CARTA CXXXIV
QUINTA DE AVIÑÓN, AL P. CROISSET
Repugnancias de Margarita a escribir y bajar al locutorio.—«Quiere que vivamos como hermano y hermana».—Su seráfico amor a la cruz.—Para los otros el amor gozoso, para mí sólo el amor paciente.—«Jamás tendremos bastante tiempo para amarle».— Afectuosos intercambios de oraciones.—Humilde agradecimiento de la Santa por dos misas celebradas a su intención.
¡Viva † Jesús!
[Principios de 1690]
Verdaderamente el ardoroso y justo deseo de vivir pobre, desconocida y olvidada y despreciada que desde mi tierna juventud me ha acosado siempre, me impediría el escribir y el comparecer en el locutorio jamás, si la obediencia, que es para mí una ley inviolable, no dispusiera otra cosa, no permitiéndome satisfacer esta inclinación; pero tendré la dicha de obedecer respondiéndoos sencillamente y sin artificios, porque el amor no quiere otra cosa.
No sé por qué desconfiáis de mí, temiendo que os olvide y que quiera retractarme de un pacto y unión de bienes espirituales que me es tan ventajoso bajo todos conceptos y que considero como una gran dicha mía. Tanto más cuanto que me parece tener motivos para creer que procede de la ardiente caridad de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, como espero de su bondad, hará que subsista eternamente en su Sagrado Corazón, donde todo es permanente. Allí es donde su puro amor quiere que en adelante vivamos como hermano y hermana para amarle, honrarle y glorificarle con todas nuestras fuerzas, inmolándonos y sacrificándonos sin reserva para lograr que sea conocido, amado y glorificado.
¡Cuánto le debo por haberos inspirado tanta caridad para conmigo!
Espero que esto me ayudará mucho a conseguir mi salvación eterna; y os confieso con sinceridad que si conocierais a esta miserable pecadora que os habla, vuestro corazón, todo abrasado de caridad, se sentiría movido de compasión a pedir encarecidamente mi perfecta Conversión al Corazón de nuestro buen Maestro. Mil veces le he bendecido al leer vuestra carta, por ver que os ha colocado en el número de sus fieles siervos y amigos más queridos, para colmaros con profusión de la abundante suavidad de su puro amor, en el cual desearía veros del todo consumido.
Vuestra herencia, querido hermano mío, será, pues, el Tabor todo resplandeciente de gloria; y la mía el Calvario hasta mi último suspiro, entre los azotes, las espinas, los clavos y la cruz, sin otro consuelo ni placer que el no tener ninguno. ¡Oh, qué dicha poder sufrir siempre en silencio y morir finalmente en la cruz, oprimida bajo el peso de toda suerte de miserias del cuerpo y del espíritu en medio del olvido y el desprecio! Bendecid, pues, por vuestra parte a nuestro soberano Dueño por haberme regalado tan amorosa y liberalmente con su preciosa cruz, no dejándome un momento sin sufrir. ¡Ah!, ¿qué haría yo sin ella en este valle de corrupción, donde llevo una vida tan criminal que sólo puedo mirarme como un albañal de miserias, lo cual me hace indigna de llevar bien la cruz para hacerme conforme a mi pacientísimo Jesús?
Mas, por la santa caridad que nos une en su amable Corazón, rogadle que no me rechace a causa del mal uso que he hecho hasta el presente de ese precioso tesoro de la cruz; que no me prive de la dicha de sufrir, pues en ella encuentro el único alivio a la prolongación de mi destierro.
No nos cansemos jamás de sufrir en silencio en el cuerpo y en el alma; la cruz es buena para unirnos en todo tiempo y en todo lugar a Jesucristo paciente y muerto por nuestro amor. Preciso es, por lo tanto, procurar hacernos verdaderas copias suyas, sufriendo y muriendo con la muerte de su puro amor crucificado, pues no se puede amar sin sufrir. Me gozo de ver a los demás abismados en las satisfacciones del amor gozoso; para mí no quiero acá abajo otra que la de verme abismada en los dolores del puro amor paciente.
