CARTA CXXXII
TERCERA DE AVIÑÓN, AL P. CROISSET
Teme mucho la Santa el engañarse y engañar a otros.—¿Quién fue desde sus primeros años su único Director?—«He aquí al que te envío».—Paz inalterable bajo su conducta.—Primeras manifestaciones del Divino Corazón a Margarita.—Primeros cultos de sus novicias.—«Yo reinaré a pesar de mis enemigos…»—El Monasterio entero abraza gozoso el nuevo culto.—Modo admirable como escribe la Santa sus cartas. Espléndidas promesas del Divino Corazón a sus devotos.—Más ricas promesas en favor de sus apóstoles.—Me han destinado a ser la víctima de su Divino Corazón.—
«Él vale diez millones de veces más que todos sus dones».—Se ve como un compuesto de toda clase de miserias.—Cómo purifica la santidad de Dios.—«De ningún modo me deis a conocer».—Diligencias en favor de este culto.—El Corazón de Jesús quiere reinar en los palacios de los reyes.—La Visitación y la Compañía de Jesús, elegidas para promover la nueva devoción.—Gran valimiento del P. de La Colombière.—«Fuera de Él, todo lo demás es nada para mí».—Misericordiosos designios de Jesucristo al descubrirnos su amoroso Corazón.—Continuas tribulaciones del mismo.—Tres cosas que pide de nosotros.—Fuente inagotable con tres caños.—El Divino Corazón, árbol preciosísimo plantado en la Visitación y beneficiado por los Padres jesuitas.—Es un abismo sin fondo de cinco clases de bienes.—Grandes ánimos al P. Croisset para el apostolado.—Diversos encargos.
Mi Reverendo Padre:
¡Viva † Jesús!
15 de septiembre 1689
[Me pedís que os hable confiadamente: ¡ay!, no está en mi poder el hacerlo como vos quisierais, sino conforme agrade a mi Salvador.]Porque si supierais la imposibilidad en que me coloca de no poder decir más que lo que Él quiere, me aconsejaríais que guardara silencio antes que hacerle la menor resistencia. Pero hablándoos francamente, temo mucho, en medio de todas las gracias que recibo de su misericordia, engañarme y engañar a aquellos a quienes su caridad hubiera hecho concebir acerca de mí pensamientos ventajosos y bien distantes de lo que soy en realidad. No seáis de este número, ni hagáis caso de lo que me obligáis a deciros, pues creo que ese Divino Corazón os comunicará más fácilmente a vos sus secretos y su santa voluntad, que a una pobre, miserable e indigna pecadora como yo, que siempre quisiera no tener jamás otra ocupación que la de amar, obrar, padecer y callarse.
Para haceros comprender mejor que no hay que hacer caso de lo que digo y que tengo motivo para temerlo todo, es preciso que os confiese que jamás he tenido otra dirección que la del Soberano de mi alma. Porque desde que empecé a conocerme, tomó un imperio tan absoluto sobre mi voluntad, que me hacía obedecerle en todo, sin que yo pudiera impedirlo. Él me reprendía y corregía mis faltas con mucha severidad, por poco voluntarias que fuesen. Él me infundía tan gran horror al pecado, haciéndome ver cuánto le desagradaba, que yo me ocultaba para llorar cuando me había dejado llevar de mis vanidades.
No aspiraba a otra cosa que a poder encontrar un sitio donde pudiera vivir pobre, desconocida y despreciada, a fin de conversar mejor con mi soberano Dueño, para aprender a amarle y conocerle, porque me hallaba yo en una aldea sin medios para instruirme en las cosas espirituales. Ni siquiera sabía lo que era hacer oración, fuera de lo que Él me enseñaba. Él me modelaba a su modo y continuó dirigiéndome de esta suerte hasta que me puso en la santa religión, que yo pensaba ser aquel lugar oculto al que aspiraba ardientemente para hacer penitencia.
