y si ellas continúan poniéndose de mi parte, espero yo alcanzar victoria».
Algún tiempo después se presentó a mi espíritu la Santísima Virgen, que estaba como cansada y fatigada; tenía en sus divinas manos corazones llenos de llagas e inmundicias, y me dijo: «Mira; acabo de arrancarlos de las manos del enemigo que se divertía con ellos a su gusto, pero lo que aflige mi corazón maternal es que algunas se ponen de su parte y aun se vuelven contra mí y desprecian la ayuda que les ofrezco».
En otra ocasión, mientras se rezaba la Salve en su capilla, al llegar a estas palabras: Advocata nostra, respondió: «Sí, hijas mías, lo soy en efecto, pero con mucho mayor gusto lo sería si fueseis fieles a mi Hijo». Me hallé libre desde entonces de un deseo que me acosaba y me atormentaba casi continuamente: el de pedir a Dios las gracias de que he hablado, particularmente ese espíritu de caridad. Por él hubiera sacrificado yo de buena gana mil vidas, de haberlas tenido, a fin de verle reinar en las comunidades. Una vez pasado todo lo referido, estuve hasta los ejercicios sin tener visión alguna.
Pero me sucedió el segundo día de mi retiro, que estando preparándome para confesarme en presencia del Santísimo Sacramento, me sentí de repente tan dolorida y confundida a vista de mis pecados, por los cuales he ultrajado tanto a mi Dios, que en cinco o seis horas que allí tuve la suerte de pasar, no cesé de llorar.
En seguida se me puso delante el puro Amor y me dijo: «¿Quieres, hija mía, sacrificarme las lágrimas que has derramado para lavar los pies de mi amada, que se ha manchado persiguiendo a un extraño? — ¡Ah, Señor mío!, ya os lo he sacrificado todo sin reservarme otros intereses ni otros anhelos en todo cuanto hago que los que sean del beneplácito de vuestro Sagrado Corazón».
Volvió a buscarme por segunda vez mi Amor y me halló reducida al mismo estado y me hizo la misma, petición, añadiendo que era en favor del alma de su amada que había caído en pecado, y deseaba salir de él. Repitió por tercera vez la demanda, y me dijo que su amada había entrado en un purgatorio para purificarse, y que iba a prestarle socorro porque tenía deseo de unirse a Él. Algún tiempo después me preguntó si sabía yo quién era.
Me dijo que era la Visitación, que no debía tener más que un corazón y un alma, y que el dicho purgatorio era la soledad (de los ejercicios), añadiendo: «Hija mía, dales este último aviso de mi parte: que cada una en particular piense en aprovecharse de la gracia que le presento por medio de mi Santísima Madre; porque las que no se aprovechen de ella, quedarán como árboles secos que ya no dan fruto. Podrán, sí, recibir alguna luz de mi santidad de justicia, la cual, iluminando al pecador, le endurece y le hace ver la mala disposición en que se halla, pero sin darle esperanza de alguna gracia triunfadora que le saque de ella, por lo cual cae en la desesperación o se torna insensible a su propia desgracia. Éste es uno de los castigos más rigurosos que mi santidad de justicia impone al pecador impenitente».
Se queja Nuestro Señor de la infidelidad del «pueblo escogido».
Un día, al levantarme de la cama, me pareció oír una voz que me decía: «El Señor se cansa de esperar; quiere entrar en sus graneros para cribar el trigo y separar el grano bueno del malo». No hice caso de semejante voz, ni me detuve (a pensar en lo que podría significar), aunque quedó impresa en mi espíritu. Por más que me esforzaba en apartarla de mí como una distracción impertinente, de tal manera me preocupaba, que no podía hacer oración, fatigada como estaba por la lucha que sostenía mi espíritu.
Entonces sentí que caía sobre mí el peso de la santidad de Dios, como si fuera a anonadarme y me dejó sin movimiento alguno, para hacerme oír de nuevo claramente su voz. «Mi pueblo escogido me persigue secretamente y ha irritado mi justicia, pero yo manifestaré sus pecados secretos con castigos visibles, porque los cribaré en la criba de mi santidad para separarlos de mis amados. Y una vez separados, los rodearé de esa misma santidad que se pone entre el pecador y mi misericordia; y estando así rodeados por mi santidad les es imposible reconocerse; les queda sin remordimiento la conciencia, el entendimiento sin luz, el corazón sin contrición, y al fin mueren en su ceguedad».