Gozad, pues, enhorabuena, y yo sufriré sin otra voluntad ni deseo de mi parte que el del cumplimiento del beneplácito divino, al cual debemos abandonarnos enteramente, olvidándonos por completo de nosotros mismos. Dejémosle hacer en nosotros y de nosotros lo que desee, sin reservarnos otro cuidado que el de amarle obrando o sufriendo. Esto es suficiente; con tal de que Él se contente, basta. Mas conozco que me complazco demasiado hablándoos de sufrimientos. No puedo obrar de otro modo; pues la ardiente sed que siento de ellos, me atormenta más de lo que pudiera deciros.
No sé ni amar ni sufrir; lo cual me hace ver que todo lo que digo sobre esto no es más que una invención de mi orgulloso amor propio. Mucho, sin embargo, me consoláis hablándome del puro amor. Sólo él basta, pero me parece que jamás tendremos bastante tiempo para amarle. Él es el único objeto de nuestro amor.
¡Ah!, ¡cuán dichoso seréis en poder recibirle todos los días, luego que celebréis el divino sacrificio del amor!70 Muchísimo me regocijo con tal motivo, no sólo porque participaré de ese acto y me uniré a Él, sino también por el placer que el Señor tendrá en entrar en un corazón que le ama, que es todo suyo y que no quiere otra cosa que a Él. Pedid para mí la misma gracia, a fin de que haciéndonos verdaderas copias de nuestro amor crucificado, correspondamos a los designios que tiene de santificarnos; y puesto que deseáis que nos escribamos de vez en cuando, no tratemos de otra cosa que del amor divino y de la cruz.
Repito una vez más que no puedo agradeceros bastante la participación que me concedéis en vuestras oraciones. Yo os doy parte, según lo prometido, no sólo en todo lo que pueda hacer y sufrir, sino también en las oraciones que por mí se ofrezcan. Os diré en confianza que dos grandes siervos de Dios se han sentido impulsados por su ardiente caridad a hacerme el más precioso de todos los dones, que es celebrar cada uno una misa por mí. Si supierais cuán reconocido está mi corazón a esta caridad, me ayudaríais a encomendarlos al Señor. Confío que el Sagrado Corazón suplirá todas mis impotencias, ya que Él es todo mi tesoro, todo mi poder y toda mi esperanza. Cuando voy a Él, me parece que os encuentro allí siempre muy adentro.
Sed, pues, por siempre del todo suyo y dejaos abrasar y consumir en sus más puras llamas, por las cuales le suplico nos transforme del todo en Él.
Sor Margarita María
De la Visitación de Santa María.
CARTA CXXXV
SEXTA DE AVIÑÓN, AL P. CROISSET
El Carnaval, tiempo de dolor y de amargura para Margarita.—«Con tal de que Él se contente, esto sólo me basta».—No me saquéis en vuestro libro.—Vos sois uno de los apóstoles escogidos por el Sagrado Corazón de Jesús.—Manteneos siempre en paz; acogeos al amantísimo Corazón.—«Hacer o padecer, todo es lo mismo para un corazón amante».—«¡Qué libro tan precioso es el amable Corazón!»—Es dueño y señor absoluto de Margarita.—«No tengo otro placer que el no tener ninguno».—Responde a diferentes encargos del P. Croisset. ¿Debo dejar de ir al locutorio y de escribir cartas?—«No puedo hacer otra cosa que padecer en silencio».—«Tengo sed: me abraso en deseos de ser amado».—La siempre humilde y agradecida Virgen de Paray.
¡Viva † Jesús!
17 de enero de 1690
Mi Reverendo Padre: Nuestro soberano Dueño se ha dignado infundirme mucho consuelo con la lectura de vuestra carta, después de haberme prohibido leerla largo tiempo, a causa de cierto impulso demasiado impetuoso que me había venido a buscar en ella dicho consuelo en el sensible y doloroso estado paciente en que Él me había colocado durante el Carnaval. ¡Le ofenden y abandonan tantos pecadores! Me parece que de tal modo es éste mi tiempo de dolor y amargura, que no puedo ver ni gustar otra cosa que a mi Jesús doliente y abandonado. Me compadezco de sus dolores y me penetra tan vivamente con ellos su Corazón adorable, que no me conozco a mí misma.