Sin embargo, aunque cambió de conducta para conmigo, no por esto me abandonó, sino que me hizo ver que ajustaría de tal modo las gracias continuas que me hacía, al espíritu de mi regla y a la obediencia debida a mi Superiora, que lo uno no fuera contrario a lo otro. No dejaba yo, sin embargo, de hacer cuanto me era posible para alejarme de ese espíritu y para retirarme de su dirección, según se me mandaba. ¡Cuánto tuve yo que sufrir con esto! Pero aquel Soberano de mi alma, que obraba en mí independientemente de mí misma, hacía inútiles todos mis esfuerzos, sin que, a pesar de todo, me impidiera jamás obedecer.
Pero cuanta más resistencia le hacía yo para alejarle de mí, más presente le tenía. Me hicieron caer en tan grandes temores, que me movían a desear y pedirle que me sacara de ellos. Él me lo prometió, añadiendo que me enviaría a su fiel siervo y perfecto amigo, que me enseñaría a conocerle y abandonarme a Él sin más resistencia. Y, en efecto, me envió al R. P. de La Colombière, el cual, desde luego, me hizo comprender bien que él era el enviado de parte de Dios, a fin de que le descubriese todo el fondo de mi alma.
Yo le abrí mi corazón con tanta facilidad, que sin premeditación ninguna le dije todo lo que había pasado por mí, todas las gracias que había recibido de mi Soberano, de la manera sencilla que Él me había enseñado, sin reparar que hablaba de mí misma, de lo cual tenía yo tanto horror, que si lo hubiera advertido, no hubiera podido hacerlo. Y lo que me manifiesta la voluntad de Dios en este caso es que este buen Padre me llamó espontáneamente sin que nos conociéramos para nada. Y, al mismo tiempo, me fueron dichas distintamente estas palabras: «He ahí al que te envío».
Después de muchas conversaciones, sin que se ofendiera él en lo más mínimo por las maneras rústicas con que yo le trataba, me aseguró en el camino difícil en que me hallaba, camino todo sembrado de cruces y de espinas. Entre ellas he caminado siempre, no obstante las gracias continuas e inexplicables que he recibido siempre de este Soberano de mi alma.
Luego que este buen Padre hubo tomado conocimiento de toda mi conducta, me prohibió resistir nunca a este espíritu, y me dijo que me abandonara absolutamente a su beneplácito, para dejarle obrar según toda la extensión de su poder, lo cual dio una paz inalterable a mi alma. Sin más ni más os digo todo esto, y no sé para qué os lo digo, sino a fin de que bendigáis al Señor y le deis gracias por mí de que todavía no me ha sumergido en los infiernos, por las grandes resistencias que le he hecho y por lo que he abusado de sus gracias. Esto me causa tanto dolor, que por ello quisiera hacer continua penitencia.
Y, sin embargo, no hago más que ofenderle; así que os conjuro por la santa caridad que nos une en ese Corazón adorable, que le pidáis perdón por mí, y que os intereséis por mi salvación; pues me parece que Él lo quiere.
Mas, volviendo a la devoción del Sagrado Corazón, es verdad, os lo confieso, que a ese buen Padre es a quien hice la primera manifestación de esto, conforme se me había ordenado de parte de mi Soberano, el cual le otorgó más gracias en este tiempo que hasta entonces le había concedido. Pero deciros cómo Él concedió la primera gracia de esta devoción a su indigna esclava, ¡oh Dios mío!, eso es lo que no me ha sido permitido explicar desde aquella primera vez, como tampoco la manera cómo se verificó. El solo recuerdo de este beneficio produce siempre nuevos efectos de gracia en mi alma, la cual desde el abismo de su nada se pierde y se abisma en el de las misericordias de su Salvador y me hace exclamar con Santa Teresa: Misericordias Domini, etc.
Pero, aunque el deseo que el Corazón adorable de nuestro Divino Dueño tenía de ser conocido, amado y honrado particularmente, fue manifestado a este buen Padre, no dejó de permanecer todavía secreto más de ocho o nueve años y hasta que su indigna esclava, a quien Él había descubierto su deseo, fue encargada de la dirección de nueve o diez jóvenes novicias. Éstas, habiendo oído hablar sobre el particular, se dieron con tanto ardor a honrar al Divino Corazón, del cual yo les di una imagen trazada con una pluma sobre un pedacito de papel, que hicieron grandes progresos en su perfección en poco tiempo. Y aun cuando esta devoción les acarreó muchas mortificaciones, no se desalentaron, antes se animaron más a honrar al Sagrado Corazón.