Más; me descubrió su amoroso Corazón todo desgarrado y traspasado de heridas: «He aquí –me dijo– las heridas que recibo de mi pueblo escogido. Los otros se contentan con herir mi cuerpo; pero éstos atacan mi Corazón, que no ha cesado nunca de amarlos. Pero al fin mi amor cederá el lugar a mi justa cólera para castigar a esos orgullosos. Están apegados a la tierra y me desprecian a mí, para no amar sino lo que me es contrario; me abandonan por las criaturas; huyen de la humildad para no buscar sino la estima de sí mismos; les queda el corazón vacío de caridad y no tienen ya más que el nombre de religiosos».
No cesaba yo mientras tanto de pedir a mi Dios una verdadera conversión para todas aquellas almas contra las cuales estaba su justicia irritada y de ofrecer los méritos de la vida, muerte y pasión de su Hijo, mi Salvador Jesucristo, en satisfacción de las injurias que de nosotros había recibido, y aun me ofrecía yo a su divina bondad para sufrir todas las penas que le pluguiese enviarme, aunque fuera anonadada y arrojada en un abismo, antes que ver perecer esas almas que tan caras le han costado.
Favor extraordinario.
Un viernes, después de recibir a mi Salvador, puso mi boca sobre su sagrado Costado, y me tuvo fuertemente abrazada por espacio de tres o cuatro horas, sintiendo yo tales delicias, que no me es dado explicarlas. Mientras tanto oía yo continuamente estas palabras: «Ahora ves que nada se pierde en manos del Omnipotente y que se halla todo gozando de mí». Y yo le respondía: «¡Oh amor mío!, por mi parte dejo de buen grado estos placeres extraordinarios para amaros por amor de vos mismo, ¡oh Dios mío!»; y se lo repetía cuantas veces renovaba Él estas divinas caricias.
La Hora Santa.
Por este mismo tiempo me dijo que todas las noches del jueves al viernes me levantase a la hora que Él me señalaría para rezar cinco Pater y cinco Avemarías postrada en tierra, haciendo cinco actos de adoración que Él me había enseñado, para rendirle homenaje en la extrema agonía que Él sufrió la noche de su Pasión.
Perfecta sumisión a los superiores.
«Señor mío –le respondí–: bien sabéis que no soy dueña de mí y no puedo hacer más que lo que mi Superiora me ordene. Esa es precisamente mi intención, me dijo Nuestro Señor, porque por omnipotente que sea yo, nada pido de ti sin contar con tu Superiora. Escucha bien estas palabras de boca de la Verdad:
Todos los religiosos separados y desunidos de sus Superiores deben considerarse como vasos de reprobación en los cuales todo buen licor se trueca en corrupción; y al herirlos con sus rayos el divino Sol de justicia obra los mismos efectos que el sol cuando brilla sobre el barro. De tal modo rechaza a estas almas mi Corazón, que cuanto más procuran acercarse a él por medio de los sacramentos, oraciones y demás ejercicios, más me alejo yo de ellas, por el horror que me inspiran. Irán de infierno en infierno, porque esta desunión es la que ha perdido ya a tantas almas y perderá más cada vez, puesto que todo Superior, sea bueno o malo, ocupa mi lugar. De aquí es que cuantas veces quiere herirle a él el súbdito, otras tantas heridas mortales infiere en su propia alma. Después será en vano que gima a la puerta de mi misericordia; por mi parte no le escucharé a no ser que oiga yo la voz del superior».
Me fue mostrado entonces gran número de almas religiosas que, por haber tenido alguna desunión con sus superiores, se habían visto privadas del socorro de la Santísima Virgen y de los Santos y de la visita de sus Ángeles custodios, en medio de las terribles llamas del purgatorio. Algunas permanecerían en él hasta el día del juicio, sin otra señal de predestinación que la de no aborrecer a Dios. Otras había que, por haber vivido separadas de sus hermanos y no haber tenido con ellos unión ni caridad, se veían ahora privadas de sus sufragios y no recibían ningún auxilio.
Rigores de la divina justicia.
Me sentí en otra ocasión tan penetrada de la santidad de mi Dios, la cual había descargado sobre mí todo su peso, que me parecía no tener ya fuerza para resistir, y apenas pude decir estas palabras:
«Santidad de Dios, ¡cuán temible sois para las almas criminales!»; y otras veces:
«¡Dios mío y Señor mío!, sostened mi debilidad para que no sucumba bajo tan pesada carga, a causa de la enormidad de mis crímenes, por los cuales he merecido todo el rigor de vuestra justicia». A lo cual sólo me replicó estas palabras: «No te hago sentir más que una muestra insignificante de ella, porque las almas justas la soportan por temor de que caiga sobre los pecadores».