A su divina Justicia todo sirve de instrumento propio para atormentar a esta víctima culpable, de tal suerte que no puedo hacer otra cosa que sacrificarme como una hostia de inmolación a su santidad de justicia. Ésta es tan terrible al pecador, que os confieso que, si no me sostuviera su santidad de amor y misericordia a medida que la otra me hace sentir el peso de su rigor, me sería imposible soportarla un solo momento. Todo esto lo sufro, sin embargo, en medio de una paz inalterable, contentándome con estar adherida al beneplácito divino. Con tal de que Él se contente, esto solo me basta.
Creía yo que no había de poder contestaros; mas pienso que Él desea que lo haga. Él, pues, me dará los medios de hacerlo de la manera que le agrada, porque en cuanto a mí, no quisiera decir al presente otra cosa que: Mi alma está triste hasta la muerte. O bien las palabras de mi Salvador en la cruz: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me habéis abandonado? Y estas otras: Padre mío, perdónalos.
Cuanto más sufro, más sedienta me hallo de sufrir. Me parece que todas las criaturas deberían servir de instrumento a la divina Justicia para atormentarme, si bien yo ni deseo ni pido nada. Me contento con abandonarme y someterme a Él, dejándole el cuidado de hacer de mí cuanto quiera. No queriendo más que a Él, ¿qué me importa que sea en medio de la consolación o de la aflicción?
Aunque creo no tener parte en lo que os digo de las gracias de mi soberano Maestro, gracias que, por mi poca correspondencia, me serán tal vez motivo de mayor condenación, no dejo de experimentar una especie de martirio cuando Él me obliga a hablar de ellas. Esto lo hago frecuentemente sin darme cuenta de lo que digo, y sin poder acordarme de ello después de haberlo dicho. Por esto no os extrañéis de que quizás os repita siempre las mismas cosas.
En cuanto a la proposición que me hacéis de poner estas gracias en vuestro libro, ¡oh Dios mío!, ¿qué me decís? No es tiempo de eso, sean cualesquiera las razones que me pudierais alegar, a menos que mi Señor Jesucristo no os haya dado a conocer que ésta es su voluntad. Y me cuesta el creer que quiera hacerlo, después de haberme consolado sobre este punto, si no me engaño, dándome a entender que, aun cuando las cosas no estén referidas por extenso, como vos desearíais para su gloria, Él es bastante poderoso para suplir con su gracia y hacer producir a vuestro libro los mismos efectos. Sí, tengo esta confianza en mi Dios, que jamás deja de hacer lo que quiere. Y no penséis que en esto miro por mí misma; pues nada hay que no sacrifique por la gloria de mi Soberano. Es que me parece que no lo quiere, por la razón de que, si lo quisiera, me quitaría esta extraña pena que tengo de ser conocida. ¡Ay de mí! Si la conocierais, diríais que era una especie de crueldad el sacarme de esta vida ignorada y oculta.
Os manifestaré en confianza que cuantas veces se lee71 lo que se ha sacado del Retiro del Reverendo P. La Colombière, advierto que se imprimen en mí penas tan grandes y me siento sumida en abismos de confusión y de humillación tan extraños, que no sé dónde estoy, pareciéndome que todos me miran por haber tenido en ello alguna parte. Por favor, no penséis más en semejante proposición.
En cuanto a lo que me preguntáis, yo creo que Dios quiere servirse de vos en esa obra; me parece que ya os he dicho lo que pienso acerca de esto.
Desde el principio, mi Divino Dueño hizo conocer a su in digna esclava que había escogido un vil instrumento para establecer el culto de su Sagrado Corazón y atraer los corazones a amar el suyo adorable. Que tenía una sed ardiente de ser conocido, amado y honrado de los hombres por medio de homenajes y honores particulares, a fin de tener un medio de repartirles abundantemente sus misericordias y sus gracias santificantes y saludables, satisfaciendo así su propio deseo.
Y como le representase yo el negocio tan imposible de mi parte, que era más a propósito para, suscitarle obstáculos que para serle útil en este designio, me dijo que no sabía yo que, siendo Él todopoderoso, podía hacer cuanto quisiera, y que no quería servirse en esto del poder humano, sino de la suavidad de su amor. Me dijo, además, que no debía temer nada, pues Él supliría todo lo que faltara de mi parte; y que para este fin se había escogido cierto número de verdaderos amigos que me los daría a conocer.
El R. P. de La Colombière fue el primero; y la primera vez que tuve el honor de veros, me dio en seguida tan grande certeza de que os había escogido para este designio, que por esto os haría participar de los ardores de su Divino Corazón, y que en adelante tendríais también alguna parte en sus humillaciones, sin que me descubriera el modo ni el tiempo de ellas.