Habiéndole erigido un altarcito para tributarle sus homenajes, procuraron reparar con sus penitencias las injurias y ultrajes que recibe en el Santísimo Sacramento. Y algunas alcanzaron de sus padres recursos con que hacer pintar una imagen pequeña, lo cual no se les permitió por temor de que introdujesen alguna novedad. Nadie se atrevía a hablar de esto sino en secreto, porque habiéndose traslucido afuera y oponiéndose fuertemente a esta devoción un gran siervo de Dios, todos se me echaban encima. Yo no me incomodaba por esto, sino que me regocijaba de que me honrase Él con su cruz por medio de aquellas ligeras persecuciones y contradicciones que se levantaron al punto, y que dieron a esta ruin pecadora el consuelo de sufrir sin otro apoyo ni consolación que la de este Divino Corazón. Él me fortificaba con estas palabras, que oía o en lo más íntimo de mi corazón con un regocijo inconcebible: Yo reinaré a pesar de mis enemigos y de todos cuantos a esto quieran oponerse.
Mas como la cruz es un tesoro precioso que no puede conservarse sino cuando está sepultado en un humilde silencio, me conviene callar sobre tal asunto. Solamente diré que después de dos o tres años que duró esto, cambió Él de tal manera los corazones opuestos, que se hizo erigir a honor suyo en el recinto de nuestro Monasterio, una Capilla muy bella, con un grande y hermosísimo cuadro de este Sagrado Corazón. Cada una de nuestras Hermanas contribuyó a esta obra con tanto ardor, que bien pronto estuvo acabada, y ésta es ahora la devoción principal de nuestra Comunidad. Solamente yo sirvo de obstáculo al establecimiento de su Reinado en los corazones, y éste es el motivo de mi mayor dolor.
He ahí algo de lo que me pedís, no siéndome permitido explicarme más en particular. Una cosa debo deciros, la cual me impedirá escribiros más, si la obediencia no lo dispusiera de otra suerte; y es que cuando escribo, después de haberme puesto de rodillas para hacerlo, como un discípulo delante de su maestro, escribo según Él me dicta, sin cuidarme ni pensar en lo que escribo. Esto me hace pasar grandes humillaciones, tanto por el temor que tengo de decir lo que quisiera callar y tener oculto, como por la creencia en que me hallo de que vuelvo a decir siempre la misma cosa.
Me han prohibido volver a leer las cartas que escribo, porque cuando lo hacía no podía contenerme y las rompía o las quemaba. Así que me he visto sorprendida cuando, leyendo vuestra carta, he visto lo que creía haberos dicho acerca de este estado de indiferencia, de insensibilidad, de reprobación, de condenación, en que creía estar; todo eso ha resultado dicho de una manera muy distinta y os lo ha hecho explicar tan ventajosamente, que yo no encuentro en mí nada de todos esos actos y disposiciones de que me habláis. Esta indiferencia no es en mí más que una insensibilidad a la gracia.
Lo que me decís del amor de mi Señor Jesucristo, me hubiera hecho morir de dolor, si lo hubiera entendido en ese sentido; mas lo decía en el de que las penas del infierno me parecerían suaves para hacer reinar a este amable Corazón; pero siempre exceptuando esa privación de amor, a menos que yo no viera en ello el beneplácito divino, lo cual no puede ser.
Me decís que ruegue por vos. Así lo hago, más que por ningún otro: pero, ¡ay!,
¿podríais sentir vos los efectos de las oraciones de una criatura tan malvada que no es apta más que para atraer la cólera de Dios y detener el curso de sus misericordias? Yo ofrezco por vos y por la realización de nuestros designios, a gloria del Sagrado Corazón, los Santos Sacrificios de la Misa, que algunos santos religiosos y eclesiásticos dicen a mi intención todos los viernes, y también ofrezco la santa Comunión dos o tres veces al mes, sin contar todo lo demás.