La vestidura de inocencia.
El día que hice la confesión anual, el Amado de mi alma se apoderó de mi corazón y de todas mis potencias, después de comulgar, y me dijo amorosamente: «Amada mía, yo tu Esposo, tu Dios y tu amor, vengo para vestir tu alma con la vestidura de la inocencia, a fin de que no vivas sino de la vida del Hombre-Dios1. Por esto simplificaré y purificaré todas tus potencias, para que no reciban ya ninguna impresión extraña. Te hago esta gracia en presencia de la Santísima Trinidad y de mi Santísima Madre. Si alguna vez llegas a perderla, no la recobrarás jamás y te precipitarás en un abismo tan profundo, por la altura del lugar donde te he colocado –que es la llaga de mi Corazón–, que jamás podrás levantarte de semejante caída».
Aborrecimiento del pecado.
Mi Amado ha reconcentrado en Él todos mis deseos, sin dejarme otro que el de llegar a ser un receptáculo sólo capaz de su divino amor, y no me ha dejado ningún temor sino el de ofenderle. Porque, ciertamente, tal espanto infunde en mi alma el pecado, que preferiría verme entregada al furor de todos los demonios, antes que verme manchada con el más mínimo pecado.
El sentimiento que tengo de tantos horribles crímenes cometidos contra Dios, hace que me ofrezca sin cesar a su divina bondad para sufrir todas las penas por ellos merecidas. Acepto también todas las debidas a los pecados en que hubiera caído sin la ayuda de su gracia y me ofrezco a todos los castigos que plazca a mi Dios ejecutar en mí, excepto la recaída en el pecado. Preferiría ciertamente precipitarme en los más espantosos abismos antes que volver a pecar. Más aún; lo que pido a mi Dios es que me borre de la memoria de todas las criaturas para que no se acuerden de esta miserable nada, si no es para vengarse en ella de los ultrajes que he hecho a mi Dios con tantos pecados como he cometido.
No pudiendo vengarme yo misma de ellos por haberme sacrificado a la obediencia, quisiera que todas las criaturas estuviesen animadas de un santo celo para tratarme como a una criminal de lesa majestad divina. Pero, en fin, me abandono completamente a mi Dios, porque Él solo conoce el dolor de mi corazón por mis ingratitudes, y Él solo es el soberano remedio de todos mis males, que nadie puede conocer sino Aquel que los ha impreso en mi alma, que le está completamente sacrificada. Y como no hay cosa alguna que pueda descansar fuera de su centro y cada una busca el suyo propio, mi corazón está abismado en su centro, que no es otro que el humilde Corazón de mi Jesús.
De aquí me viene una sed insaciable de humillaciones y desprecios y del olvido de todas las criaturas. Nunca me siento tan satisfecha como cuando me veo semejante a mi Esposo crucificado. Por esto amo mi abyección más que mi vida y tengo abrazado contra mi pecho este precioso tesoro como prenda del amor de mi Amado, del cual no me apartaré ni un solo instante.
Una corona de diecinueve espinas.
Me mostró un día el Señor, después de comulgar, una áspera corona compuesta de diecinueve espinas agudísimas que atravesaban su sagrada cabeza, y esto me causó tan vivo dolor, que no podía hablarle sino con mis lágrimas. Venía, según me dijo, a buscarme para que le arrancase aquellas durísimas espinas que le había clavado una esposa infiel, «la cual –añadió– me atraviesa la cabeza con tantas espinas cuantas son las veces que impulsada por el orgullo se prefiere a mí». Tenía yo este cuadro continuamente ante mis ojos sin saber qué hacer para arrancarlas, lo cual me atormentaba no poco. Pregunte a Nuestro Señor, me dijo la Superiora, qué debe hacer usted para sacárselas. «Lo conseguirás –me respondió– con otros tantos actos de humildad, para honrar mis humillaciones».
Pero como soy tan orgullosa, rogué a la Superiora que ofreciese a Nuestro Señor las prácticas de humildad de la Comunidad. Mucho le contentó esto; porque al cabo de cinco días me hizo ver que de tres de aquellas espinas estaba ya muy aliviado; pero las restantes le quedaron todavía clavadas por mucho tiempo.
Las comuniones imperfectas reducen a Nuestro Señor al estado de «Ecce Homo».