Cuando vinisteis por segunda vez, Nuestro Señor me apremió fuertemente a que os pidiera esas meditaciones, acerca de las cuales quizá no haya sabido explicarme bien, por el gran temor que tengo de engañarme. Mas en seguida me infundió seguridad con estas palabras: Que Él no os hubiera jamás dado gusto alguno por esta devoción, ni facilidad para trabajar por ella, si no os hubiera escogido para esto; y, además, que Él no me hubiera dado nunca esta franqueza de corazón para con vos sobre este asunto. Me parece, si no me engaño, que me promete además que os suministrará todas las gracias y socorros necesarios, y aun que suplirá por su parte todo lo que pueda faltar por la nuestra.
Mas no se realizará todo esto sin muchos trabajos y sufrimientos, los cuales deberéis recibir como las pruebas más inequívocas de su voluntad. Éste es el medio de santificación según yo creo, de que quiere servirse para hacernos llegar a esa gran santidad cuyo deseo nos infunde. Y para esto me parece que exige de nosotros una gran confianza en Él y apoyo en su amor, y un entero olvido y desconfianza de nosotros mismos. Esto es lo que noto particularmente en vuestras disposiciones, siendo fiel en darle la gloria de todo y en recibirlo todo y esperarlo todo de su adorable Corazón.
No sé si en lo que os he dicho encontraréis las señales de la voluntad de mi Divino Dueño, que me pedís; pero eso es lo que os puedo decir al presente. Dejo lo demás a lo que os inspire creer acerca de ello, quedando contenta de cuanto haga y permita respecto a mí.
En cuanto a la turbación que sentís levantarse en vos, creo en verdad que en ello tiene mucha parte el demonio, mas espero que no llegará a conseguir lo que con eso pretende. Lanzando a vuestra alma en la turbación, quiere impedir a nuestro Divino Dueño el que haga de ella un trono de paz y establezca en vuestro corazón el reinado de su puro amor, que Él irá siempre acrecentando y perfeccionando hasta la consumación, con tal que os abandonéis a Él y le dejéis obrar.
Esos temores que tenéis acerca de lo que os puede suceder en lo porvenir no le agradan, si no me engaño. Son un obstáculo a sus designios y a vuestra perfección. Vengan de donde vinieren, he aquí el fruto que Él desea saquéis de ellos: un perfecto y entero sacrificio de espíritu que os haga abrazar amorosamente y sin reserva lo que se os representare de más enojoso y humillante, y esto tantas veces cuantas sintiereis que se excitan en vos esas turbaciones. Por este medio confundiréis a vuestro enemigo y recibiréis la misma recompensa que si hubiereis sufrido todas esas cosas. Luego que hubiereis hecho esos actos de sacrificio, es preciso que apartéis prontamente el pensamiento de esos temores, acogiéndoos al Sagrado Corazón de Jesús, hasta que se hayan disipado esas tempestades y nubes tenebrosas.
Porque, ¡ay de mí, mi querido hermano!, ya que sólo va nuestro interés en todos esos sacrificios que Dios exige de nosotros, ¿cómo podríamos tener aún alguna mira propia?, puesto que importa poco a un corazón que solamente busca a Dios y a su divino beneplácito, el modo con que le sacrifique el puro amor, ya sea en la elevación, ya en la humillación. Hacer o padecer, todo es lo mismo para un corazón amante; dejemos, pues, el porvenir a la Providencia del puro amor de ese Divino Corazón, que pide al nuestro, fidelidad en los momentos presentes.
Además, se levantan también esas turbaciones en vos para enseñaros a morir continuamente a vos mismo, y a desligaros de todos vuestros intereses propios, a fin de que, con una entera desconfianza de vos mismo, permanezcáis siempre abismado y como perdido por completo en los abismos del puro amor. No sé si podréis comprender lo que quiero deciros.
Mucho placer me habéis dado ofreciéndome la Santa Misa para el mes de marzo, que puede llamarse el mes de mi Señor Jesucristo, por los grandes misterios en él obrados.