Y pues queréis que os diga mi sentir acerca de los proyectos que tenéis para honrar al Corazón Divino, creo, si no me engaño, que le son muy agradables. Yo espero que esta devoción será uno de los medios de que Él se quiere servir para sacar de la perdición un gran número de almas, arruinando en ellas el imperio de Satanás, para reponerlas con su gracia santificante en el camino de la salvación eterna, como me parece haberlo prometido a su indigna esclava. Me hizo ver esta devoción como uno de los últimos esfuerzos de su amor para con los hombres, a fin de que, poniéndolos a plena luz en un cuadro particular su Divino Corazón, traspasado de amor por su salvación, pueda asegurar su salud eterna y no dejar perecer a ninguno de aquellos que le estén consagrados; ¡tan grande es el deseo que tiene de ser conocido, amado y honrado de sus criaturas!
A fin de poder en alguna manera contentar este ardiente deseo que su amor tiene de difundirse, Él les repartirá con abundancia gracias santificantes y saludables. Él les servirá de asilo seguro en la hora de la muerte para recibirlos y defenderlos de sus enemigos. Mas para esto es preciso vivir conforme a sus santas máximas.
Respecto de aquellos que se emplean en hacer que sea conocido y amado, ¡oh!, si yo pudiera y me fuera permitido expresarme y dar a conocer las recompensas que recibirán de este adorable Corazón, diríais como yo: ¡Dichosos aquellos a quienes Él empleare en la ejecución de sus planes!
Os aseguro que sois dichoso por ser de este número; como yo no puedo dudar que Él os haya destinado enteramente a eso, seguid sin temor las luces que os dará para este efecto, y no dejéis este bien para otro. Vos lo habéis recibido por haberlo rehusado otro que quiso preferir la elección que él había hecho de su empleo para glorificar a Dios, a la elección que ese mismo Dios había hecho de él para que hiciera conocer, amar y honrar su Sagrado Corazón. Por esta razón le ha privado de un número infinito de gracias, que ahora están a vuestra disposición si queréis corresponder a los santos impulsos y a las luces que os dé para este efecto. Y la razón por la cual no me es permitido hablar de las recompensas que promete a los que se empleen en esta obra, es para que trabajen sin otro interés que el de su gloria, movidos de su puro amor.
Ya veis cuán libremente os digo mi pensamiento, según que me es permitido; pues cuando no agrada a mi soberano Señor, me quita toda memoria y toda inteligencia sobre lo que quisiera decir, de suerte que me es imposible hacerlo. Y de igual modo me deja en tal incapacidad de presentarle ciertas intenciones o personas que no son de su agrado, ya porque examinen la razón de sus voluntades, ya por otras causas, que me hace sufrir un tormento inexplicable en semejantes ocasiones. Yo no desisto, aunque Él rechace mis demandas; mas combatiendo, por decirlo así, con Él, respondo a veces por esas personas, y me obligo frecuentemente a una larga y penosa serie de sufrimientos. Éstos son mi ejercicio continuo, desde que me ha destinado, si no me engaño, para ser la víctima de su Divino Corazón y su hostia de inmolación sacrificada a su beneplácito e inmolada a todos sus deseos, para consumirse continuamente sobre ese altar sagrado con los ardores del puro amor paciente.
No puedo vivir un momento sin sufrir; y mi alimento más dulce, y mi plato más delicioso es la cruz compuesta de toda clase de dolores, penas, humillaciones, pobreza, menosprecio y contradicciones, sin otro apoyo ni consuelo que el amor y la privación. ¡Oh, qué dicha el poder participar en la tierra de las angustias, amarguras y abandonos del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo! Pero advierto que satisfago demasiado mi gusto hablando de la cruz, la cual es como un perfume precioso que pierde el buen olor delante de Dios, cuando se la expone al viento de la demasiada locuacidad. Es, pues, mi herencia sufrir siempre en silencio.
Mas en cuanto a responder a lo que me preguntáis de las gracias que yo, su indigna esclava, he recibido de ese Corazón adorable, no puedo hacerlo. Él me obliga y me fuerza, por decirlo así, con frecuencia a descubrirlas a las personas para las cuales las ha destinado. Después las quita de mi memoria para dejarme ocupada en Él solo, que vale diez millones de veces más que todos sus dones, los cuales no pueden ser considerados más que con relación a su amor.