Otra vez me sentía penetrada de vivo temor al acercarme a la sagrada Mesa por miedo de ultrajar a mi Salvador; pero como no pude conseguir permiso de mi Superiora para dejar de comulgar, tan extraordinario era el dolor que sentía al acercarme, que todo mi cuerpo temblaba, pensando en el que sentiría mi Salvador en algunas almas que iban a recibirle.
Después de haberle recibido, se me presentó en figura de Ecce homo, todo desgarrado y desfigurado, y me dijo: «No he hallado a nadie que haya querido darme un lugar de descanso en este estado de sufrimiento y de dolor». Tan vivo fue el que imprimió en mí semejante vista, que me fuera mil veces más dulce la muerte, que ver a mi Salvador en semejante estado. «Si supieses quién me ha puesto así, –añadió–, mucho mayor sería tu dolor. Cinco almas consagradas a mi servicio me han tratado así; porque he sido arrastrado con cordeles a viva fuerza, por lugares muy estrechos, erizados por todas partes de puntas de clavos y espinas que me han reducido al estado en que me ves».
Vivos deseos sentí de saber la explicación de estas palabras. Me la dio Nuestro Señor: los cordeles eran la promesa que nos había hecho de darse a nosotros; la fuerza, era su amor; los lugares estrechos, los corazones mal dispuestos, y las puntas de clavos, el orgullo. Le ofrecí entonces este corazón que Él mismo me había dado, para que le sirviese de lugar de reposo. Efectivamente; cuando se sentía cansado, se me presentaba en seguida que yo quedaba libre y me pedía que besase sus llagas para suavizarle el dolor.
El restablecimiento de la caridad.
Me dio a conocer Nuestro Señor que le era muy agradable el trabajo que se tomaban para restablecer la caridad en cierta Comunidad y que nada de este trabajo quedaría sin recompensa. Muchas veces ofrecí yo mi vida a Dios para dar satisfacción a su bondad por todas estas faltas; porque una vez en la oración de la noche, me hizo ver que, si no se corregían, retiraría su misericordia para dar paso a su justicia. Y como yo le representase confiadamente que durante los ejercicios se repararían aquellos defectos, me contestó que ya se habían hecho muchos y sin fruto. «Pero, Dios mío –repuse yo– dadme a conocer cómo se podrá lograr el restablecimiento de la caridad». No se conseguirá esto sin mucho trabajo, me respondió interiormente; pero no se debe escatimar para conseguirlo; en cuanto a los medios, las personas de autoridad no tienen que hacer más que seguir los que Él les proporcione, puesto que jamás las abandonará en semejante empresa.
Un alma amenazada de condenación.
Jamás he sufrido dolor tan espantoso como un día en que mi Dios me puso delante un alma religiosa y me dijo: «Mira esa alma; va a caer en el estado de reprobación que hace poco te he dicho, si abusa de algunas gracias que aún he de concederle. La rodearé con mi santidad de justicia, para que oyendo no oiga, viendo no vea, y quede como insensible a su propia desgracia».
Lleva el peso de cinco corazones infieles.
Nuestro Señor me presentó un día cinco corazones que se habían separado del suyo y que voluntariamente se privaban de su amor y me dijo: «Cárgate tú con este peso y participa de las amarguras de mi Corazón; vierte lágrimas de dolor por la insensibilidad de esos corazones que yo había escogido para consagrarlos a mi amor, o bien déjalos que se abismen en su perdición y ven tú a gozar de mis delicias».
Yo, por mi parte, renuncié a todas las dulzuras, di libre curso a mis lágrimas, y me sentí cargada con esos corazones que iban a quedar privados del amor. Era yo libre para elegir y oía continuamente las invitaciones (de Jesús) a gozar del santo amor; y, sin embargo, me postraba con frecuencia ante la soberana bondad y le ofrecía aquellos corazones para que los penetrase con su divino amor; pero fue necesario sufrir mucho antes de conseguirlo. El mismo infierno no es tan horrible como un corazón privado del amor de mi Amado.
Rigores de la santidad de justicia.
En cierta ocasión, después de haber sufrido mucho tiempo bajo el peso de la santidad de Dios, me quitó la voz y las fuerzas. Tanta confusión sentía al presentarme ante las criaturas, que me hubiera sido más dulce la misma muerte. Me era tan doloroso el comulgar, que no podría explicar fácilmente la pena que sentía al acercarme; y, sin embargo, me tenían prohibido apartarme de la Comunión, puesto que Él mismo era quien me hacía pasar por este doloroso estado, y hasta quien me prohibía que la dejase. Podía decir con el profeta que mis lágrimas me servían de pan noche y día.