¡Ah!, ¡qué felicidad la vuestra cuando ofrezcáis ese gran sacrificio de amor! Os acompañaré en espíritu al altar en cuanto me sea posible, y de muy buena voluntad os hago donación, en lo que de mí depende, de todas mis obras desde ahora hasta entonces, o más bien, pido al Sagrado Corazón que os aplique sus méritos y disposiciones y os revista con ellos.
Comulgo y oigo la Santa Misa a vuestra intención. En cuanto a otras oraciones, apenas hago, fuera de lo de obligación, más que rezar el Rosario, el cual rezo con tan poca devoción y tanto trabajo, que me quedo como pasmada muchas veces. Me falta la palabra para proseguirlo, haciéndome impotente mi Divino Maestro para la oración vocal. ¡Si supierais las resistencias que por esta causa le he opuesto!… Aunque muchas veces se me prohibieron esas oraciones, las dejaba por algún tiempo, y luego volvía de nuevo a hacerlas. Después me daba por ello mi Soberano severas reprensiones, y también con respecto a la lectura espiritual, en la cual me encuentro con frecuencia sin poder leer, sea cualquiera la violencia que me haga, en el libro que tengo en las manos.
Pero en lugar de éste, se me ha abierto como un gran libro el amable Corazón de Jesús, donde me hacer leer las admirables lecciones de su puro amor, que no me desecha a pesar de todas mis resistencias. Muchas veces combato con Él, pero siempre sale Él victorioso y yo confundida. Jamás ha habido tan excelente director, porque al enseñar proporciona los medios de hacer lo que enseña o bien lo hace Él mismo.
Os confieso ingenuamente que me conduce por un camino del todo opuesto a mis inclinaciones. Siento una aversión extraordinaria a todo empleo honroso en la religión, a ir al locutorio y a escribir cartas. Y, sin embargo, fue preciso que me sacrificara a todo eso, pues no me dejó en paz hasta que me obligué a ello con voto. No dejo por eso de sentir mayor repugnancia que antes, pero abrazo esta cruz con las otras, con las cuales le place a mi Divino Maestro regalarme. Os aseguro que, si estuviera un momento sin sufrir, creería que me había olvidado y abandonado.
Me parece que vuestro voto, si no me engaño, agrada mucho al Divino Corazón, el cual le convertirá en lazo de unión indisoluble con Él. Un voto bien cumplido es un arma poderosa para defenderse contra el enemigo de nuestra salvación.
Por lo que a mí toca, os soy deudora por lo que me decís respecto a las continuas gracias que recibo de este Soberano de mi alma, el cual me ha hecho encontrar en vuestras palabras mucha consolación y seguridad en mis temores de engañarme. Puedo aseguraros, sin embargo, que aun cuando me hubierais dado a conocer que cuanto os dije sobre esto no era sino ilusión y engaño, hubiera quedado tranquila. No está en mi poder, así lo creo, desde que este Soberano se hizo dueño absoluto de mi espíritu y de mi corazón, hacer de aquellas gracias otro uso, ni excitar moción alguna, sino como a Él le plazca. De tal modo se ha apoderado de todas las potencias de mi alma, le siento obrar en mí con tal independencia de mí misma, que no puedo hacer otra cosa que adherirme y someterme a cuanto Él hace, de tal suerte que si estoy equivocada, puedo deciros que lo estoy por completo, pues nada he hecho por salir del engaño. Por mucho que me haya esforzado para resistir a este espíritu, siempre ha quedado victorioso del mío.
Pero os conjuro por todo el amor que tenéis a mi Señor Jesucristo que no temáis decirme cuanto Él os dé a conocer haya de reprensible en mi modo de conducirme, pues no intento sino amarle sufriendo. Haga Él, por lo demás, de mí, cuanto le agradare, porque la vida me es un continuo martirio; aceptar su duración es para mí el mayor sacrificio que me es preciso aceptar continuamente. En ella no tengo otro placer que el de no tener ninguno.
Respecto a vuestros deseos de que continúe hablándoos de las gracias del Sagrado Corazón, me hará guardar silencio en adelante sobre este punto vuestro designio de publicarlas en vuestro libro. Ya os he dicho que de ninguna manera quiero ser conocida; antes, os lo aseguro, me entregaría a todos los tormentos imaginables, pues no ignoráis que todo es de temer mientras estamos en esta vida de corrupción.