Me parece, no obstante, que puedo deciros que, si me fuera posible contaros las gracias y las misericordias de ese todo amante y todo amable Corazón, necesitaría un libro doble mayor que el vuestro: ¡ved si no merezco mil veces el infierno por mis continuas infidelidades e ingratitudes! Se me ha dado a conocer, si no me engaño, que estas gracias no me serían concedidas sino en favor de otras personas, para gloria del Sagrado Corazón, y que así, yo no debía apropiarme ni atribuirme nada de ellas. Así que no me queda más que la vista de mi nada criminal, que veo continuamente como en un cuadro que este Soberano de mi alma tiene delante de mis ojos. En él me hace verme a mí misma como un compuesto de toda suerte de miserias que quiere Él cambiar en un compuesto de sus infinitas misericordias.
¡Oh, si supierais qué tormento sufre mi alma, al verse tan impura ante la santidad de Dios que no puede sufrir la menor mancha en un alma, que conversa con Él! Esta santidad es como un fuego devorador que penetra y consume hasta la medula de los huesos y exterminaría mil veces a los pecadores si esta amorosa misericordia no se pusiera de por medio, pues es inexorable. Se me figura no haber suplicio que no parezca más dulce que el que esta santidad de Dios hace sentir, cuando quiere purificar a un alma para comunicarse a ella. Os confieso por mi parte, que las gracias que Él me concede son siempre precedidas y seguidas de esta clase de tormentos o de un purgatorio de humillaciones; y a no sentirme sostenida y fortificada por Aquél mismo que me aflige, me sería imposible soportar ese tormento.
Pero, ¡Dios mío!, ¿a qué conduce el entreteneros con esta suerte de discursos tan ajenos a nuestro asunto? Yo creo que lo permite su bondad, a fin de que podáis conocer de qué espíritu procede lo que os digo, y por el cual soy conducida, y esto para desengañaros y para ayudarme a salir de este camino, si no es seguro. Yo rogaré a Nuestro Señor os dé luz sobre esto, a fin de que me digáis lo que creéis sobre todo lo que aquí os digo, en el secreto del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo. Por su amor os pido esta gracia: quemad esta carta después de haberla visto, para decirme lo que juzgáis, y que sólo sea vista por vos, pues sin ilación ni concierto he puesto en ella más de lo que pienso. Ni aun sé si la podréis leer, ni comprender lo que os digo, porque no sé expresarme. Mas, en nombre de Dios, de ningún modo me deis a conocer; pues el ser conocida es para mí un martirio más rudo que cuanto pueda deciros.
En cuanto a lo que me proponéis en vuestra carta, tanto acerca de las meditaciones como de las indulgencias, me parece ver clara e indudablemente que el Sagrado Corazón es quien os ha inspirado obrar de este modo. Pues me da a conocer que le es tan agradable, que nadie sino Él mismo hubiera podido inspiraros una cosa tan de su agrado, y creo ha de recibir en esto mucha gloria. Anticipadamente siento yo en ello una gran consolación, y me regocijo sobremanera. Pero al solicitar las indulgencias, ¿no habría medio de conseguir que la Santa Sede Apostólica aprobara la Misa en honor del Divino Corazón? También éste es un punto muy importante. Y, si bien tengo, esperanzas de que se consiga, no sé de quién se querrá servir para ello; pues ya muchos han visto frustrados sus intentos.
Hay otra cosa de la cual me siento muy impulsada a hablaros, por el gran deseo que el Sagrado Corazón tiene de ello, según me manifiesta. Y es el de la propagación de esta devoción en los palacios de los reyes y de los príncipes de la tierra, a fin de recibir tanto placer siendo amado y honrado de los grandes, como profundas fueron las amarguras y angustias que experimentó, cuando en su Pasión fue tan despreciado, ultrajado y humillado. Me parece, os lo confieso, que esta devoción protegería grandemente a la persona de nuestro rey, y podría dar feliz suceso a sus armas y procurarle grandes victorias.
