Vida del beato Bernardo de Hoyos (I)

Beato bernardo de hoyos

El niño y la época

 

            Como quiera que el P. Hoyos ha empezado a moverse entre nosotros después de muerto, aún hay muchas personas que no conocen su vida. El conocimiento del P. Hoyos no tiene todavía dimensiones nacionales. Le pasa lo que al Santuario Nacional de Valladolid. Ambos guardan las piedras de su corona en un modesto recogimiento que parece actitud de espera. A los dos les llegara su día…

            Mientras, los que tenemos la dicha venturosa de poder entrar en el antiguo templo de San Ambrosio una cualquiera de estas tardes de Navidad de 1940, a tiempo en que se da la bendición eucarística a los fieles, salimos de allí, con bálsamo y aroma en el espíritu, que procuramos esparcir en los que nos escuchan.

            No es necesario poner el pie en la celda ruinosa de un monasterio medieval con todas sus evocaciones de peregrinos y glosarios añadidos a biografías de santos por manos más santas todavía, para sentir el ruido de hechos y cosas sobrenaturales. Es verdad que todo eso deposita en la membrana de nuestro espíritu un vientecillo sutil de olores místicos raros en estos tiempos. Pero no tan raros. Que Dios Nuestro Señor sabe repartir muy bien sus talentos y si hoy nos regala con Francisco de Asís, mañana será con Francisco Javier o Juan Bosco o Bautista Vianney.

            Mi pensamiento discurre ahora por la vida del P. Hoyos y veo que su figura es de un primor espiritual insuperable. Bien cerca de nosotros vivió y en tiempos no muy lejanos. En Torrelobatón vino a la luz. Pueblo castellano agazapado a la sombra de su castillo como si descansara en los últimos hechos de armas de los Comuneros. Un castillo más entre esos que sirven para inspirar bellas canciones a Zorrilla o José Mª Pemán. Todos los años se contempla huérfano en invierno y escoltado de lucientes espigas en verano.

            Allí vivían, por los comienzos del siglo XVIII, Don Manuel de Hoyos Bravo y Doña Francisca de Seña Fuica, originarios de Toro el primero y de Medina del Campo la segunda. Ambos nobles, caritativos y cristianos. Justamente en 1711, viernes y agosto, viene al mundo Bernardo Francisco. Los españoles están ahora partidos en dos bandos. Esto de los dos bandos es flor que brota con pujante lozanía en toda nuestra historia: cristianos y moros, católicos y protestantes, afrancesados y patriotas, carlistas y liberales. Ahora hay amigos del archiduque Carlos y partidarios de Felipe V. En Castilla predominan los adictos al nieto del Rey Sol.

            Cuando en la casa de los Sres. de Hoyos y en las calles de la villa se suscitan recuerdos de Almansa y Villaviciosa, los ojos del niño Bernardo Francisco no centellean fulgurantes como quizá hubiera deseado su padre.

            Y eso que los dos nombres que lleva arrimados a sus caballerescos apellidos suenan a conquistadores. Pero son Conquistadores que cabalgan en otros corceles. Bernardo y Francisco: el Abad de Claraval, el heraldo de Cristo, el apóstol de las Indias, magníficos capitanes de los tercios del Rey divino. Además ha venido al mundo en un día santificado por el nacimiento de San Francisco de Sales; otro conquistador que empezó por darse la batalla a sí mismo para terminar venciendo a los demás.

            Dª. Francisca de Seña es una española de casta. La alta nobleza de su espíritu se contenta con gozar, quieta y calladamente, del remanso de Torrelobatón, allí atiende a su esposo y educa a su hijo cristianamente. “Dios me ha hecho saber -repite con naturalidad- que si por culpa mía este niño llegara a perderse, yo le haría perder un gran santo”. Y empieza con ardoroso celo el cultivo de aquella alma y aquel cuerpo que Dios ha puesto en sus manos de madre buena. En la calle, en casa, en la escuela. Porque los niños de entonces eran listos y callejeros como los de ahora. Eso de que los niños de hoy tienen más procacidad y desvergüenza que los de antaño es una tapadera con que queremos justificar nuestra incomparable culpabilidad en la tolerancia de tantas sustancias corrosivas como se meten hoy por los poros del alma de la infancia.

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            Bernardo aprende las primeras letras y las primeras oraciones. Aire santo y amor puro. Iglesia, hogar y calle. Un día, cuando sólo tiene siete años, en el atrio de la iglesia se pone a predicar a sus compañeros de juegos. Otra vez, con motivo de un baile de sociedad que se celebra en casa de sus padres, irrumpe violentamente en el salón, se lanza a declamar furiosamente contra el peligro que aquello encierra y el precoz moralista logra que la fiesta se suspenda.

            Algún viaje a Tordesillas o a Medina del Campo por caminos en otro tiempo empedrados de lanzas. El palacio de Dª. Juana la Loca y el Castillo de la Mota se clavan en su retina sin esfuerzos ni congojas. Los españoles de entonces sentían muy cerca de sí el peso de tantas grandezas cuyos frutos aún gozaban y no se consideraban obligados a alimentar el fervor de su raza con la santa ilusión de un retorno a glorias fenecidas: el Duero y la Mota todavía eran dones presentes. Precisamente en aquellos primeros años del siglo habían corrido aires de cruzada. Fue cuando las tropas del Archiduque -ingleses, holandeses y alemanes- quemaron iglesias y saquearon monasterios, como hicieron en Puerto de Santa María. Felipe V volvió a ser el Rey Católico. “A los Obispos y religiosos les hirvió la sangre de Cisneros y dieron armas y dinero para la guerra”.

            Los campesinos castellanos en el campo y las niñas jugando al corro empezaban a cantar, en burla de un general inglés, aquello de “Mambrú se fue a la guerra… no sé cuándo vendrá…”.

 

            Bernardo se escapa a los afanes patrióticos de aquella España de siete millones de habitantes, en cuyo trono se sienta Isabel de Farnesio, más animosa aún que su real marido. Hubiera podido decir con todo derecho: “ad majora natus sum”[1].

            Colegial de los Jesuitas en Medina del Campo empieza a sentir, no ardores místicos, que serían prematuros, pero sí un ansia incontenible de acercarse a la Sagrada Comunión. Por la mañana va al Colegio sin haberse desayunado.

    Es alegre, decidido, hasta algo impetuoso. Obediente sin estrecheces de espíritu; solícito sin genuflexiones aduladoras; amigo de todos.

            Esas faltas que otros suelen llevar inseparablemente prendidas en el uniforme del Colegio, en él apenas se advierten.

            Su cuerpo es débil. Vaso demasiado frágil para contener las esencias que a la larga se almacenarán en su espíritu, caerá roto en purísimos cristales apenas cumplidos los 24 años.

            Su vida no parece túnel ni posada. Sueño sí. De esos sueños que Dios envía de cuando en cuando a las almas venturosas, para que ayuden a elevarse a los que no soñamos.

            Escalas de Jacob con ángeles que suben y bajan, transfiguraciones de Tabor, pasos de Cristo caminante que tiene sed y pide agua. Este es el rumor que acompaña a Bernardo en la tierra.

            En esta España de los dos bandos ha nacido él para predicar una doctrina que quiere someter dulcemente a los españoles al bando único del amor de Jesús. Lo vamos a ver, repasando hoja por hoja, el álbum de su vida.

[1] “ad majora natus sum”: “he nacido para cosas grandes”.

Don Marcelo González Martín.