Así, pues, no esperéis ya más para emprender vuestra obra, según creo firmemente que lo quiere de vos el Señor, y según las señales que os he dado. Además, no puedo menos de deciros que, como el Espíritu Santo es enemigo de tardanzas, si la demoráis, temo que retire de vos las gracias que os tenía destinadas y se las dé a algún otro. Ése es mi pensamiento, pero me someto en todo a vuestro juicio.
En cuanto al ardiente deseo que os impele a haceros santo, espero ciertamente de la gracia del Sagrado Corazón que os hará un gran santo, pero pienso que os ha de santificar a su manera y no a la vuestra. Por lo tanto, dejadle obrar mirándole a Él siempre, para glorificarle en vuestro anonadamiento, y Él os mirará para purificaros santificándoos.
Por lo que hace a vuestra recomendación de pedir por los que el Señor ha puesto bajo vuestra tutela, lo tendré muy presente. Para suplir todo lo que falta de mi parte, oigo, si me es posible, una Misa extraordinaria todos los días a vuestras intenciones. Mas confieso que temo mucho el detener la corriente de las misericordias de Dios sobre mi alma a causa de mis infidelidades y de la vida tibia y lánguida que llevo. Tanto horror me inspira, que ya no me atrevo a fijar la vista en mí misma, sino solamente a mirar el amable Corazón, en cuya misericordia permanezco del todo anonadada, y no siempre para gozar, sino para sufrir.
¡Si supierais el dolor que sufro al pensar que soy un obstáculo a sus designios de darse a conocer y amar! Pedidle que antes me quite la vida sin tener miramiento alguno a mis intereses.
Respecto al joven escolar de quien me habláis, no dejaré de pedir a Nuestro Señor le dé a conocer su santa voluntad en la elección de su vocación.
Si os parece bien, podéis decirle que comulgue durante cinco viernes en obsequio del Sagrado Corazón de Jesucristo, y si él, después de hacerlo, se siente impulsado a seguir vuestra manera de vida, que la abrace sin temor, porque espero en la gracia de Dios que dará en ella buenos frutos después de muchos combates.
Recibí la carta del R. P. Gette, y aseguradle que le contesté. Casi al mismo tiempo respondí a la del R. P. Froment; sentiría mucho que se hubiera perdido la carta. Sin embargo, no le olvido, así como tampoco al R. P. de Villette, delante del Divino Corazón de Nuestro adorable Maestro, conforme a la promesa que muchas veces les he hecho. Recordadles también que no olviden las suyas en este particular.
Por fin, creo haber respondido, aunque en varias veces, a todos los puntos de vuestra carta; hacedlo lo mismo con ésta, y especialmente no dejéis de contestar a lo que voy a deciros:, ¿Debo sucumbir a la extraordinaria pena que siento, a pesar de mi voto, de aceptar los empleos de la religión, rehusándolos en cuanto me sea posible? ¿Debo hacer lo mismo acerca de ir al locutorio y escribir cartas, a lo cual tengo tanta repugnancia, que si la obediencia no me obligara, no contestaría a nadie cuando me escriben, para anonadarme y sepultarme en un completo olvido?
No siento mayor consolación que la de verme olvidada y despreciada por las criaturas, a fin de tener más tiempo para consumirme en presencia del Santísimo Sacramento, el cual es de tal manera el centro de mi corazón, que no hallo reposo sino allí, donde mi corazón le siente continuamente. Sólo para esto he sido criada; y ¿para qué puede ser útil una pobre y miserable religiosa como yo? Mucho temo que el demonio, bajo pretexto de querer aprovechar a los otros, sea yendo al locutorio o tratando de otro modo con las criaturas, no me pierda a mí misma.
¿Qué juzgáis vos de esto?
Por lo demás, no me consultéis nunca en cuanto me concierne, porque ni tengo juicio ni discernimiento para mí misma. En este mismo instante en que os escribo, me encuentro reducida a un estado tan penoso, que no me conozco a mí misma, porque de tal suerte está sumido en el dolor todo mi ser espiritual y corporal, que no debo engañaros haciéndoos creer que pido por vos. No me siento con fuerzas sino para sufrir sin apoyo, sin compasión ni consolación del cielo o de la tierra y sin deseo de recibir ninguna otra que la que agradare a mi Soberano sacrificado, en cuya presencia soy una víctima que gime y se inmola a la divina justicia. No puedo, pues, por ahora, hacer otra cosa que padecer en silencio; a esto se reducen todas mis plegarias.