El Santísimo Sacramento era mi único refugio; y sin embargo, con tanta indignación me trataba (Jesucristo), que sufría una especie de agonía; y no podía permanecer en su presencia sin hacerme extrema violencia. Y si acaso alguna vez me iba (al Coro) a su presencia fuera de los tiempos acostumbrados y le decía:
«¿Adonde queréis que vaya, ¡oh Justicia divina!, puesto que me acompañáis a todas partes?», entraba y salía sin saber lo que tenía que hacer y sin hallar otro descanso que el del dolor.
Señales para discernir el Espíritu de Dios
Como tantas gracias y favores recibo de mi Soberano, y tan gran temor tengo de ser engañada, Él mismo me da señales inequívocas para discernir las mociones que proceden de Él de las que vienen de Satanás, del amor propio o de cualquier otra causa natural.
Primera: Estos favores y gracias particulares irán siempre acompañados para mí de alguna humillación, contradicción, o desprecio, por parte de las criaturas.
Segunda: Después de haber recibido alguno de estos favores o comunicaciones divinas, de que soy tan indigna, me sentiré sumergida en un abismo tal de anonadamiento y de confusión interior, que me hará sentir tanto dolor a vista de mi indignidad, cuanto haya sido el placer recibido al recibir los méritos y liberalidades de mi Señor. De este modo apagará en mí toda vana complacencia y movimiento de propia estima y de vanidad.
Tercera: Estas gracias y noticias, ya se me concedan para mí misma, ya en favor de otra persona, jamás producirán en mí pensamiento alguno de desestima del prójimo, por grandes que sean las miserias que de él me dé a conocer. Por el contrario, únicamente producirán sentimientos de compasión y de caridad para prestarle todos los auxilios que pueda.
Cuarta: No me impedirán estas gracias observar mi Regla ni obedecer; pues tan estrictamente las ha sometido a la obediencia, que si llegase yo a separarme de ella, Él se retiraría de mí con todas sus gracias.
Quinta: Además, este Espíritu que me conduce y de quien tales gracias recibo y que está muy por encima de todo lo que puedo expresar con palabras, ha tomado tal imperio sobre mí, que me parece puedo decir que rige y gobierna mi interior como le place, sin que pueda oponerle yo la menor resistencia, porque es la vida misma que me anima.
Me eleva y me abate, me consuela y me aflige, sin hacer yo otra cosa más que adorarle, amarle y abandonarme completamente a Él. Esto es todo lo que desea de mí: Amar, obrar y sufrir en silencio. Me hace gozar al mismo tiempo de una paz inalterable en medio de estos tres deseos que ha encendido Él en mi corazón y que me atormentan incesantemente: Amarle, sufrir por su amor y morir, porque la vida me sería insoportable sin cruz. Toda la felicidad de este mundo consiste en poder sufrir.
Sexta: Además, este Espíritu que me guía me hace sentir hambre insaciable de comulgar, de ser humillada, de vivir pobre, desconocida, despreciada y de morir, en fin, agobiada bajo el peso de toda clase de miserias.
Tales son las señales que mi Soberano Maestro, en su misericordia, se ha dignado darme como garantía de sus gracias y de que proceden del buen Espíritu; y, si no me engaño, todas las que me concede producen efectivamente en mí estos efectos. Si algo pudiera contristarme sería solamente el temor de haber engañado sin saber cómo a las criaturas. La menor estima en que me tengan me causa un tormento insoportable. Porque, ciertamente, si conocieran todo lo mala que soy, no sentirían sino horror contra mí y desprecio de todo lo que de mí procede. Esto sería para mí el mayor consuelo, pues no creo haber hecho acción alguna que no merezca castigo.
Además, que eso de poder decir: Ésta es una vida sin amor de Dios (como se puede decir de la mía), es el colmo de todos los males imaginables.
Aunque el Sagrado Corazón de Jesús se haya constituido en Dueño y Director mío, no quiere, sin embargo, que haga nada de cuanto me ordena sin el consentimiento de mi Superiora, a la cual quiere que obedezca más exactamente que a Él mismo. Este es el resumen de sus enseñanzas:
- desconfiar de mí como el más cruel y poderoso enemigo que pueda yo tener, del cual me defenderá si pongo toda mi confianza en Él;
- y no turbarme jamás por cosa alguna, sea lo que fuere, mirando todos los sucesos como ordenados por su santísima Providencia y voluntad, la cual puede hacer, cuando le plazca, que todo se convierta en gloria