Mas no me toca a mí hablar de esto; es preciso dejar que obre el poder de ese Divino Corazón, del cual habéis tenido la bondad de presentarme algunos libros. Verdad es que jamás me hubierais podido hacer un obsequio más gustoso; pero me siento del todo confundida de vuestra liberalidad para con una persona a quien el Señor de tal manera la ha despojado de todo, que nada la ha dejado sino a sí misma.
He ahí por qué es preciso que aquellos a quienes Él inspira que me hagan semejante caridad, no esperen por ello otra recompensa que la que Él mismo les dará en mi lugar, porque creo haber recibido la seguridad de que tomará a su cargo el agradecer y recompensar todos los beneficios que a esta su ruin esclava se hicieren. Yo, por mi parte, le rogaré de todo mi corazón que así lo haga con vos. Yo os suplicaría que, si no os sirviera de molestia, pusierais en vuestro nuevo libro las letanías de la Santísima Virgen.
Tengo otra cosa importante que deciros: que a una religiosa de la Visitación, muerta hace unos cuarenta años en olor de santidad, le fue revelado que la devoción al Corazón Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo tendría principio en la Orden de la Visitación. Y siendo esto así, pienso que todo se ha realizado por medio de nuestro Santo Fundador, el gran San Francisco de Sales, el cual había destinado a sus Hijas a rendir homenaje a ese Divino Corazón, conformando toda su vida a las santas máximas del mismo.
Yo, por mi parte, no puedo menos de creer que, si es verdad que esta devoción amabilísima ha nacido en la Visitación, progresará por medio de los reverendos Padres jesuitas64. Y creo que para esto precisamente había escogido al bienaventurado amigo de su Corazón (el B. de La Colombière) para el cumplimiento de ese gran designio, que, como espero, será muy glorioso a Dios, a causa del ardiente deseo que tiene de comunicar por este medio su amor y sus gracias.
¡Oh, si pudiéramos comprender las grandes ventajas, las gracias y las bendiciones que esto proporcionará a las dos Ordenes religiosas! ¡Con cuánto ardor trabajaríamos en ello si conociéramos bien los frutos de ese tesoro! Conviene dirigirse a su fiel amigo, el buen P. de La Colombière, al cual Jesús ha otorgado un gran poder encargándole, por decirlo así, de lo concerniente a esta devoción. Confidencialmente os confieso haber recibido de él grandes socorros, siéndome aún más favorable que cuando estaba acá en la tierra. Si no me engaño, esta devoción del Sagrado Corazón le ha hecho muy poderoso en el cielo, y le ha elevado más en la gloria que todo lo restante que hubiera podido hacer durante todo el curso de su vida. Espero yo que lo mismo sucederá con vos, si queréis corresponder y seguir los santos movimientos de la gracia.
No os olvidéis de avisarme qué día tendréis la dicha de ofrecer ese gran sacrificio de amor (la primera Misa del P. Croisset), pues tengo en él una gran esperanza conforme a vuestras promesas. Quizá os arrepintáis ya de ello a causa de mi indignidad y pobreza espiritual; mas espero que el Sagrado Corazón suplirá por todo, y que si redobláis vuestras súplicas para pedirle me convierta enteramente a su puro amor, me concederá esta gracia en mi retiro, en el cual entraré dentro de tres semanas.
Entonces sí que tendré particular necesidad de que me ayudéis en la presencia de mi Soberano, el cual, a mi parecer, de tal modo me ha formado y destinado para su amabilísimo Corazón, que Él solo constituye toda mi alegría, mi consuelo, mi tesoro y mi felicidad. Fuera de Él todo lo demás es nada para mí. Se me figura no haber cosa alguna que yo no quisiera hacer ni sufrir por complacerle en lo que desea con tanto ardor.
Quiere, ante todo, reavivar con esta devoción la caridad resfriada y casi extinguida en los corazones de la mayor parte de las criaturas, dándoles un nuevo medio de amar a Dios por medio de su mismo Sagrado Corazón, tanto como Él lo desea y lo merece, y así reparar sus ingratitudes. Este Corazón Divino es el tesoro del cielo, cuyo oro precioso se nos ha dado de muchas maneras, para pagar nuestras deudas y adquirir la gloria, y ésta también la última invención de su amor; de nosotros depende el aprovecharnos de ella. ¡Infelices aquellos que no lo hagan o que no quieren hacerlo!