Pero, ¡Dios mío!, está visto que, bien a mi pesar, no me es posible cerrar esta carta sin deciros que, no obstante todas mis repugnancias, el Divino Corazón de mi adorable Maestro os deja libre en todo cuanto de su parte os he dicho, como si fuera cosa que no me pertenece, sino bienes propios de Él. Mas suplicadle, os lo ruego, que tenga a bien quitarme la vida, en la cual ni puedo ya sufrir los reproches que me dirige por mis resistencias. Para someterme a escribiros lo arriba dicho, fue necesario que renovara en mí aquella primera gracia, en la que se me mostraba en todas partes un Corazón que despedía llamas por todas partes, y me decía estas palabras: Si supieras cuán sediento estoy de hacerme amar a los hombres, no perderías medio alguno para ello. Y otras veces oía estas otras: Tengo sed; me abraso en deseos de ser amado.
Causaba todo esto tan profunda impresión en mí, que me derretía en lágrimas por no poder contentar a sus amorosos deseos; espero que lo harán ahora sus fieles servidores, ya que Él me ha prometido que me enviaría a los que Él había destinado para esta empresa.
Pero os suplico por todo el amor que le tenéis, que al querer glorificarle, no hagáis mención alguna de mí, ni de palabra, ni por escrito. No me rehuséis esta gracia, si tenéis algo de bondad para conmigo. No me causéis ese tormento, sino pedid por mí, pues me parece que no puedo hallarme en más extrema necesidad.
Por lo que hace a que diréis por mí tantas Misas cuantas yo quisiere, no puedo expresaros mi reconocimiento, pero de mi parte no tengo sino impotencia y pobreza. Espero, sin embargo, que mi Divino Maestro os recompensará todo y que nada perderéis. Mas ya me indicaréis el número de Misas que Él os inspire decir por mí, a fin de comulgar yo otras tantas veces por vos.
No sé si podréis comprender cuanto aquí os digo, ni aun si podréis leerlo.
CARTA CXXXVI
SÉPTIMA DE AVIÑÓN, AL P. CROISSET
Sentimiento de la Santa por no haberle guardado el secreto de sus cosas.—«Yo he roto toda comunicación».—Abismada en el Divino Corazón.—¿Doce meditaciones o un retiro?—El libro del P. Froment. «Me he consolado al saber que padecéis».— Desnudaos de vos mismo.—¡A trabajar por la gloria de Nuestro Soberano!
¡Viva † Jesús!
De nuestro Monasterio de Paray
18 de febrero de 1690
Mi Reverendo Padre: He recibido la vuestra del 29 de enero, sin la cual no hubierais tenido la respuesta a la precedente, porque no habiendo guardado tan fielmente como me habíais prometido el secreto acerca de las confidencias que os he hecho en mis cartas, se han hecho ya públicas en nuestra Comunidad muchas de esas cosas, lo cual no me causa poca pena. Mas, Dios sea bendito; buena es la cruz cuando nos viene por tan santa causa, como es el interés del amable Corazón de Jesús.
Sin embargo, como vi que se me hablaba de esto, no queriendo yo que se supiera que tenía en ello parte alguna, envió a buscar la respuesta que había dado a la primera vuestra. Yo se la había entregado al R. P. Leau para que la quemara, mas nuestra Madre Superiora me lo prohibió. Por esto os la envío toda ajada, y no sé si la podréis leer; pero no he podido escribir otra.
Y aun tengo intención de no escribir más a nadie, habiendo roto todo trato y comunicación en cuanto al locutorio y a las cartas con todos, a excepción de vos, por creer que todavía debo hacerlo. Porque no puedo resistir más al Espíritu que tan fuertemente me atrae a la vida oculta y desconocida, para aprender a amar y a sufrir en silencio. Os confieso que mis padecimientos se aumentan a medida que aumenta la gloria del Corazón Divino, con tal vehemencia, que a veces me parece que todo el infierno se ha desencadenado contra mí para reducirme a la nada. De este modo soy combatida por todas partes sin que esto me espante, conservándome firmemente abismada en mi fuerte seguro, quiero decir, el Divino Corazón de mi buen Maestro, el cual, como sabio guía, no me concede más fuerza que la que justamente necesito en cada ocasión.
Mas para responder alguna palabra a lo que me decís, de hacer doce meditaciones, una para cada primer viernes de mes, yo no veo que haya gran diferencia entre éstas y un retiro espiritual, que es lo que siempre he deseado y aun desearía al presente, si pidierais mi parecer, sin poder deciros otra cosa. Pero como me decís que muchas personas de mérito creen que sería mejor hacer otra cosa, me someto fácilmente, siendo más seguro el seguir sus dictámenes que los míos.
En cuanto al R. P. Froment72, es cierto que ha compuesto un libro73 entero en honor del Divino Corazón de Jesús, y va a enviarlo a Lyon para que lo impriman. Lo había comenzado aún antes que el vuestro, y así que vio éste, sintió el que yo no se lo hubiera advertido, hasta que le hice entender que se había hecho sin participación mía. Mas no piensa desistir de su intento, ni aun después que le he hecho saber que el autor del primer libro componía también unas meditaciones.
Supo, desde luego, que erais vos el autor, y os confieso que no os he hablado de esto por temor de que no os retrajera de la ejecución de una obra que yo creo demanda Dios de vos. He ahí, con todo, una cosa que os causará pena al uno y al otro; mas es preciso no desistir, suceda lo que suceda. Pienso que haríais bien en escribirle acerca de esto, sin darle a entender que tengo yo parte en ello. Antes al contrario, le haréis entender que habéis seguido en esto la inspiración que habéis tenido al ver el librito de Dijon, movido por la persuasión de muchas personas devotas del Corazón Divino. Pero os conjuro que no se me entrometa a mí en eso de ningún modo; porque, ¡ay de mí!, si supierais cuánto motivo tengo para haceros esta súplica, no tendríais dificultad en concederme lo que os pido.
Me he consolado al saber que padecéis: lo cual me confirma todavía más en que sois de los muy amados del amable Corazón de mi Divino Maestro. No estáis aún al cabo de vuestras penas; pero ¡buen ánimo! Perseverad en soportarlas como me indicáis, y secundaréis los deseos de Dios, y confundiréis la pretensión que tiene vuestro enemigo de dañaros con cuantas penas pudiera, interiores y exteriores. No os dejéis aplanar ni abatir por ellas; y apartaos cuanto podáis de esos tristes pensamientos con abandonaros en las manos de Dios.
Decís que esperáis sentir los efectos de lo que hago por vos; mas, ¡ay de mí!, querido hermano mío, ¡temo que en lugar de atraeros gracias del cielo, no detenga el curso de las divinas misericordias! Si pudiera expresaros el fondo de miserias en que me hallo abismada, tendríais sin duda compasión de mí, por la caridad que nos une en ese Divino Corazón. Mas, en fin, podéis estar seguro de que este poquito de poder que me queda en todas mis penosas disposiciones, lo emplearé yo en orar por vos y por aquellos que con vos se emplean en hacer que sea honrado el Divino Corazón de mi soberano Maestro.
He sentido gozo inexplicable al saber que diréis pronto la Santa Misa. Mientras tanto, todo lo que yo pudiere hacer será para vos, en cuanto pluguiere a mi soberano Maestro aplicároslo. No dejaré de hacer las dos comuniones que me pedís.
No puedo dejar de deciros también, antes de concluir, que vuestra disposición me parece buena, porque os conduce al perfecto desprendimiento de vos mismo, para establecer en vuestra alma a Jesucristo, De tal modo debéis ocuparos de Él, que no tengáis tiempo de acordaros de vos mismo, permaneciendo del todo perdido en Él, en medio de vuestras penas, turbaciones y aprensiones; pues Él no os faltará jamás.
Por lo demás, tengo el consuelo de saber que el R. P. Gette está siempre lleno de celo por la gloria del adorable Corazón de nuestro divino Salvador, ante el cual tampoco olvido al R. P. de Villette. Le suplico, igualmente, que no me olvide mientras voy a sepultarme enteramente y a encerrarme en ese Divino Corazón, para guardar en Él un perpetuo silencio. Por esto no llevaréis a mal el no recibir más cartas mías, esperando que esto no os impedirá trabajar por la gloria de nuestro Soberano, en cuyo amor soy toda vuestra, etc.