Desea Él que, santificándonos, glorifiquemos a ese Corazón amantísimo que ha sufrido más que todo el resto de la santa humanidad de Nuestro Señor Jesucristo. Porque desde el momento de la Encarnación, este Corazón sagrado se vio sumergido en un mar de amargura, sufriendo desde aquel primer instante hasta su último suspiro en la Cruz. Todo lo que sufrió interiormente la Santa Humanidad en el cruel suplicio de la cruz, lo padeció continuamente este Divino Corazón. Por esto quiere Dios que sea honrado con particular homenaje, a fin de que los hombres le hagan experimentar tanto gozo y placer con sus obsequios y amor, como penas y amarguras le han hecho sentir con sus ofensas.
Nada hay más dulce ni más grato, y al mismo tiempo más fuerte y eficaz para convertir a los pecadores más endurecidos, que la suave unción de la caridad ardiente de ese Corazón amable. Él penetrará los corazones más insensibles por medio de la palabra de sus predicadores y fieles amigos, haciendo que sea como una espada ardiente que derrita en su amor los corazones más helados. Y esto se refiere particularmente a los religiosos de la santa Compañía de Jesús, a quienes se ofrecen estas gracias para darles medios favorables de desempeñar digna y perfectamente las funciones de su ministerio de caridad, para gloria de Dios en la conversión de las almas.
Deben los tales excitar mucho a las almas a que se aprovechen del gran tesoro encerrado en esta devoción al Sagrado Corazón de Jesús, por medio del cual podemos a nuestro arbitrio satisfacer a la justicia divina.
Primeramente, es preciso secundar sus deseos y trabajar en hacer que sea conocido y amado con el amor más puro y exento de todo interés propio.
En segundo lugar, quiere que nos dirijamos a Él en todas nuestras necesidades, con una confianza humilde y respetuosa, pero enteramente filial, abandonándonos por completo a su solicitud amorosa, como hijos a su buen Padre, el cual, habiéndonos dado la vida en la cruz con tantos dolores, no podrá olvidarse de sus ternuras para proveer a todas nuestras necesidades.
Por último, quiere una gran caridad para con el prójimo y que roguemos por él como por nosotros, pues uno de los particulares efectos de esta devoción es el de reunir los corazones divididos y pacificar las almas.
Cuando se ha caído en alguna falta, conviene recurrir a ese Corazón Divino para ponernos nuevamente en gracia de Dios Padre, al cual se debe ofrecer una de las virtudes opuestas a nuestra falta, como su humildad por nuestro orgullo, y así de las demás; haciéndolo con amor satisfaremos por este medio, según sus promesas, nuestras deudas para con su Divina justicia.
Es este Divino Corazón una fuente inagotable en la cual hay tres caños que fluyen sin cesar:
El primero, de misericordia para los pecadores, sobre los cuales derrama el espíritu de contrición y penitencia.
El segundo, de caridad, se difunde para socorro de todos los miserables que se hallen en cualquier necesidad. Particularmente los que tienden a la perfección encontrarán aquí, por medio de los santos ángeles, fuerzas con que superar los obstáculos.
Del tercero brotan el amor y la luz para los amigos perfectos, a quienes quiere unir consigo mismo para comunicarles su ciencia y sus máximas, a fin de que se consagren enteramente a promover su gloria, cada uno a su manera. La Santísima Virgen será la especial protectora de éstos, para hacerlos llegar a la vida perfecta. Además, este Divino Corazón será el asilo y puerto seguro a la hora de la muerte de todos aquellos que le hayan honrado durante su vida, y los defenderá y protegerá.
Debo manifestaros un pensamiento que me viene al escribiros; y es que este Divino Corazón es como un árbol hermoso que ha echado muy profundas raíces en la Orden de la Visitación, a causa de su pequeñez. Ésta misma hará que aparezca mejor la majestad de su poder y de su grandeza. Este árbol está cargado de toda suerte de frutos buenos y saludables, propios para sanar del veneno del pecado y devolver la vida al alma. Y como no quiere que un fruto tan precioso permanezca escondido y sin provecho, ha escogido a los reverendos Padres jesuitas para distribuirlo, y hace gustar su dulzura y suavidad a todos y a cada uno, descubriéndoles cuán útil y provechoso será para las almas que de Él se alimentaren con las disposiciones requeridas.
En fin, este Divino Corazón es un abismo de bondad en el cual deben los pobres abismar sus necesidades; un abismo de gozo, en el que es preciso abismar todas nuestras tristezas; un abismo de humillación para nuestro orgullo; un abismo de misericordia para los miserables, y un abismo de amor, donde debemos abismar todas nuestras miserias.
Pero, Dios mío, ¡qué dicha fuera, si este Divino Corazón quisiera manifestar su poder en este tiempo de calamidades y desolación, tanto para el sostenimiento de la fe como para el restablecimiento de la paz, haciendo triunfar a nuestro Rey de sus enemigos! Menester sería para esto que fuera conocido en estas regiones; ¿cómo se podría hacer esto? Mas yo no sé por qué al deciros todo esto me siento abismada en una extraña confusión.
Mas, ¡ay de mí!, que quizás sea porque todo lo que os he dicho es enteramente inútil; pero puedo aseguraros no haber sido mi intención decíroslo cuando comencé esta carta. Espero la quemaréis después de haber examinado de qué espíritu veis que soy conducida, para decírmelo y desengañarme, si es posible. Porque, si es espíritu del demonio, muy desgraciada sería, por el gran imperio que tiene sobre todo mi ser corporal y espiritual; de tal suerte, que a mi parecer tan enteramente me ha hecho para sí, que mi corazón parece insensible a todo otro movimiento que a aquellos que Él exige como le place de este mismo corazón, sea de alegría o de tristeza, de consuelo o de dolor, etc.
En fin, ahí tenéis los dos borradores de cartas que me pedís, mas creo que quizá no encontraréis en ellos nada de lo que deseabais. Es que el Señor, a mi juicio, quiere dároslo todo por sí mismo, y quiere hacerlo todo en vos, porque os ama. Pero os digo muy en particular que, según Él me lo ha dado a entender, para vos están abiertos los tesoros de su Sagrado Corazón, y veo que os hará tomar de ellos abundantemente, y aun os los repartirá con profusión, para el cumplimiento de esa gran obra, para la cual me parece que no puede dudarse que os ha destinado. Mas, si no me engaño, quiere que trabajéis en ella con un perfecto olvido y desconfianza de vos mismo, apoyado enteramente sobre esa perfecta confianza en Él, la cual os da ya tan abundantemente. Además, es preciso no tener otra mira que la de su puro amor.
No dejaré de ofrecerle esos dos santos religiosos (los Padres Gette y Villette, S.I.), sobre los cuales, si no me engaño, tiene el Señor grandes designios para gloria de su Divino Corazón que ama a las almas humildes y puras. Recomendadme vos a su caridad para con los pobres pecadores, encargándoles no me olviden en sus santos sacrificios. ¡Que Dios sea bendito eternamente, y se digne consumirnos en las llamas de su puro amor!
Permitidme que os lo diga una vez más: tanto en las meditaciones como en lo restante, sed ardiente en el amor cuanto os fuere posible, y sea todo breve y conciso. Creo comprenderéis bien lo que os quiero decir.
Me olvidaba deciros que muchas personas desean ardientemente ver aprobada la Misa del Sagrado Corazón, al menos por los señores Obispos, si todavía no se puede conseguir que lo sea por el Papa. Por esto me instan fuertemente a que me dirija al autor de ese librito de Lyon, para rogarle que mire a ver si podría alcanzar que fuera aprobada por el señor Arzobispo de Lyon, como sabéis que la ha aprobado para su diócesis el señor Obispo de Langres; creo que ya habéis visto esta aprobación. Procuro dar a conocer vuestros libros cuanto puedo. Ved lo que podríais hacer sobre lo que os digo…